#5:

En el sueño estaba sola, pero no tenía miedo, ya que se había pasado gran parte de su vida en soledad y se sentía más cómoda así que rodeada de gente. Estaba inmersa en una atmósfera etérea, aterciopelada… como el paisaje marítimo que había visto colgado en una de las paredes de la cabaña de Kevin.

Curiosamente, podía oír el murmullo del océano en la distancia, aunque en algún rincón de su mente sabía que estaba en la montaña. Iba caminando por una niebla perlada, con la cálida arena bajo los pies. Se sentía a salvo, fuerte y extrañamente despreocupada; hacía mucho que no se sentía tan libre, tan tranquila.

Sabía que estaba soñando; de hecho, eso era lo mejor de todo, y de haber podido se habría quedado para siempre en aquella dulce fantasía. Sería increíblemente fácil mantener los ojos cerrados, y aferrarse a la paz del sueño.

Entonces el niño empezó a llorar, a gritar, y las sienes comenzaron a palpitarle al oír su llanto desesperado. Empezó a sudar, y el puro color blanco de la niebla empezó a oscurecerse hasta convertirse en un gris oscuro y amenazador. El aire perdió toda calidez, y el frío la golpeó y la heló hasta los huesos.

El llanto parecía venir de todas partes y de ninguna, el eco reverberaba a su alrededor mientras buscaba frenética al niño. Jadeante, intentando respirar, luchó por avanzar entre aquella niebla que iba envolviéndola y espesándose. 

El llanto se fue haciendo más fuerte, más desesperado, y Laurent sintió que el corazón le martilleaba en el pecho, que su respiración se volvía entrecortada y que sus manos temblaban.

Entonces vio la hermosa cuna blanca, con encajes rosados y volantes color azul, y sintió un alivio tan grande que le flaquearon las rodillas.

—No pasa nada —murmuró al levantar al bebé en sus brazos—. No pasa nada, estoy aquí.

Laurent sintió el cálido aliento del pequeño en su mejilla, el peso en sus brazos mientras lo acunaba y lo arrullaba. La rodeó el dulce aroma de los polvos de talco mientras lo mecía, murmurando y calmándolo, y empezó a apartar la mantita que ocultaba el pequeño rostro.

Y de repente, descubrió que lo único que sostenía en sus brazos era una manta vacía.

Kevin estaba sentado en la mesa donde habían comido, esbozando la cara de Laurent y pensando en ella, cuando la oyó gritar. El sonido fue tan desgarrado, tan cargado de desesperación, que rompió el lápiz en dos antes de levantarse de un salto y salir corriendo hacia el dormitorio.

—Oye, ya está —la tomó por los hombros sin saber qué hacer, pero cuando ella empezó a sacudirse con fuerza, tuvo que luchar por controlar su propio pánico.

—Tranquila, ¿te duele algo?, ¿es el niño?, por favor, dime lo que pasa.

—¡Me han quitado a mi hijo! —su voz rebosaba histeria, pero entrelazada con furia—. ¡Ayúdame!, ¡me han quitado a mi hijo!

—Nadie te ha quitado a tu hijo —ella seguía luchando contra él con una fuerza sorprendente, y de forma instintiva la rodeó con los brazos.

—. Ha sido un sueño, tu hijo está bien, mira —la agarró por la muñeca, donde el pulso latía desbocado, y la obligó a poner la mano sobre su vientre—. Los dos estáis a salvo, relájate antes de que te hagas daño.

Cuando sintió la vida que latía bajo su mano, ella se derrumbó contra él. Su bebé estaba seguro en su interior, donde nadie podía tocarlo.

—Lo siento, he tenido una pesadilla.

—No pasa nada —sin ser consciente de ello, él empezó a acariciarle el cabello, a acunarla como ella había hecho con el niño de sus sueños, a mecerla con ternura en un movimiento ancestral de consuelo.

—Haznos un favor a los dos, y tranquilízate.

Ella asintió, sintiéndose protegida y abrigada, algo que había experimentado en escasas ocasiones a lo largo de sus veinticinco años de vida.

