#4:

Laurent siempre prefería buscar el lado bueno de las cosas cuando no le quedaba otro remedio, así que le dio vueltas a la idea de que a lo mejor la tormenta había sido una bendición. Nadie podría seguirle la pista con aquel tiempo, y dudaba que a alguien se le pasara por la cabeza buscarla en una pequeña cabaña perdida en medio de las montañas. 

Allí podía sentirse más o menos segura, y decidió aferrarse a ello.

Oyó que el se movía en la habitación de al lado, el ruido de sus pasos en el suelo de madera, y el sonido de un tronco en la chimenea. Después de tantos meses de soledad, incluso el mero sonido de otro ser humano la reconfortaba.

—Señor Braxton… ¿Kevin? —se asomó por la puerta, y lo vio colocando bien la pantalla protectora que había delante del fuego—. ¿Podrías despejar una mesa?

—¿Para qué?

—Para que podamos comer… sentados.

—Ah, sí.

Ella volvió a meterse en la cocina, mientras él intentaba pensar en lo que iba a hacer con las pinturas, los pinceles y demás objetos que cubrían en total desorden la mesa que en su día se había utilizado para comer. Irritado por tener que renunciar a su espacio, fue dejando las cosas por la habitación.

—También he preparado unos bocadillos —dijo ella, al volver de la cocina con platos, vasos y cubiertos sobre una bandeja metálica de horno un poco torcida.

Avergonzado y algo nervioso, él fue hacia ella y se la quitó de las manos.

—No deberías cargar tanto peso —dijo con tono brusco.

Ella enarcó las cejas. Primero sintió sorpresa, ya que nadie la había mimado nunca, y aunque su vida nunca había sido fácil, en los últimos siete meses se había vuelto bastante dura. Después sintió gratitud, y lo miró con una sonrisa.

—Gracias, pero soy muy cuidadosa.

—Si eso fuera verdad, estarías en tu cama con las piernas en alto, y no atrapada en la nieve conmigo.

—Es importante hacer ejercicio —dijo, aunque se sentó y dejó que él pusiera la mesa—. Y también lo es comer —cerró los ojos, y disfrutó del aroma simple y fortificante de la comida.

—.Espero no haber gastado demasiadas cosas, pero una vez que he empezado, no he podido parar.

—No pasa nada —dijo él, al agarrar medio bocadillo de queso, beicon y rodajas se tomate. La verdad era que se había acostumbrado a comer de pie en la cocina, y aquella comida caliente preparada sin prisas; se saboreaba mejor sentado y con un plato.

—Quiero pagarte por la comida y el alojamiento.

—No hace falta — él tomó una cucharada de sopa de pescado mientras la observaba. La forma en que ella levantaba la barbilla revelaba su orgullo y su fuerza de voluntad, y creaba un interesante contraste con su piel cremosa y su cuello esbelto.

—Te lo agradezco, pero prefiero pagar por lo que recibo.

—Esto no es el hotel Hilton — él se dio cuenta de que ella no llevaba ninguna joya, ni siquiera un anillo— Tú has cocinado, así que estamos en Paz. 

Laurent quiso protestar, su orgullo se lo exigía, pero lo cierto era que tenía poco dinero, aparte de los ahorros para el cuidado del bebé que había guardado en el forro de la maleta.

—Muchas gracias —tomó un sorbo de leche, aunque no le gustaba nada, mientras inhalaba el delicioso y prohibido aroma del café—. ¿Llevas mucho tiempo viviendo aquí, en Colorado?

—Unos seis meses… no, siete.

Aquello le dio algo de esperanza. Por el aspecto de la cabaña, no creía que él pasara demasiado tiempo leyendo el periódico, y no había visto televisión en la cabaña.

—Debe de ser un sitio fantástico para pintar.

—De momento sí.

—Cuando he entrado no podía creerlo, he reconocido tu trabajo enseguida. Siempre lo he admirado, de hecho mi… un conocido mío, compró varias obras tuyas. Una de ellas era una enorme selva, parecía como si uno pudiera perderse en ella y estar completamente solo.

Él recordaba el cuadro, y por extraño que pareciera, le había transmitido la misma sensación. No estaba seguro, pero creía que lo había comprado alguien del este… de Nueva York o Boston, quizás de Washington. Si la curiosidad que sentía por aquella mujer no se desvanecía, una simple llamada a su agente bastaría para refrescarle la memoria.

