Capítulo 3

Narra: Elena

Frente al espejo de mi habitación, observé mi reflejo con el vestido blanco que llevaba puesto. La tela parecía más ajustada de lo que alguna vez soñé cuando era niña, y el ramo de flores que sostenía en mis manos lucía desoladoramente sencillo, lejos de la imagen que tenía en mi mente. Mi mirada se perdió por un momento, y en mi mente apareció el rostro de mi madre, postrada en la cama del hospital, luchando contra una recaída que no daba tregua. Las noches de llanto y desvelo volvían a mí con cada pensamiento.

Con un suspiro profundo, caminé hacia la capilla. Mi padre estaba allí, esperando junto a mí. Al posar su mano sobre mi hombro, ambos miramos el reloj al mismo tiempo. La ceremonia ya llevaba retraso, y con cada segundo que pasaba, mi incertidumbre aumentaba.

—Ja, te dejaron plantada. Mejor que te puse a ti de novia, porque no me imagino yo parada esperando a nada. —La risa cruel de Isabella resonó a mis espaldas, cargada de burla. La ignoré, enfocándome en el apoyo que parecía ofrecerme mi padre, aunque no podía evitar pensar que estar ahí, a su lado, era precisamente lo que él quería.

Lancé una mirada hacia las grandes puertas de la capilla. Parte de mí deseaba que nadie entrara, que todo esto se cancelara, pero la otra parte recordaba el motivo por el cual estaba aquí. Este sacrificio no era para mí, sino para salvar a mi madre.

—Ay, hermanita… Te dejaron vestida y alborotada… —Las risas de Victoria e Isabella llenaban el lugar como una sombra burlona. Los pocos invitados presentes parecían más interesados en el espectáculo que en la ceremonia. Cada murmullo, cada mirada furtiva, era un recordatorio de mi situación.


Narra: Damond (Luis)

—Llegaremos tarde —dije, observando el tráfico inmovilizado frente a nosotros. Una mezcla de irritación y resignación se reflejaba en mi tono. —¿Qué más da? Que espere más de la cuenta, no se va a morir por eso.

Cristofer, siempre eficiente, giró bruscamente hacia una calle lateral, acelerando hacia la capilla. A lo lejos, ya podía ver la pequeña construcción, con unos pocos autos estacionados frente a ella. Al bajar del vehículo, noté que algunas personas entraban apresuradamente al edificio.

Mi mirada se dirigió al altar, donde una chica esperaba. Sus manos apretaban un ramo, sus pies se movían con un nerviosismo evidente. Cuando finalmente distinguí su rostro, una ligera confusión se apoderó de mí. Esa no era la chica con la que había acordado casarme.

Entré a la capilla, y como era de esperarse, las miradas se volcaron hacia mí. Los susurros no se hicieron esperar:

—¿Cómo es posible que los Miller casen a su hija con un tipo así?

—¿Supiste que estuvo en la cárcel por matar a alguien?

—Dicen que es un típico bastardo, producto de una aventura de su padre con la empleada.

Esos comentarios eran pan de cada día para mí, así que no me afectaron lo más mínimo. Avancé con paso firme hasta el altar y me detuve frente a la chica. Su cabello castaño caía como una cascada alrededor de su rostro, y sus ojos, claros como avellanas, parecían reflejar una tormenta interna.

—Creí que me casaría con Isabella Miller —dije, dejando que mis palabras cortaran el silencio.

Ella alzó la vista, y por un instante nuestras miradas se encontraron.

—Sí, soy la hija mayor de Mauricio Miller. Por eso estoy aquí —respondió. Su voz era suave, pero tenía una fuerza subyacente que hizo eco en mi interior. Sin embargo, mi objetivo era claro, y nada de esto lo cambiaría.


Narra: Elena

Sus ojos azules me observaban con una intensidad que me desarmaba. Sentía como si intentara leerme, escudriñar cada rincón de mi alma. Para ocultar mi nerviosismo, apreté con fuerza el pequeño ramo en mis manos, casi al punto de romperlo.

Desvié mi atención hacia Isabella, quien cuchicheaba con su madre mientras lanzaba miradas furtivas a Luis. La envidia en sus ojos era evidente; deseaba estar en mi lugar, aunque para mí, aquello era un tormento más que un privilegio.

—Acepto —escuché decir a Luis, su mirada fija en mí.

Mis ojos se encontraron con los suyos, y por un momento, me perdí en el brillo de ese azul profundo. Mi atención vagó hacia su cabello negro, impecablemente peinado, y su rostro, que parecía esculpido con precisión divina. Sus labios, perfilados con perfección, eran una distracción incómoda.

—Elena Miller, ¿acepta usted a Luis Kepler como su esposo? —preguntó el sacerdote, sacándome de mi ensoñación.

Asentí automáticamente, pero su aclaración me obligó a hablar.

—Debes decirlo en voz alta, niña.

Las risas contenidas de Isabella y su madre resonaron en mi mente. Las miré con furia antes de responder:

—Sí, sí acepto.

El sacerdote concluyó con las palabras que todos conocen, y antes de que pudiera procesarlo, Luis inclinó su rostro hacia mí. Sus labios se acercaron peligrosamente, como si pretendiera besarme. Lo miré con desdén, incapaz de ocultar mi incomodidad.

Cuando creí que todo había terminado, la voz de mi padre me devolvió a la realidad.

—Entonces, aquí nos despedimos, hija. Debes irte con Luis.

El golpe de sus palabras me dejó sin aliento. Pensaba que todo terminaría con la ceremonia, pero ahora entendía que debía irme a vivir con él.

Luis ya esperaba afuera, con la puerta de su auto abierta para mí. Mi padre me dio un beso de despedida, y con resignación, caminé hacia el vehículo. Desde la ventana, Isabella y Victoria me despedían con una sonrisa hipócrita.

Miré mis manos temblorosas antes de alzar la vista hacia el chofer, quien me dedicó una sonrisa cálida. Aunque pequeña, fue un consuelo en medio de tanta incertidumbre.

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