La última palabra

Al escuchar esas dos preguntas de Andrea, algo dentro de mí explotó. Fue como si un muro se rompiera en mi interior, liberando una marea de emociones que llevaba tiempo reprimiendo. Sentí un calor abrasador subiendo desde mi pecho hasta mi garganta. Mis manos se cerraron en puños, y antes de darme cuenta, las palabras ya habían salido como un disparo

—¿Acaso necesito algo para estar en mi propia casa? —espeté, con un tono que más parecía bien un grito.

Andrea se levantó del sofá con una calma que me resultó insoportable. Esa mirada suya, cargada de un desdén tranquilo, me hizo sentir pequeño y furioso al mismo tiempo. Entonces, habló, y su sarcasmo fue como un cuchillo que se hundió en lo más profundo:

—Ah, cierto, es tu casa, pero no vives aquí.

Mis latidos se aceleraron, martilleando mis oídos con un ritmo ensordecedor. Esa frase, tan sencilla y cruel, me golpeó como un puñetazo en el estómago. Por un segundo, me quedé sin palabras, pero el silencio se hizo poco.

Saque mi celular y busque, le mostré la publicación de I*******m.

— ¿Y qué es eso de estar disfrutando de ser soltera? ¡Todavía no estamos divorciados! —grité, mi voz temblando entre la rabia.

Andrea me miró fijamente, cruzando los brazos como si mis palabras no le afectaran en absoluto. Esa actitud suya, ese aire de superioridad impenetrable, ¿En qué momento cambio tanto?

—¿Y a ti qué te importa? —respondió al fin, con un tono lleno de indiferencia que me heló la sangre. —Si para todo el mundo soy una mujer soltera, entonces eso es lo que soy.

La rabia me consumió por completo, y mi voz se alzó como un trueno.

—¡Soy tu esposo! —grité, dejando salir mi frustración.

Andrea dejó escapar una risa amarga, un sonido tan cortante que me hizo hervir la sangre.

—Solo en papeles. Y eso no significa nada para mí —respondió con frialdad. —Así que sigue con tu vida, como lo has hecho hasta ahora y a mi déjame en paz.

Dicho esto, se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia su habitación. Cada paso que daba era como una provocación silenciosa, una forma de decirme que no valía la pena detenerse a escucharme. Sentí cómo mi paciencia, ya colgando de un hilo, se desmoronaba como un castillo de naipes.

—¡Andrea Rojas, detente ahí! —grité, mi voz sonando con la fuerza de alguien al borde de perder el control. —¡Estamos hablando! Si das un paso más, no me haré responsable de la decisión que tomé.

Esperaba que mi tono la detuviera, que al menos girara completamente para enfrentarme. Pero lo que hizo fue aún peor. Se detuvo solo por un instante, apenas un par de segundos, lo suficiente para girar ligeramente la cabeza y mirarme por encima del hombro. Su mirada estaba cargada de algo que no podía soportar: frialdad, desprecio... tal vez ambas cosas.

—Me tiene sin cuidado —dijo, con una voz tan helada que casi podía sentir cómo congelaba el aire entre nosotros.

Ese instante, vi cómo continuaba caminando, con su espalda erguida y su paso firme, alejándose sin el menor interés en lo que pudiera decir o hacer.

La impotencia y el enojo se apoderaron de mí por completo. Sentí que mi pecho iba a explotar, que las palabras necesitaban salir, aunque fuera a destrozar todo a su paso.

—¡Está bien! —grité, mi voz quebrándose entre el furor y la desesperación. —¡Como esta es mi casa y estamos en proceso de divorcio, te quiero fuera de aquí!

Esperé algún tipo de reacción, cualquier cosa, pero ella no se detuvo. Sus pasos no titubearon, no se aceleraron ni se ralentizaron. Simplemente seguí avanzando, como si mi presencia en esa sala, como si mi voz y mis palabras, no existían.

Me quedé ahí, de pie, sintiendo cómo la rabia comenzaba a transformarse en algo más pesado y con un movimiento brusco, también me dirigí a mi habitación, cerrando la puerta de un golpe. Estaba furioso. Me quité la corbata con movimientos torpes, lanzándola al suelo mientras maldecía en voz baja. Mi pecho subía y bajaba con cada respiración agitada, y en medio de este caos, mi teléfono comenzó a sonar.

Al mirar la pantalla, vi que era mi abuela. Respiré profundamente, tratando de calmarme antes de contestar. Me senté en la cama, pasé una mano por mi cabello desordenado y finalmente deslicé el dedo para responder.

