El silencio en la sala se prolongó por unos segundos que a Elena le parecieron eternos. El suave zumbido del aire acondicionado y el tenue sonido del tráfico lejano eran los únicos ruidos que llenaban el espacio entre ellos. Alejandro Santoro, imponente y sereno, la observaba con esa mirada inquebrantable, como si pudiera leer cada pensamiento que cruzaba por su mente.
—Tome asiento, por favor —dijo finalmente, señalando una silla junto a la mesa de cristal. Su voz era firme, pero educada, como si estuviera acostumbrado a que nadie le negara nada.
Elena no se movió de inmediato. Deslizó la mirada por la sala, buscando una opción que le diera la ventaja de mantener cierta distancia. Finalmente, se sentó, pero eligió una silla a varios metros de él, dejando claro que no estaba dispuesta a cederle más control del necesario.
—Hable sin rodeos, señor Santoro. No quiero perder el tiempo —dijo Elena, cruzando los brazos con firmeza. Su tono era seco, sin rastros de cordialidad.
Alejandro esbozó una leve sonrisa, casi imperceptible, como si le divirtiera la resistencia de Elena. Se apoyó en la mesa con las manos entrelazadas, sus ojos clavados en ella con una intensidad calculada.
—Directa, me gusta eso —murmuró, antes de dejar escapar un suspiro y apoyarse en el respaldo de su silla—. Muy bien, iré al grano. Crecí creyendo una mentira. Durante toda mi vida pensé que mi madre nos había abandonado cuando yo era niño. Eso es lo que mi padre me hizo creer.
Elena sintió un escalofrío. Sabía bien lo que era vivir con mentiras. Alejandro continuó, sin apartar su mirada de ella.
—Hace un tiempo encontré un documento confidencial, algo que mi padre se aseguró de ocultar por años. Y lo que descubrí cambió por completo mi vida —su voz se endureció, y una sombra de rencor cruzó fugazmente por su rostro—. Mi madre nunca nos abandonó. Fue apartada deliberadamente de mi vida, traicionada por mi propio padre, quien trabajaba para Rodrigo Villalba.
Elena sintió que la respiración se le aceleraba. Ese nombre, Rodrigo Villalba, era un fantasma constante en su vida.
—Su madre… —Elena humedeció sus labios, tratando de mantener la compostura—. ¿Diana?
Alejandro asintió lentamente, sus ojos oscuros escudriñándola con aún más intensidad.
—Sí. Diana Santoro. Mi madre —confirmó, inclinándose levemente hacia adelante—. Y según estos documentos, vivió sus últimos años en una clínica humilde, donde fue atendida por una enfermera llamada Elena Duarte.
Elena sintió que el suelo bajo sus pies se volvía inestable. Las imágenes de Diana vinieron a su mente como un torrente: su sonrisa débil pero sincera, la forma en que le tomaba la mano en las noches en que el dolor era insoportable, sus susurros llenos de arrepentimiento y miedo.
—La recuerdo, y lamento su pérdida Sr. Santoro —dijo finalmente, su voz más suave, casi temblorosa.
—Estoy seguro de que sí —replicó Alejandro—. He leído los informes. Usted no solo fue su enfermera, sino que también fue su confidente. Sé que le contó cosas. Cosas que Villalba nunca quiso que nadie supiera.
Elena bajó la mirada por un instante, recordando las palabras de Diana. Su confesión, su miedo, y su certeza de que su muerte no sería natural.
—Ella me dijo muchas cosas, sí —respondió Elena con cautela—. Cosas que no puedo repetir tan fácilmente, señor Santoro.
Alejandro sonrió de lado, como si hubiera esperado esa respuesta.
—Lo entiendo. No espero que confíe en mí. Pero sé que usted también busca respuestas —su tono era más persuasivo ahora—. Rodrigo Villalba destruyó su vida, ¿o me equivoco?
Elena sintió que el aire se volvía más pesado. Lo miró fijamente, sin responder de inmediato. Sí, Villalba era el responsable de la muerte de sus padres y de su miseria, pero que Alejandro lo supiera la ponía en alerta.
—¿Qué quiere de mí exactamente? —preguntó finalmente.
Alejandro se levantó lentamente de su asiento y caminó hasta una de las ventanas.
—Quiero justicia, señorita Duarte. Para mi madre… y para usted.
Elena dejó escapar una risa amarga.
—¿Justicia? Lo que usted quiere es venganza.
Alejandro giró la cabeza hacia ella.
—Digamos que ambas cosas no están tan separadas como parecen.
Elena se puso de pie.
—No estoy segura de qué es lo que espera de mí, pero si cree que voy a entrar en su juego...
Alejandro la interrumpió.
—No estoy pidiéndole nada que usted no haya considerado antes. Rodrigo Villalba nos ha quitado demasiado. Y usted tiene algo que yo necesito: información.
Elena respiró hondo.
— ¿Y qué obtengo yo de esto? No puedo arriesgar mi seguridad y mucho menos la de mi hermana. Ella depende totalmente de mí. Si me investigó lo suficiente debe saber esa información.
—Protección. Recursos. Y la oportunidad de que Villalba pague por todo lo que ha hecho.
Elena se quedó en silencio, analizando cada palabra.
Alejandro entonces sacó un pequeño trozo de papel de su bolsillo y lo deslizó sobre la mesa en dirección a Elena.
—Este es mi número personal —dijo con serenidad—. Llámeme si decide que está lista para hablar.
Elena miró el papel sin tocarlo de inmediato. Sentía que aceptar ese simple gesto era dar un paso más dentro de algo de lo que luego no podría salir.
