El sol bañaba las estrechas calles de la ciudad con un resplandor dorado, proyectando sombras alargadas sobre los edificios de piedra y las fachadas antiguas. A esa hora, las calles estaban llenas de vida, con los mercados funcionando a pleno ritmo y la gente yendo y viniendo en su rutina habitual. Nadie prestaba demasiada atención a la fila de camiones de reparto estacionados en una bodega discreta, en las afueras del puerto. Parecían transportes comunes, parte del engranaje de la ciudad. Pero lo que llevaban dentro estaba lejos de ser legal.Dante observaba todo desde la sombra de un almacén, con los brazos cruzados sobre el pecho y un cigarro encendido entre los labios. A su alrededor, varios de sus hombres se movían con precisión casi militar, revisando las cajas, confirmando los números, asegurándose de que todo estuviera en orden antes de que los camiones partieran.—Esto se ve bien —comentó Fabrizzio, cerrando una caja y asegurándola con cinta adhesiva—. Deberíamos tener todo l
La brisa mediterránea susurraba entre los olivos, llenando el aire con el aroma fresco de la tierra y la sal del mar distante.Svetlana caminaba lentamente por los jardines de la mansión, con su brazo entrelazado con el de su padre. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que pudieron estar juntos de esa manera, sin miedo a las sombras que los acechaban. Alexei, sin embargo, no compartía su tranquilidad. Sus ojos recorrían el paisaje con cautela, como si esperara que en cualquier momento la ilusión de seguridad se desmoronara.—No entiendo, hija. No entiendo qué demonios decides quedarte aquí —murmuró, deteniéndose para mirarla con el ceño fruncido—. ¿Por qué te trata tan bien ese italiano? ¿Por qué eres tan importante para él?Svetlana suspiró, mirando el cielo despejado antes de devolverle la mirada.—No es fácil de explicar, papá.—Pues inténtalo. Porque a mí me cuesta creer que un jefe mafioso de la ‘Ndrangheta se haya vuelto un buen samaritano de la noche a la mañana.Svetl
La casa estaba sumida en una tranquilidad engañosa. El murmullo del televisor llenaba el espacio con un sonido monótono, y el aire tenía ese aroma familiar de hogar, una mezcla de café y madera vieja. Tatiana estaba en el sofá, envuelta en una manta, sus piernas inmóviles bajo el tejido grueso. El control remoto descansaba en su regazo mientras sus ojos vagaban por la pantalla sin realmente ver lo que pasaban.Tres golpes secos en la puerta rompieron la quietud.Tatiana no se movió, pero su hermana, una mujer alta y delgada con el cabello recogido en un moño apretado, frunció el ceño y fue a abrir.En cuanto giró el picaporte, dos hombres irrumpieron en la casa.No empujaron ni gritaron. Simplemente entraron.La expresión de la mujer pasó de la sorpresa al miedo en un instante.—¿Qué…? —balbuceó, dando un paso atrás—. ¡Salgan ahora mismo o llamaré a la policía!Los hombres no dijeron nada.Uno de ellos, alto y de complexión fuerte, recorrió el espacio con la mirada. Sus ojos pasaron p
El comedor estaba iluminado con una cálida luz dorada, pero la atmósfera era cualquier cosa menos acogedora. La mesa, de madera oscura y pulida, estaba puesta con una elegancia sobria: copas de cristal tallado, cubiertos de plata, platos de porcelana. A primera vista, podría parecer una cena civilizada, pero bajo la superficie bullía una tensión densa, pesada...Dante Bellandi cortaba su filete con una calma meticulosa. Sus movimientos eran fluidos, precisos, como si nada en el mundo pudiera alterar su serenidad. Nada. Ni siquiera la mirada incisiva de Alexei, quien estaba al otro lado de la mesa, con los hombros tensos y la mandíbula marcada por la irritación contenida.Svetlana lo notaba. Oh, claro que lo notaba. Cada mínimo gesto, cada mirada fugaz. Entre su padre y Dante se libraba un duelo silencioso. Un duelo de dominio.El sonido de los cubiertos contra la porcelana parecía ensordecedor en el silencio cargado.Hasta que Alexei fue el primero en romperlo.—¿Y bien? ¿Piensa tener
