El silencio se instaló por unos segundos entre ellos, pesado y lleno de preguntas sin respuesta. Elena no sabía por qué alguien como él la estaba buscando, pero tenía claro que lo que fuera, no sería algo simple.
Sus miradas se mantenían una fija en la otra, ninguno de los dos se atrevía a desviarla, desafiándose mutuamente con la mirada. Elena nerviosa, presintiendo un golpe más para sumarlo entre todos los que ha recibido a lo largo de su vida, aunque sin la intención de ser minimizada por esa mirada fija y penetrante que le estaba haciendo erizar la piel.
Alejandro disimuló con maestría el impacto de verla frente a frente. Para él, Elena Duarte había sido solo un nombre, alguien a quien había imaginado de muchas formas, pero nunca así: esbelta y elegante, incluso en el uniforme sencillo de enfermera. Había en ella una presencia que no necesitaba imponerse; era natural, casi desafiante. Su mirada, fija y directa, parecía querer transmitir frialdad, pero lo que Alejandro percibía era todo lo contrario: una calidez desconcertante, casi abrumadora.
Se sorprendió a sí mismo perdiéndose en sus ojos oscuros, tan penetrantes como transparentes. Esa mirada, lejos de flaquear, se mantenía firme, serena, con un toque de curiosidad que lo hacía sentir incómodo. Alejandro estaba acostumbrado a dominar cualquier interacción con su sola presencia. Su mirada solía intimidar, descifrar intenciones o controlar el terreno. Pero esta vez era distinto. Cada segundo frente a Elena lo ponía más tenso. Había algo en ella que desarmaba sus defensas, un aire de autoridad cálida y una honestidad que lo sacaban de su zona de control. Avanzó unos pasos, acortando la distancia entre ambos. Para su sorpresa, la mirada de Elena no retrocedió ni mostró el menor signo de incomodidad.
Por primera vez, Alejandro sintió que no estaba preparado para lo que tenía delante. No era un adversario en el mundo de los negocios, ni una negociación en la que él tuviera la ventaja. Estaba preparado para enfrentar a cualquier adversario en su mundo de negocios. Pero no estaba preparado para la impresión y todas las sensaciones que estaban causando en él la sola mirada de Elena Duarte.
Elena fue la primera en romper el silencio, aunque su voz traicionaba un ligero temblor que intentó ocultar.
— ¿Y qué se supone que quiere de mí, señor Santoro? —preguntó, cruzando los brazos frente a su pecho, manteniendo su postura firme aunque por dentro sentía un nudo en el estómago.Alejandro, que hasta ahora había mantenido sus manos en los bolsillos de su impecable traje, las cruzó frente a él, como si su postura pudiera reforzar aún más su autoridad.
— Quiero hablar con usted. En privado —respondió con su voz grave, y un tono firme, lanzando a su vez una mirada hacia la sala abarrotada donde algunos pacientes y colegas de Elena lanzaban miradas curiosas.Elena alzó una ceja, claramente poco impresionada.
—Estoy trabajando, y mis pacientes me necesitan. Si tiene algo que decirme, puede hacerlo aquí y ahora— respondió ella, sin ceder un ápice.Por un instante, Alejandro esbozó una leve sonrisa, apenas perceptible. Había algo en su tono, en esa mezcla de desafío y profesionalismo, que lo obligaba a mantener su temple más de lo habitual.
—Le aseguro que no es un asunto para discutir en público, señorita Duarte. Y créame, es algo que también le interesa.— ¿Y por qué no podría yo pensar que no estoy perdiendo el tiempo? —replicó Elena, apretando ligeramente los labios, mientras una voz interna le advertía que aquello podía ser algo más de lo que aparentaba.
Elena sostuvo su mirada firme, esperando que aquel hombre frente a ella soltara finalmente la razón por la que estaba allí. Alejandro, con su postura impecable y una calma que parecía ensayada, observaba cada detalle de su expresión antes de hablar.
