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Capítulo 5 – Entre la Justicia y la Venganza

El silencio en la sala se prolongó por unos segundos que a Elena le parecieron eternos. El suave zumbido del aire acondicionado y el tenue sonido del tráfico lejano eran los únicos ruidos que llenaban el espacio entre ellos. Alejandro Santoro, imponente y sereno, la observaba con esa mirada inquebrantable, como si pudiera leer cada pensamiento que cruzaba por su mente.

—Tome asiento, por favor —dijo finalmente, señalando una silla junto a la mesa de cristal. Su voz era firme, pero educada, como si estuviera acostumbrado a que nadie le negara nada.

Elena no se movió de inmediato. Deslizó la mirada por la sala, buscando una opción que le diera la ventaja de mantener cierta distancia. Finalmente, se sentó, pero eligió una silla a varios metros de él, dejando claro que no estaba dispuesta a cederle más control del necesario.

—Hable sin rodeos, señor Santoro. No quiero perder el tiempo —dijo Elena, cruzando los brazos con firmeza. Su tono era seco, sin rastros de cordialidad.

Alejandro esbozó una leve sonrisa, casi imperceptible, como si le divirtiera la resistencia de Elena. Se apoyó en la mesa con las manos entrelazadas, sus ojos clavados en ella con una intensidad calculada.

—Directa, me gusta eso —murmuró, antes de dejar escapar un suspiro y apoyarse en el respaldo de su silla—. Muy bien, iré al grano. Crecí creyendo una mentira. Durante toda mi vida pensé que mi madre nos había abandonado cuando yo era niño. Eso es lo que mi padre me hizo creer.

Elena sintió un escalofrío. Sabía bien lo que era vivir con mentiras. Alejandro continuó, sin apartar su mirada de ella.

—Hace un tiempo encontré un documento confidencial, algo que mi padre se aseguró de ocultar por años. Y lo que descubrí cambió por completo mi vida —su voz se endureció, y una sombra de rencor cruzó fugazmente por su rostro—. Mi madre nunca nos abandonó. Fue apartada deliberadamente de mi vida, traicionada por mi propio padre, quien trabajaba para Rodrigo Villalba.

Elena sintió que la respiración se le aceleraba. Ese nombre, Rodrigo Villalba, era un fantasma constante en su vida.

—Su madre… —Elena humedeció sus labios, tratando de mantener la compostura—. ¿Diana?

Alejandro asintió lentamente, sus ojos oscuros escudriñándola con aún más intensidad.

—Sí. Diana Santoro. Mi madre —confirmó, inclinándose levemente hacia adelante—. Y según estos documentos, vivió sus últimos años en una clínica humilde, donde fue atendida por una enfermera llamada Elena Duarte.

Elena sintió que el suelo bajo sus pies se volvía inestable. Las imágenes de Diana vinieron a su mente como un torrente: su sonrisa débil pero sincera, la forma en que le tomaba la mano en las noches en que el dolor era insoportable, sus susurros llenos de arrepentimiento y miedo.

—La recuerdo, y lamento su pérdida Sr. Santoro —dijo finalmente, su voz más suave, casi temblorosa.

—Estoy seguro de que sí —replicó Alejandro—. He leído los informes. Usted no solo fue su enfermera, sino que también fue su confidente. Sé que le contó cosas. Cosas que Villalba nunca quiso que nadie supiera.

Elena bajó la mirada por un instante, recordando las palabras de Diana. Su confesión, su miedo, y su certeza de que su muerte no sería natural.

—Ella me dijo muchas cosas, sí —respondió Elena con cautela—. Cosas que no puedo repetir tan fácilmente, señor Santoro.

Alejandro sonrió de lado, como si hubiera esperado esa respuesta.

—Lo entiendo. No espero que confíe en mí. Pero sé que usted también busca respuestas —su tono era más persuasivo ahora—. Rodrigo Villalba destruyó su vida, ¿o me equivoco?

Elena sintió que el aire se volvía más pesado. Lo miró fijamente, sin responder de inmediato. Sí, Villalba era el responsable de la muerte de sus padres y de su miseria, pero que Alejandro lo supiera la ponía en alerta.

—¿Qué quiere de mí exactamente? —preguntó finalmente.

Alejandro se levantó lentamente de su asiento y caminó hasta una de las ventanas.

—Quiero justicia, señorita Duarte. Para mi madre… y para usted.

Elena dejó escapar una risa amarga.

—¿Justicia? Lo que usted quiere es venganza.

Alejandro giró la cabeza hacia ella.

—Digamos que ambas cosas no están tan separadas como parecen.

Elena se puso de pie.

—No estoy segura de qué es lo que espera de mí, pero si cree que voy a entrar en su juego...

Alejandro la interrumpió.

—No estoy pidiéndole nada que usted no haya considerado antes. Rodrigo Villalba nos ha quitado demasiado. Y usted tiene algo que yo necesito: información.

Elena respiró hondo.

— ¿Y qué obtengo yo de esto? No puedo arriesgar mi seguridad y mucho menos la de mi hermana. Ella depende totalmente de mí. Si me investigó lo suficiente debe saber esa información.

—Protección. Recursos. Y la oportunidad de que Villalba pague por todo lo que ha hecho.

Elena se quedó en silencio, analizando cada palabra.

Alejandro entonces sacó un pequeño trozo de papel de su bolsillo y lo deslizó sobre la mesa en dirección a Elena.

—Este es mi número personal —dijo con serenidad—. Llámeme si decide que está lista para hablar.

Elena miró el papel sin tocarlo de inmediato. Sentía que aceptar ese simple gesto era dar un paso más dentro de algo de lo que luego no podría salir.

—Lo pensaré —respondió sin comprometerse, aunque ambos sabían que el pensamiento ya estaba instalado en su mente.

Alejandro asintió, satisfecho.

—Piénselo, señorita Duarte —continuó, abriendo la puerta—. Pero no tarde demasiado.

Elena tomó el papel, guardándolo en el bolsillo de su pantalón antes de salir, sintiendo que acababa de sellar un pacto del que no había vuelta atrás.

Elena caminó por los pasillos del hotel con pasos lentos y pesados, su mente reviviendo cada momento con Diana. Las noches en que la mujer, entre susurros ahogados, le hablaba de su hijo, de su tristeza por haber sido apartada de su vida. "Él nunca sabrá cuánto lo amé", solía decir Diana. Y ahora, aquí estaba ese hijo, buscando justicia... o venganza. Elena sabía que el camino que tenía por delante sería peligroso, pero la idea de finalmente ver caer a Villalba era demasiado tentadora como para ignorarla.

Se detuvo un momento frente a la imponente Puerta del hotel, observando su reflejo en ella. "¿Realmente estoy dispuesta a esto?" pensó, mientras su corazón latía con fuerza. Sin embargo, algo dentro de ella le decía que esta vez, no huiría. Apoyó su mano en la fría superficie y susurró para sí misma: "Es hora de hacer justicia".

Salió del hotel dejando que la sensación de incertidumbre la envolviera, pero también una determinación renovada. Cada paso que daba y cada segundo que pasaba la acercaba más a un destino incierto, pero su pensamiento le confirmaba con fuerza que estaba lista para enfrentarlo.

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