La noche se había instalado sobre la mansión con un manto de silencio inquietante, interrumpido solo por el ocasional crujido de la madera y el murmullo lejano de los guardias apostados en las entradas. Svetlana se encontraba en su habitación, con la espalda apoyada contra la puerta, tenía la respiración aún alterada y su corazón latía con una furia sorda.Dante Bellandi la había exasperado.No solo con sus palabras, sino con su actitud, con la forma en que había convertido la cena en un campo de batalla entre él y su padre. Como si ella no tuviera voz, como si sus sentimientos fueran algo secundario en su lucha de egos.Por eso, cuando pidió a los guardias y enfermeras que le hicieran entender a Dante que no quería verlo, que esa noche él no tenía cabida en su espacio, sintió un mínimo respiro de control. Al menos eso podía decidirlo ella.Pero, claro, Dante no era un hombre que aceptara un “no” como respuesta.El sonido de pasos firmes resonó en el pasillo. No necesitó verlo para sa
El sol apenas despuntaba en el horizonte cuando Dante ya estaba en el gran salón, rodeado de sus hombres más cercanos. La estancia, decorada con muebles de caoba y estanterías repletas de libros viejos, despedía el particular aroma de tabaco y cuero envejecido. Sobre la mesa principal, una botella de whisky sin abrir y varios vasos de cristal aguardaban, reflejando la tenue luz de la mañana.Dante se encontraba sentado en la cabecera, con el semblante sereno pero la mirada afilada. Fabio, Fabrizzio, Jacobo y Luca estaban con él, cada uno con una taza de café humeante en las manos.—Los Cavielli están moviendo mercancía en Gioia Tauro —comentó Jacobo, con una expresión tensa—. Tres cargamentos en menos de dos semanas. Eso no es casualidad.Dante giró el anillo de oro en su dedo anular, un gesto casi imperceptible que delataba su estado de alerta.—¿Cómo lo están haciendo? —preguntó sin levantar la voz, pero con la gravedad suficiente para que todos supieran que esperaba respuestas inme
Afuera, el sol brillaba con fiereza sobre los jardines impecables y las fuentes de mármol reflejaban la luz con destellos casi cegadores. Los guardias estaban apostados en cada rincón, reforzando la sensación de que aquella propiedad era una fortaleza impenetrable.En una de las terrazas, Dante Bellandi estaba rodeado por varios de su personal de servicio. Con un cigarro entre los dedos y el ceño fruncido, daba órdenes con su tono grave y autoritario.—Quiero que limpien la casa de huéspedes más grande —dijo, expulsando el humo con calma calculada—. Manden a alguien a cambiar las sábanas, repongan los artículos de baño y asegúrense de que haya comida suficiente en la despensa.Fabio, que estaba tomando nota mentalmente, asintió.—¿Desea alguna decoración especial, jefe?Dante chasqueó la lengua con impaciencia.—No es un hotel de lujo, Fabio. Solo quiero que sea habitable y cómoda para ellos. Que no les falte nada mientras estén aquí.—Sí, señor. En un par de horas estará listo.Dante
La luz del atardecer se filtraba a través de los ventanales del gran salón de la villa Bellandi, tiñendo de tonos dorados las paredes de piedra y los muebles de madera oscura. El murmullo de voces masculinas llenaba el espacio, los hombres de confianza de Dante debatían sobre los últimos movimientos de sus enemigos, sobre negocios, lealtades y amenazas que se cernían en la sombra.Pero Dante apenas escuchaba.Su mirada estaba fija en la copa de whisky que giraba entre sus dedos, su mente repasava una y otra vez, la imagen de Svetlana alejándose de él la noche anterior, con el rostro tenso y los ojos brillando de rabia.La había decepcionado.Y él, que jamás se preocupó por lo que pensaran las mujeres, se encontraba sumido en un estado de frustración que le quemaba el pecho. Había manejado todo muy mal.—Dante, ¿estás escuchando? —La voz de Fabio lo sacó de sus pensamientos.Dante parpadeó y alzó la mirada. Todos lo observaban, esperando una respuesta.—No.Fabio frunció el ceño, sorpr