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Sacrifico y ambición

 

En la mansión de los Cimarros, la elegante Emperatriz se encontraba junto a su madre, Maruja. Esta última, una mujer de ambiciones desmedidas, había disfrutado del lujo proporcionado por su esposo, Miguel. Proveniente de una familia humilde, Maruja había conquistado a Miguel, un hombre millonario, con el objetivo de asegurar su futuro. Sin embargo, nunca imaginó que su esposo sería un adicto al juego, lo que eventualmente conduciría a la ruina financiera de la familia.

 

—Es extraño que tu padre aún no haya llegado —comentó Emperatriz, visiblemente preocupada—. He notado que está muy cabizbajo y deprimido. La hipoteca de la fábrica y de esta casa lo afecta profundamente.

 

Maruja, con un tono de desdén, respondió:

 

—Tu padre salió supuestamente a buscar una solución a la deuda, pero me pregunto cómo lo logrará si no tiene un solo centavo.

 

—Podríamos considerar la venta de algunas de nuestras joyas —sugirió Emperatriz, esperanzada.

 

Maruja la miró con incredulidad:

 

—¿Qué insensatez estás diciendo? No voy a vender ninguna de mis joyas. Tu padre debe resolver esta situación, ya que estamos en quiebra gracias a sus malas decisiones.

 

—Solo intento ayudar, mamá. ¿De qué nos sirven esas joyas si ya no asistimos a eventos sociales? Ni siquiera nos invitan las amistades que teníamos cuando éramos prósperos.

 

Maruja se levantó del sillón, visiblemente molesta:

 

—Te advierto, Emperatriz, que no voy a deshacerme de nada. ¡De eso ni hablar!

 

En ese instante, la puerta se abrió y ambas se quedaron en silencio, atentas a la llegada de Miguel. Él entró con una expresión de profunda aflicción, la mirada fija en el suelo, incapaz de enfrentar a su esposa y su hija.

 

—Papá, por fin llegaste —exclamó Emperatriz—. Nos tenías muy angustiadas. ¿Cómo te fue con el señor Salinas? ¿Lograste llegar a un acuerdo?

 

Miguel, con los ojos llenos de lágrimas, se sintió abrumado por la culpa. Maruja, al notar su silencio, se acercó a él.

 

—Miguel, ¿qué ocurrió? Tu hija te hizo una pregunta. ¿Tienes idea de la angustia que hemos pasado desde que te fuiste?

 

—Mamá, por favor, dale un respiro a papá —intervino Emperatriz—. Acaba de llegar. Esperemos que se relaje y nos cuente qué sucedió.

 

Miguel se sirvió un trago y lo tomó de un solo golpe. Luego, con voz temblorosa, les dijo:

 

—Hablé con Rogelio. Vine de su oficina, pero la propuesta que me hizo para saldar la deuda es algo que no puedo aceptar.

 

Maruja, impaciente, interrumpió:

 

—¡Por Dios, Miguel! ¿Qué te propuso Rogelio Salinas que no puedes aceptar? Tenemos derecho a saberlo.

 

—Ya ha sido suficiente con soportar esta angustia desde que nos dijiste que hipotecaste la fábrica y la mansión —añadió Emperatriz, tratando de contener su curiosidad.

 

Con lágrimas en los ojos, Miguel miró a su hija, devastado. Finalmente, con voz quebrada, confesó:

 

—Rogelio está dispuesto a perdonar toda la deuda y pagar la hipoteca de la fábrica y de esta casa, pero… quiere que te cases con él.

 

Emperatriz se echó hacia atrás, llevándose la mano a la boca, horrorizada.

 

—¿Qué? ¿Casarme con ese hombre? ¡Dios mío, qué horror!

 

Maruja, sorprendida, exclamó:

 

—¿Es en serio? ¿Quiere casarse con nuestra hija?

 

—Sí, es en serio —respondió Miguel, sintiéndose cada vez más miserable—. ¿Me crees capaz de jugar con algo así?

 

Maruja, para sorpresa de todos, reaccionó de manera inesperada:

 

—¡Pero sería una solución excelente! Se resolvería nuestra situación económica y recuperaríamos el prestigio familiar. Imagina, con un hombre como Rogelio Salinas, dueño de la cadena de hoteles más prestigiosa del país. ¡Recuperaríamos nuestro estatus!

 

Emperatriz, atónita, miró a su madre:

 

—¿Estás hablando en serio? ¿Estás dispuesta a sacrificarme por dinero?

 

La tensión en la sala aumentó, y las miradas se cruzaron, cada una cargada de emociones contradictorias. La familia Cimarros se encontraba en una encrucijada, y el futuro de todos pendía de un hilo.

 

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