Elena respiró hondo antes de responder. Todo su ser le indicaba que no debía escuchar ni considerar cualquiera propuesta que le pudiera sugerir Alejandro Santoro, pero algo en su interior, una sensación inquietante que no lograba ignorar, le decía que debía escuchar lo que tenía que decir. La inquietaba el vínculo que pudiera tener con Diana Santoro, pero sobre todo la inquietaba la relación tiene Rodrigo Villalba en la propuesta que no quería escuchar.
—No puedo hablar más ahora, estoy trabajando —dijo finalmente, cruzando los brazos frente a su pecho en un intento de recuperar algo de control sobre la situación.
Alejandro inclinó ligeramente la cabeza, como si evaluara su reacción con la precisión de alguien acostumbrado a leer a las personas.
—Lo entiendo. Pero esto es realmente importante para ambos, señorita Duarte. ¿Podemos vernos más tarde?Elena vaciló. La presencia de ese hombre la perturbaba más de lo que le gustaría admitir. Había algo en su mirada que no solo intimidaba, sino que parecía ver más allá de la superficie.
—Puedo cuando termine mi turno en el hospital ¿Dónde propone señor Santoro?—En el Hotel Big Diamond Palace. Hay una sala de juntas donde podemos hablar con privacidad. Daré instrucciones para que la reciban sin demora —dijo Alejandro, su voz tan firme como si no esperara otra respuesta más que un "sí".
Elena sintió un nudo formarse en su estómago. La sola idea de entrar en un lugar así, tan ajeno a su mundo, la ponía nerviosa. Sin embargo, algo en la manera en la que Alejandro la observaba, como si ya supiera que no rechazaría su propuesta, la hizo asentir.
—De acuerdo. Llegaré allí cuando salga del trabajo.—Enviaré por usted, que la recojan y la dejen directamente en el hotel. Su turno termina a las 6:30 PM. A las 7:00 estarán esperando por usted en la entrada del Hospital. La espero en el Hotel. Pregunte por mí en recepción y le darán mis indicaciones —concluyó Alejandro, su mirada afilada fijándose en la de ella—. No se retrase, nos vemos más tarde.
Elena lo observó marcharse con su caminar seguro, como si dominara cada lugar al que entraba. Un escalofrío recorrió su espalda cuando la figura de Alejandro desapareció por el pasillo. Algo le decía que, después de esa noche, después de escuchar su propuesta y en caso de aceptarla, su vida no volvería a ser la misma.
El día transcurrió en un vaivén de rutinas, pero la mente de Elena no encontraba descanso. Cada paciente que atendía, cada tarea que normalmente la ayudaba a sumergirse en su trabajo, parecía un mero trámite, incapaz de distraerla de lo que había sucedido.
Diana Santoro.
El nombre la perseguía, trayendo consigo recuerdos que creyó había guardado en lo más profundo de su mente. Recordaba las noches largas en la clínica, la mirada melancólica de la mujer en la fría habitación, su voz entrecortada cuando le contaba su historia. Había una tristeza en sus ojos, en su mirada clara que le resultaba imposible de olvidar.
Elena cerró los ojos un momento, tratando de concentrarse en la tarea que tenía delante: administrar la medicación de la señora Méndez, una paciente difícil, pero entrañable.
— ¿Se encuentra bien, querida? —preguntó la anciana con dulzura, al notar el gesto pensativo de Elena.—Sí, señora Méndez. Solo un día complicado —respondió con una sonrisa forzada.
—Todos tenemos de esos, hija. Pero si me permite el consejo, no deje que le roben la paz, no a usted. Solo tú eres mi luz en este lugar, no permitas que te apaguen —dijo la mujer, dándole una palmadita en la mano.
Elena asintió, pero sabía que su paz ya estaba tambaleándose desde el momento en que Alejandro Santoro había pronunciado ese nombre.
A las tres de la tarde, cuando encontró un breve respiro en su jornada, sacó su teléfono y marcó el número de Carla Martínez, su mejor amiga y la única persona en la que confiaba por completo.