—Tengo una pregunta para usted, señorita Duarte —dijo finalmente, con una voz que resonaba en el pequeño espacio como si no hubiera lugar para evasivas.
—Hágala rápido, señor Santoro. Mi tiempo es limitado —respondió ella, sin dejar de cruzar los brazos frente a su pecho.
— ¿Conoció a una paciente llamada Diana? —preguntó, midiendo cada palabra con precisión.
Elena parpadeó, desconcertada.
—Tendría que ser más específico. He atendido a muchas pacientes a lo largo de los años.—Diana Santoro —dijo entonces, dando un paso hacia ella, con una intensidad que hizo que las palabras cayeran pesadas en el aire—. Mi madre.
Elena sintió como si le hubieran arrancado el suelo bajo los pies. Su rostro, aunque intentó mantenerse neutro, traicionó la sorpresa que le provocó escuchar ese nombre. Diana Santoro. Era imposible olvidarla.
—Su madre... —repitió en un susurro, mientras su mente la transportaba años atrás, a aquellos días en los que cuidó de una mujer cuya fortaleza la había impresionado, incluso cuando su cuerpo se deterioraba rápidamente.
Alejandro captó el cambio en su expresión y continuó, sin apartar los ojos de ella.
—Así es. Me dijeron que usted fue la enfermera que la atendió en sus últimos días.Elena asintió lentamente, sus pensamientos aún anclados en los recuerdos. La Sra. Diana había sido más que una paciente. Era alguien que había confiado en ella lo suficiente como para compartir sus más oscuros secretos. Elena recordaba las largas noches en las que, entre palabras entrecortadas, Diana le contó cómo había llegado a ese estado. Habló de traiciones, de pérdidas y de una vida que se apagaba antes de tiempo.
Elena tragó saliva, intentando recomponerse.
—Sí, la cuidé... hasta el final. Era una mujer increíblemente fuerte.Por primera vez, algo en la expresión de Alejandro pareció titubear. Un destello de algo parecido al dolor cruzó por sus ojos antes de que su máscara de control volviera a colocarse en su lugar.
—Entonces debe recordar lo que ella le dijo. Lo que la llevó a esa clínica, a ese estado.Elena lo miró fijamente. Claro que lo recordaba. ¿Cómo olvidar a una mujer que cargaba un dolor tan profundo? Pero no estaba segura de qué buscaba Alejandro con todo esto.
—Recuerdo muchas cosas. Pero no entiendo por qué me está preguntando esto ahora.Alejandro apretó ligeramente los labios antes de responder.
—Porque lo que ella le dijo puede ser la clave para entender lo que realmente sucedió. Y porque usted y yo, señorita Duarte, compartimos más de lo que imagina.Elena lo miró con cautela, sintiendo que este hombre traía consigo algo más que respuestas. Traía complicaciones, quizá incluso peligro. Pero también sabía que, si Diana Santoro estaba en el centro de todo, no podía simplemente ignorarlo.
—Explíquese, señor Santoro. ¿Qué es exactamente lo que quiere de mí?
Alejandro dio un paso adelante, como si midiera cada palabra antes de soltarla.
—Quiero respuestas. Sobre mi madre, sobre lo que hablaron y lo que ella le dijo con exactitud antes de morir. Detalles. Y además quiero que me ayude a solucionar un asunto que tenemos en común usted y yo.—y, ¿cuál es ese asunto en común que podríamos tener los dos?
—Es un asunto que nos interesa a ambos y el cual quiero solucionar de una vez, Rodrigo Villalba.
Elena sintió que un escalofrío le recorría la espalda al escuchar ese nombre. Ahora entendía que, cualquiera que fuera el camino que estaba por tomar, no sería sencillo.