—Lo pensaré —respondió sin comprometerse, aunque ambos sabían que el pensamiento ya estaba instalado en su mente.
Alejandro asintió, satisfecho.
—Piénselo, señorita Duarte —continuó, abriendo la puerta—. Pero no tarde demasiado.
Elena tomó el papel, guardándolo en el bolsillo de su pantalón antes de salir, sintiendo que acababa de sellar un pacto del que no había vuelta atrás.
Elena caminó por los pasillos del hotel con pasos lentos y pesados, su mente reviviendo cada momento con Diana. Las noches en que la mujer, entre susurros ahogados, le hablaba de su hijo, de su tristeza por haber sido apartada de su vida. "Él nunca sabrá cuánto lo amé", solía decir Diana. Y ahora, aquí estaba ese hijo, buscando justicia... o venganza. Elena sabía que el camino que tenía por delante sería peligroso, pero la idea de finalmente ver caer a Villalba era demasiado tentadora como para ignorarla.
Se detuvo un momento frente a la imponente Puerta del hotel, observando su reflejo en ella. "¿Realmente estoy dispuesta a esto?" pensó, mientras su corazón latía con fuerza. Sin embargo, algo dentro de ella le decía que esta vez, no huiría. Apoyó su mano en la fría superficie y susurró para sí misma: "Es hora de hacer justicia".
Salió del hotel dejando que la sensación de incertidumbre la envolviera, pero también una determinación renovada. Cada paso que daba y cada segundo que pasaba la acercaba más a un destino incierto, pero su pensamiento le confirmaba con fuerza que estaba lista para enfrentarlo.
El chillido agudo de los frenos desgarraba la quietud de la noche, seguido por un impacto que sacudió el aire.El cristal estallaba en mil fragmentos, como una lluvia de estrellas fugaces atravesando la oscuridad, mientras el rugido del metal retorciéndose llenaba cada rincón.El fuerte olor a gasolina y el humo comenzaban a mezclarse con el aroma acre de algo más: miedo, desesperación, pérdida.Todo se movía en cámara lenta y, al mismo tiempo, con una velocidad imposible. Era abrumador.Un grito ahogado luchaba por atravesar la disonancia, pero se perdía en el eco del choque.La carretera, antes tan tranquila, ahora era un caos de luces intermitentes, sombras deformadas y un silencio que dolía más que el estruendo.Elena se despertó de golpe, el pecho agitado, el eco de los frenos chirriando aún resonando fuerte en su mente y con el zumbido en los oídos tan real que sintió la punzada de un fuerte dolor de cabeza apenas despertó a la realidad.El reloj en la mesita marcaba las 4:13 a.
El reloj marcaba las 5:30 a.m. Aunque cada día tenía la esperanza que fuera un poco diferente, ese día el turno de la madrugada en el hospital público al parecer empezaba igual: el zumbido de luces fluorescentes, el aroma a desinfectante y las voces apagadas de los que aún no despertaban del todo.—Duarte, llegas justo a tiempo para la tormenta —dijo Miguel, su mentor y supervisor, un hombre robusto de mirada cansada y barba entrecana que siempre parecía tener una respuesta lista para cualquier crisis.Elena se detuvo junto a la estación de enfermería, donde Miguel revisaba un informe con la rapidez de quien ya lo ha visto todo. — ¿Algo especial hoy, jefe? —preguntó Elena mientras se ajustaba el largo y sedoso cabello en una coleta apurada.—Lo mismo de siempre: pacientes que no deberían estar aquí, médicos que llegarán tarde y una máquina de café rota. Bienvenida al infierno, versión jueves por la mañana —respondió él, con un tono sarcástico que apenas ocultaba su genuino aprecio pa
El silencio se instaló por unos segundos entre ellos, pesado y lleno de preguntas sin respuesta. Elena no sabía por qué alguien como él la estaba buscando, pero tenía claro que lo que fuera, no sería algo simple.Sus miradas se mantenían una fija en la otra, ninguno de los dos se atrevía a desviarla, desafiándose mutuamente con la mirada. Elena nerviosa, presintiendo un golpe más para sumarlo entre todos los que ha recibido a lo largo de su vida, aunque sin la intención de ser minimizada por esa mirada fija y penetrante que le estaba haciendo erizar la piel.Alejandro disimuló con maestría el impacto de verla frente a frente. Para él, Elena Duarte había sido solo un nombre, alguien a quien había imaginado de muchas formas, pero nunca así: esbelta y elegante, incluso en el uniforme sencillo de enfermera. Había en ella una presencia que no necesitaba imponerse; era natural, casi desafiante. Su mirada, fija y directa, parecía querer transmitir frialdad, pero lo que Alejandro percibía era
Elena respiró hondo antes de responder. Todo su ser le indicaba que no debía escuchar ni considerar cualquiera propuesta que le pudiera sugerir Alejandro Santoro, pero algo en su interior, una sensación inquietante que no lograba ignorar, le decía que debía escuchar lo que tenía que decir. La inquietaba el vínculo que pudiera tener con Diana Santoro, pero sobre todo la inquietaba la relación tiene Rodrigo Villalba en la propuesta que no quería escuchar.—No puedo hablar más ahora, estoy trabajando —dijo finalmente, cruzando los brazos frente a su pecho en un intento de recuperar algo de control sobre la situación.Alejandro inclinó ligeramente la cabeza, como si evaluara su reacción con la precisión de alguien acostumbrado a leer a las personas. —Lo entiendo. Pero esto es realmente importante para ambos, señorita Duarte. ¿Podemos vernos más tarde?Elena vaciló. La presencia de ese hombre la perturbaba más de lo que le gustaría admitir. Había algo en su mirada que no solo intimidaba,