— ¿Carla? —preguntó Elena en cuanto escuchó la voz familiar al otro lado.
— ¡Elena! ¿Qué pasa? ¿Todo bien? —respondió Carla, su tono animado como siempre, pero con una ligera nota de preocupación.
Elena tomó aire antes de hablar.
—Necesito un favor. ¿Podrías ir a casa esta noche y quedarte con Valeria? Tengo… un asunto que atender, algo urgente.Hubo un breve silencio al otro lado.
—Claro, no hay problema. Cuenta con eso. Pero… ¿estás bien? Te escucho angustiada.Elena tragó saliva, mirando a su alrededor como si alguien pudiera escuchar su conversación.
—Sí, sí, estoy bien. Solo necesito resolver algo importante. No te preocupes.Carla suspiró.
—Sabes que no me lo trago, pero no insistiré… por ahora. Valeria estará en buenas manos. Llevo pizza y pasaremos una noche excelente…Y tú… cuídate, ¿sí?—Lo haré. Gracias, Carla, sé que siempre estás para mí, para nosotras. —respondió Elena, sintiendo un alivio momentáneo antes de colgar. Pero el alivio fue breve.
Su turno terminó más rápido que de costumbre o eso le pareció. Se dirigió a refrescarse, tomó un baño rápido y se cambió el uniforme. Jean, camisa blanca y tenis. Optó por recogerse el cabello nuevamente en una coleta, tomó su bolso y salió del hospital como una autómata.
Tal como lo había indicado Alejandro, estaba un auto esperando por ella en la entrada principal del hospital.
-¿Señorita Duarte?- Preguntó el conductor al mirarla acercarse con cautela.
-Sí.
-Adelante por favor.- Y le abrió la puerta de atrás del sedán plateado que la estaba aguardando.
Cuando el reloj marcó las 7:20 p.m., Elena se encontraba frente a la imponente entrada del Hotel, con las manos frías y la mente inundada de dudas. Las luces doradas iluminaban la fachada con elegancia, y el movimiento en el vestíbulo reflejaba la clase de lugar donde el lujo y el poder se respiraban en cada rincón.
Se quedó unos segundos en la entrada, mirando las enormes puertas de vidrio antes de reunir el valor para entrar. Finalmente respiro hondo, se llenó de valor y se dirigió con paso firme por el elegante vestíbulo.
Caminó hasta la recepción, donde una mujer con uniforme impecable la recibió con una sonrisa profesional.
—Buenas noches, soy Elena Duarte. Tengo una cita con el señor Alejandro…
No alcanzó a terminar la frase cuando la recepcionista asintió rápidamente.
—Por supuesto, señorita Duarte. El señor Santoro la está esperando en la sala de juntas. Permítame acompañarla.Elena sintió que su corazón latía con fuerza mientras seguía a la recepcionista por los pasillos impecablemente decorados. Cada detalle del hotel gritaba perfección, opulencia, un mundo completamente diferente al suyo.
Finalmente, llegaron frente a una puerta de cristal esmerilado.
—Aquí es. Adelante, por favor —dijo la recepcionista con una sonrisa amable antes de retirarse.
Elena tomó aire profundamente y empujó la puerta con cautela.
En el centro de la sala, Alejandro Santoro se encontraba de pie junto a una mesa de cristal, revisando algunos documentos con una calma imperturbable. Cuando la puerta se cerró detrás de ella, él levantó la vista y la observó con esa misma intensidad que había sentido en el hospital.
—Señorita Duarte —dijo él, su tono grave resonando en la amplia sala.
Elena se quedó quieta, sintiendo cómo el peso de la noche se cernía sobre ella. Sabía que en ese momento, cruzando esa puerta, estaba entrando en algo mucho más grande de lo que había imaginado.