—¡Hola, abuela! —dije, esforzándome por sonar tranquilo.

—¡Santiago, querido! —respondió con su voz llena de calidez—. Estoy llamando para decirte que este fin de semana estaré en tu casa. Hace mucho que no veo a mi nieto favorito, y también quiero saludar a tu esposa. Sabes que amo a esa niña como no tienes idea.

Su declaración me hizo apretar la mandíbula. Mi abuela siempre había tenido una debilidad especial por Andrea, algo que ahora se sentía como una ironía cruel. Sin embargo, no podía negarle nada.

—Claro, abuela. Estarás más que bienvenida —respondí, tratando de mantener la calma.

—¡Perfecto! Entonces nos vemos pronto, Santiago. Dale un beso a Andrea de mi parte.

—Lo haré —mentí antes de despedirme.

Al colgar, me recosté en la cama, sintiendo un peso en mi pecho. Las cosas se estaban saliendo de control. Necesitaba hablar con Andrea sobre la llegada de mi abuela, aunque en ese momento lo último que quería era enfrentarla.

Después de unas horas de incertidumbre, finalmente reuní el valor para ir a su habitación. Toqué la puerta suavemente al principio, pero no obtuve respuesta. Fruncí el ceño y murmuré para mí mismo:

—Esta mujer sí que sabe cómo sacarme de quicio.

Volví a tocar, esta vez con más fuerza.

—¡Andrea, soy yo! Necesito hablar contigo.

El silencio del otro lado comenzó a incomodarme. Algo en mi interior empezó a crecer, una mezcla de ansiedad y sospecha. Giré el pomo de la puerta con firmeza y entré.

La habitación estaba impecable. La cama estaba perfectamente tendida, y el armario estaba abierto, completamente vacío. Me quedé inmóvil por un segundo, tratando de procesar lo que veía.

—¡Mierda! Esta mujer sí que se largó de la casa —dije entre dientes, mientras recorría la habitación en busca de alguna señal de su paradero.

Abrí los cajones, pero estaban vacíos también. Sobre la mesa de noche había un sobre cerrado. Lo tomé con manos temblorosas y lo abrí. Dentro, encontré una nota escrita con la caligrafía elegante de Andrea:

Santiago, esta casa dejó de ser mi hogar hace mucho tiempo. Puedes quedarte con todo, incluyendo tus recuerdos. No te preocupes por mí, estoy mejor así. Nos veremos cuando sea necesario para firmar los papeles.

Las palabras eran frías, calculadas, y al leerlas, una chispa de enojo se encendió en mi interior. Arrugué el papel entre mis manos y murmuré entre dientes:

—Esta mujer... ¿a dónde se ha ido? Si cree que con esto me va a retener, está muy equivocada.

Mi respiración era agitada mientras recorría la habitación en busca de alguna pista, pero no encontré nada más. El vacío del lugar reflejaba la determinación de Andrea de cortar todos los lazos.

—Creo que es lo mejor —murmuré para mí mismo—. Así podré renovar esta casa y acondicionarla a como le gustaría a Valeria.

Mientras miraba la habitación, noté que, aunque no era tan lujosa como la mía, tenía una calidez única. Un pequeño cuaderno descansaba en el escritorio, su cubierta de colores pasteles relucía bajo la tenue luz. Algo en él me llamaba, como si pudiera revelar lo que Andrea nunca dijo en palabras. Estiré la mano para tomarlo, pero un ruido en el pasillo me distrajo. Mi curiosidad quedó suspendida, latente, mientras me prometía volver más tarde para descubrir lo que ocultaba.

Regresé a mi habitación, donde me dejé caer en el sillón junto a la ventana. Mirando las luces de la ciudad, mis pensamientos eran un caos. La llegada de mi abuela, el concurso de la ciudad, Andrea... todo se mezclaba en un remolino de incertidumbre.

El sonido de mi teléfono me sacó de mis pensamientos. Miré la pantalla y vi un mensaje de Gabriel, mi asistente. El mensaje decía:

"Señor Benavides, tengo información importante sobre el CEO de AR Construction. Llámeme cuando pueda."

Leí el mensaje, y una chispa de interés cruzó mi mente. Ardent Rise Construction siempre había sido un enigma, además de mi mayor competencia, y cualquier detalle sobre su CEO podría ser clave para superarlos.

Mientras marcaba el número, un pensamiento me tocó como un rayo: ¿Qué tal si su CEO no es quién creemos que es?

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