—No has mencionado de dónde vienes.

—No —se limitó a contestar ella.

Aunque su apetito había desaparecido, siguió comiendo. 

¿Cómo había podido ser tan tonta como para describirle el cuadro? El comprador había sido Terry, quien simplemente había chasqueado los dedos y había hecho que sus abogados lo compraran en su nombre, porque a ella le había gustado.

—Llevo un tiempo en Dallas —admitió al fin. Había vivido allí dos meses, hasta que se había enterado de que los detectives contratados por los Conningwood estaban investigando discretamente sobre su paradero.

—No tienes acento tejano —comentó él.

—No, supongo que no. Debe de ser porque he vivido por todo el país —aquello era cierto, y ella consiguió sonreír de nuevo—. Tú no eres de Colorado.

—San Francisco.

—Sí, recuerdo haberlo leído en un artículo sobre tu trabajo y tu vida —decidió que lo mejor sería que hablarán sobre él. Por experiencia, sabía que los hombres se distraían fácilmente si eran el centro de la conversación—. Siempre he querido visitar San Francisco, parece una ciudad preciosa con la bahía, las casas antiguas… —soltó un suspiro sofocado, y se tocó el vientre.

—¿Qué pasa?

—Nada, el niño está un poco inquieto.

Aunque ella volvió a sonreír, Kevin notó que sus ojos tenían sombras de cansancio y que había palidecido otra vez.

—Mira, no tengo ni idea de embarazos, pero mi sentido común me dice que deberías estar acostada.

—La verdad es que estoy cansada. Si no te importa, me gustaría descansar un rato.

—La cama está allí —él se levantó, y como no sabía si ella podría hacerlo por sí sola, le ofreció una mano.

—Lavaré los platos después, si… —su voz se apagó cuando le flaquearon las piernas.

—Espera — él la rodeó con los brazos, y experimentó la extraña y apabullante sensación de notar cómo el bebé se movía contra él.

—Lo siento. Ha sido un día muy largo, y supongo que me he excedido un poco — Laurent sabía que debería apartarse de él, pero había algo delicioso en poder apoyarse en el duro y sólido cuerpo de un hombre—. Estaré bien después de tomar una siesta.

No se rompió en mil pedazos, como él había creído al principio, pero parecía tan suave y delicada que Kevin se la imaginó disolviéndose en sus manos. Habría querido reconfortarla, seguir abrazándola y sentirla apoyada contra él, confiando en él, necesitándolo. Se dijo que era un tonto por pensar así, y la alzó en brazos.

Ella empezó a protestar, pero se sintió aliviada al poder descansar los pies.

—Debo de pesar una tonelada.

—Eso esperaba, pero la verdad es que no.

Ella se echó a reír, a pesar de lo exhausta que estaba.

—Eres todo un galán, Kevin.

Él sintió que su incomodidad se iba desvaneciendo mientras la llevaba al dormitorio.

—No suelo flirtear con mujeres embarazadas.

—No te preocupes, te has redimido al salvar a esta de una tormenta de nieve . — Con los ojos cerrados, sintió que la dejaba sobre una cama. Quizás no fuera más que un colchón y una sábana arrugada, pero se sintió en el paraíso.

—Muchas gracias.

—Estás diciendo eso cada cinco minutos —la cubrió con un edredón que había visto tiempos mejores, y añadió—: Si de verdad quieres darme las gracias, duérmete y no te pongas de parto.

—Vale. ¿Kevin…?

—¿Qué?

—¿Seguirás comprobando si ha vuelto la línea del teléfono?

—Sí —ella estaba casi dormida, y él sintió una punzada de culpabilidad por presionarla estando tan vulnerable, ya que en ese momento no parecía capaz ni de espantar a una mosca, pero aun así no pudo evitar preguntarle :

—¿Quieres que llame a alguien por ti?, ¿a tu marido tal vez?

Ella abrió los ojos. Aunque estaban nublados de cansancio, lo miró con expresión seria y él se dio cuenta de que aún seguía más que alerta.

—No estoy casada ni tengo familia. —dijo ella con claridad. —No hay nadie a quien llamar.

Capítulos gratis disponibles en la App >

Capítulos relacionados

Último capítulo