El silencio en la sala se prolongó por unos segundos que a Elena le parecieron eternos. El suave zumbido del aire acondicionado y el tenue sonido del tráfico lejano eran los únicos ruidos que llenaban el espacio entre ellos. Alejandro Santoro, imponente y sereno, la observaba con esa mirada inquebrantable, como si pudiera leer cada pensamiento que cruzaba por su mente.—Tome asiento, por favor —dijo finalmente, señalando una silla junto a la mesa de cristal. Su voz era firme, pero educada, como si estuviera acostumbrado a que nadie le negara nada.Elena no se movió de inmediato. Deslizó la mirada por la sala, buscando una opción que le diera la ventaja de mantener cierta distancia. Finalmente, se sentó, pero eligió una silla a varios metros de él, dejando claro que no estaba dispuesta a cederle más control del necesario.—Hable sin rodeos, señor Santoro. No quiero perder el tiempo —dijo Elena, cruzando los brazos con firmeza. Su tono era seco, sin rastros de cordialidad.Alejandro esb
El chillido agudo de los frenos desgarraba la quietud de la noche, seguido por un impacto que sacudió el aire.El cristal estallaba en mil fragmentos, como una lluvia de estrellas fugaces atravesando la oscuridad, mientras el rugido del metal retorciéndose llenaba cada rincón.El fuerte olor a gasolina y el humo comenzaban a mezclarse con el aroma acre de algo más: miedo, desesperación, pérdida.Todo se movía en cámara lenta y, al mismo tiempo, con una velocidad imposible. Era abrumador.Un grito ahogado luchaba por atravesar la disonancia, pero se perdía en el eco del choque.La carretera, antes tan tranquila, ahora era un caos de luces intermitentes, sombras deformadas y un silencio que dolía más que el estruendo.Elena se despertó de golpe, el pecho agitado, el eco de los frenos chirriando aún resonando fuerte en su mente y con el zumbido en los oídos tan real que sintió la punzada de un fuerte dolor de cabeza apenas despertó a la realidad.El reloj en la mesita marcaba las 4:13 a.
El reloj marcaba las 5:30 a.m. Aunque cada día tenía la esperanza que fuera un poco diferente, ese día el turno de la madrugada en el hospital público al parecer empezaba igual: el zumbido de luces fluorescentes, el aroma a desinfectante y las voces apagadas de los que aún no despertaban del todo.—Duarte, llegas justo a tiempo para la tormenta —dijo Miguel, su mentor y supervisor, un hombre robusto de mirada cansada y barba entrecana que siempre parecía tener una respuesta lista para cualquier crisis.Elena se detuvo junto a la estación de enfermería, donde Miguel revisaba un informe con la rapidez de quien ya lo ha visto todo. — ¿Algo especial hoy, jefe? —preguntó Elena mientras se ajustaba el largo y sedoso cabello en una coleta apurada.—Lo mismo de siempre: pacientes que no deberían estar aquí, médicos que llegarán tarde y una máquina de café rota. Bienvenida al infierno, versión jueves por la mañana —respondió él, con un tono sarcástico que apenas ocultaba su genuino aprecio pa
El silencio se instaló por unos segundos entre ellos, pesado y lleno de preguntas sin respuesta. Elena no sabía por qué alguien como él la estaba buscando, pero tenía claro que lo que fuera, no sería algo simple.Sus miradas se mantenían una fija en la otra, ninguno de los dos se atrevía a desviarla, desafiándose mutuamente con la mirada. Elena nerviosa, presintiendo un golpe más para sumarlo entre todos los que ha recibido a lo largo de su vida, aunque sin la intención de ser minimizada por esa mirada fija y penetrante que le estaba haciendo erizar la piel.Alejandro disimuló con maestría el impacto de verla frente a frente. Para él, Elena Duarte había sido solo un nombre, alguien a quien había imaginado de muchas formas, pero nunca así: esbelta y elegante, incluso en el uniforme sencillo de enfermera. Había en ella una presencia que no necesitaba imponerse; era natural, casi desafiante. Su mirada, fija y directa, parecía querer transmitir frialdad, pero lo que Alejandro percibía era