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Mi hermana, mi esclava.
Mi hermana, mi esclava.
Por: Eli Storm
1. No te estaba hablando a ti.

Irina se pintaba los labios con un perfecto y llamativo tono rojo mientras observaba a su amante a través del espejo.

Por fin, podía dejar de fingir que estaba enamorada. La espera para terminar esa misión le había resultado eterna.

— ¿A dónde te crees que vas? — le preguntó su amante.

— Es hora de decirnos adiós — respondió Irina, terminando de subirse los tirantes del vestido y echando su largo y rubio cabello a un lado, sobre uno de sus hombros, para dejar su espalda al descubierto. Se movió hasta quedar de espaldas a la puerta que conectaba con la habitación, observándolo de frente con una frialdad que distaba mucho del gesto cariñoso, amable e incluso inocente que le había mostrado hasta entonces. — ¿Te importa abrocharme la cremallera, cariño?

— Claro que me importa, no pienso salir del jacuzzi para eso y tú no deberías estar vestida. Queda mucha noche por delante todavía, vamos, vuelve a quitarte ese vestido y deja que disfrute de nuevo de tu cuerpo.

— Ella no te estaba hablando a ti — aseguró la voz masculina de uno de los hombres de confianza de Asad, quien se dejó ver y salió de la penumbra. Se acercó a Irina, subiéndole la cremallera del vestido y dejando un delicado beso en su hombro izquierdo. — Encantado de ayudarte en lo que sea, preciosa — añadió, mientras otro hombre entraba rápidamente para apuntar con un arma al amante de Irina.

— No te atrevas a disparar delante de ella — dijo el hombre que acababa de abrochar el vestido de Irina, cambiando completamente el tono de voz que había usado con ella a uno mucho más autoritario. Acariciaba el cuello de Irina con la nariz, inhalando su aroma y haciéndola sonreír.

Sabía que la deseaba, y aunque jugaba con su deseo, él tenía claro que no debía pasar de ahí, Asad jamás lo permitiría.

—Gracias por protegerme siempre —dijo Irina, girándose para acariciar la mejilla del guardia.

Dejó un beso en su otra mejilla antes de salir de allí.

Su padre, Asad, les había prohibido matar a nadie frente a ella.

Tenía una extraña concepción de como debía protegerla: no le importaba mandarla a seducir a cuántos hombres necesitará embaucar, pero luego la sobreprotegía como a una niña pequeña con la excusa de mantener su inocencia.

Esa inocencia se había perdido entre las sábanas de todos los hombres a los que había ayudado a hundir, aunque cada uno de ellos pagó con su vida la desfachatez de creerse merecedor de tocarla, o al menos esas eran las palabras que Asad usaba, casi como si odiara que ella se abriera de piernas para todo aquel que él mismo le ordenaba.

Irina tomó su bolso y salió de la habitación en dirección al ascensor, ignorando los insultos del hombre que, de un momento a otro, cesaron, haciéndola sonreír.

Sabía que los hombres de Asad habían terminado con su último amante, y con ello se acababa el espectáculo.

Por fin, después de un mes entero fingiendo amor por ese cerdo, se había liberado de él para siempre, tras conseguir las pruebas que Asad quería desde un principio.

—Aquí está todo —aseguró Irina poco después de subir a la furgoneta donde Asad la esperaba, como siempre que completaba un trabajo.

Se metió una mano en el escote y sacó un pendrive con todo lo que se le había pedido, claves, cuentas bancarias, informes, fotos y una lista exhaustiva de socios de cada uno de sus negocios.

—Siempre puedo confiar en ti, hija mía, lo ves, eres mi más preciado tesoro, mi arma perfecta, jamás podría desprenderme de ti —aseguró Asad. Irina sabía que era cierto; él nunca la dejaría marchar, lo había comprendido el día en que Amir desapareció.

—No podría ser de otro modo, padre —respondió Irina, fingiendo una sonrisa. Toda su vida se había basado en fingir una y otra vez cosas que no eran ciertas, pero no tenía otra opción que esa, ella solo era una muñeca que siempre hacía lo que le ordenaban.

Entonces Asad ya no respondió, sonrió satisfecho y tomó del mentón a Irina para acercarla a su rostro, dejando un ligero beso en sus labios y luego subiendo hasta dejar otro en su frente.

Era extraño que ese hombre llenara a Irina de sentimientos encontrados.

Por supuesto, no era su padre biológico; de hecho, ningún lazo de sangre los unía, pero sí era su creador, el responsable de la persona en la que se había convertido.

¿No sería todo diferente si sus padres no hubieran muerto muchos años atrás, si ella no hubiera sido secuestrada y vendida como esclava?

¿Seguiría siendo la hija menor de una poderosa familia rusa?

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