Elena respiró hondo antes de responder. Todo su ser le indicaba que no debía escuchar ni considerar cualquiera propuesta que le pudiera sugerir Alejandro Santoro, pero algo en su interior, una sensación inquietante que no lograba ignorar, le decía que debía escuchar lo que tenía que decir. La inquietaba el vínculo que pudiera tener con Diana Santoro, pero sobre todo la inquietaba la relación tiene Rodrigo Villalba en la propuesta que no quería escuchar.—No puedo hablar más ahora, estoy trabajando —dijo finalmente, cruzando los brazos frente a su pecho en un intento de recuperar algo de control sobre la situación.Alejandro inclinó ligeramente la cabeza, como si evaluara su reacción con la precisión de alguien acostumbrado a leer a las personas. —Lo entiendo. Pero esto es realmente importante para ambos, señorita Duarte. ¿Podemos vernos más tarde?Elena vaciló. La presencia de ese hombre la perturbaba más de lo que le gustaría admitir. Había algo en su mirada que no solo intimidaba,
El silencio en la sala se prolongó por unos segundos que a Elena le parecieron eternos. El suave zumbido del aire acondicionado y el tenue sonido del tráfico lejano eran los únicos ruidos que llenaban el espacio entre ellos. Alejandro Santoro, imponente y sereno, la observaba con esa mirada inquebrantable, como si pudiera leer cada pensamiento que cruzaba por su mente.—Tome asiento, por favor —dijo finalmente, señalando una silla junto a la mesa de cristal. Su voz era firme, pero educada, como si estuviera acostumbrado a que nadie le negara nada.Elena no se movió de inmediato. Deslizó la mirada por la sala, buscando una opción que le diera la ventaja de mantener cierta distancia. Finalmente, se sentó, pero eligió una silla a varios metros de él, dejando claro que no estaba dispuesta a cederle más control del necesario.—Hable sin rodeos, señor Santoro. No quiero perder el tiempo —dijo Elena, cruzando los brazos con firmeza. Su tono era seco, sin rastros de cordialidad.Alejandro esb
El chillido agudo de los frenos desgarraba la quietud de la noche, seguido por un impacto que sacudió el aire.El cristal estallaba en mil fragmentos, como una lluvia de estrellas fugaces atravesando la oscuridad, mientras el rugido del metal retorciéndose llenaba cada rincón.El fuerte olor a gasolina y el humo comenzaban a mezclarse con el aroma acre de algo más: miedo, desesperación, pérdida.Todo se movía en cámara lenta y, al mismo tiempo, con una velocidad imposible. Era abrumador.Un grito ahogado luchaba por atravesar la disonancia, pero se perdía en el eco del choque.La carretera, antes tan tranquila, ahora era un caos de luces intermitentes, sombras deformadas y un silencio que dolía más que el estruendo.Elena se despertó de golpe, el pecho agitado, el eco de los frenos chirriando aún resonando fuerte en su mente y con el zumbido en los oídos tan real que sintió la punzada de un fuerte dolor de cabeza apenas despertó a la realidad.El reloj en la mesita marcaba las 4:13 a.
El reloj marcaba las 5:30 a.m. Aunque cada día tenía la esperanza que fuera un poco diferente, ese día el turno de la madrugada en el hospital público al parecer empezaba igual: el zumbido de luces fluorescentes, el aroma a desinfectante y las voces apagadas de los que aún no despertaban del todo.—Duarte, llegas justo a tiempo para la tormenta —dijo Miguel, su mentor y supervisor, un hombre robusto de mirada cansada y barba entrecana que siempre parecía tener una respuesta lista para cualquier crisis.Elena se detuvo junto a la estación de enfermería, donde Miguel revisaba un informe con la rapidez de quien ya lo ha visto todo. — ¿Algo especial hoy, jefe? —preguntó Elena mientras se ajustaba el largo y sedoso cabello en una coleta apurada.—Lo mismo de siempre: pacientes que no deberían estar aquí, médicos que llegarán tarde y una máquina de café rota. Bienvenida al infierno, versión jueves por la mañana —respondió él, con un tono sarcástico que apenas ocultaba su genuino aprecio pa