—Estoy bien, de verdad. Supongo que es el trauma del accidente.

Él se apartó de ella, enfadado consigo mismo al darse cuenta de que quería continuar abrazándola, amparándola. Cuando ella le había pedido ayuda, había sabido que haría lo que fuera por protegerla, aunque no había entendido por qué. Era como si hubiera estado inmerso en su propio sueño, o como si de alguna forma hubiera entrado a formar parte del de ella.

En el exterior seguía cayendo una cortina de nieve, y la única luz en el dormitorio era la que entraba desde la sala de estar. Era tenue y ligeramente amarillenta, pero aun así podía ver a Laurent con claridad, y sabía que ella también podía verlo. Quería respuestas, y las quería en ese mismo momento.

—No me mientas. En circunstancias normales no me metería en tus asuntos personales, pero sólo Dios sabe por cuánto tiempo vas a tener que estar bajo mi techo.

—No te estoy mintiendo —dijo ella, con voz tan calmada y firme, que habría sido muy fácil creerle—. Perdona si te he alarmado.

—¿De quién estás huyendo, hmm?

Ella se quedó mirándolo con aquellos enormes ojos azules sin decir palabra. Él se levantó de golpe y empezó a pasearse de un lado a otro de la habitación, pero ella permaneció inalterable; sin embargo, cuando él volvió a sentarse en la cama con un gesto brusco y le tomó la barbilla, ella se quedó tan inmóvil que él habría jurado que por unos segundos había dejado de respirar. Aunque la idea era ridícula, tuvo la sensación de que estaba preparándose para recibir un golpe.

—Sé que tienes algún problema, y quiero saber cuan grave que es. ¿Quién te persigue, y por qué?

Ella permaneció muda, pero movió una mano instintivamente para proteger al bebé que llevaba en su seno. Como era obvio que el bebé era la clave del asunto, éll decidió empezar por allí.

—Tu hijo tiene un padre —dijo con lentitud—. ¿Estás escapando de él?

Ella negó con la cabeza.

—Entonces, ¿de quién?

—Es algo complicado.

Él enarcó una ceja, y señaló con la cabeza hacia la ventana.

—Tenemos un montón de tiempo. Si el clima sigue así, puede que pase una mana hasta que vuelvan a abrirse las carreteras.

—Me iré en cuanto esté despejado. Cuanto menos sepas, mejor será para los dos.

—No me vengas con esas —Gabe permaneció unos segundos en silencio, mientras intentaba aclararse las ideas—. Creo que el bebé es muy importante para ti.

—No hay nada que sea o pueda serlo más.

—¿Crees que la ansiedad que llevas encima es buena para él?

Él vio el instantáneo brillo de dolor en sus ojos, la preocupación, y la forma casi imperceptible en que pareció cerrarse en sí misma.

—Algunas cosas no pueden cambiarse —Laura respiró hondo, y añadió:

—La verdad es que tienes derecho a preguntarme.

—Pero tú no piensas responderme, ¿verdad?

—No te conozco de nada, pero no tengo más remedio que confiar en ti hasta cierto punto, y sólo puedo pedirte que tú hagas lo mismo conmigo.

Él apartó la mano de su barbilla y dijo:

—¿Cómo sé que puedo hacerlo?

Laura apretó los labios, consciente de que él tenía razón; sin embargo, estar en lo cierto a veces no bastaba.

—No he cometido ningún crimen, y no me persigue la policía. No tengo familia, ni marido que me busque. ¿Te parece suficiente?

—No. Lo aceptaré por esta noche porque tienes que dormir, pero hablaremos por la mañana.

Era un respiro… uno corto, pero Laura había aprendido a agradecer los pequeños regalos de la vida. Asintió y esperó a que él saliera de la habitación, y cuando la puerta se cerró tras él y la envolvió la oscuridad, volvió a tumbarse en la cama. Sin embargo, tardó mucho, mucho tiempo en poder volver a quedarse dormida.

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