Los zapatos de Dante crujieron sobre el césped humedecido por la sangre y los restos de cristal roto. A lo lejos, todavía sonaban algunos disparos aislados, pero en esa zona… en ese momento… reinaba un silencio de esos que anteceden al Apocalipsis.
Vladislav Petrov se detuvo a pocos metros. Dio un par de pasos más y levantó la barbilla, dejando que la brisa le acariciara el rostro como si nada lo perturbara. A su lado, Nikolai, más joven, más impetuoso, más envenenado por el deseo, flexionó los dedos dentro de los bolsillos como si intentara contener un estallido de furia reprimida.
—Bellandi —murmuró Vladislav con esa voz profunda, elegante y viperina—. Qué gusto verte, al fin, cara a cara.
Dante no respondió. Solo lo miró. Como si analizara cada músculo, cada gesto, cada intención escondida detrás de esos ojos grises.
Las paredes eran de concreto reforzado, sin una sola grieta. El silencio era denso. No llegaba ni un eco de los disparos, ni del caos que seguramente seguía rugiendo en la superficie. Solo el zumbido sutil del sistema de ventilación, y la respiración contenida de quienes se encontraban dentro.Svetlana apretaba los puños, los nudillos blancos, el corazón estrujado por una mezcla de miedo y desesperación. Su vestido de novia estaba sucio y rasgado en los bordes, y su rostro, aunque hermoso, estaba marcado por la angustia.A su lado, Tatiana sostenía en brazos a Anya, quien dormía tras haber llorado hasta el agotamiento. Alexei sentado a un lado de la silla de ruedas de su esposa, y no apartaba la vista de sus hijas.—Esto es culpa tuya —escupió Mirella de repente, con la voz llena de veneno, mirando a Svetlana como si fuera la portadora de todas las tragedias—. ¿Es que no lo ves?Svetlana abrió los ojos, herida. La miró, sintiendo cómo la culpa la atravesaba.—Desde que llegaste, comen
Minutos antes...El búnker, insonorizado y construido como un refugio impenetrable, ya no se sentía seguro. Las luces fluorescentes parpadeaban de forma intermitente, tiñendo las paredes de concreto de un blanco sucio, casi enfermizo. El aire, denso y cargado de miedo, se hacía más pesado con cada segundo que pasaba. Los estruendos afuera eran cada vez más cercanos, cada golpe contra la puerta de acero reforzado reverberaba en los huesos como si el mismísimo infierno estuviera intentando entrar.Detrás de una hilera de camas volcadas y una mesa de acero oxidada, Tatiana abrazaba a Ania con fuerza, sus cuerpos temblando al unísono. Enzo, escondido entre los brazos de Olivia, sollozaba en silencio, el rostro hundido contra su pecho. Alexei sabía que el niño estaba haciendo un esfuerzo por no gritar, por no dejar que el miedo lo venciera. Pero todos los presentes sabí
Dante la vio. Allí, entre el humo y las ruinas, estaba Svetlana. Con el vestido de novia rasgado, manchado de barro y sangre. Su cabello, que había sido cuidadosamente recogido, caía en bucles deshechos sobre sus hombros temblorosos. Sus ojos estaban abiertos de par en par, llenos de lágrimas y terror.También vio la pistola. La maldita pistola negra que Nikolai presionaba contra su sien.—No… —susurró Dante, y sintió que el suelo se le abría bajo los pies.Detrás de Nikolai, varios hombres armados apuntaban directamente a los suyos. A su madre, que apretaba los labios en una mezcla de furia y desesperación. A Olivia, pálida como una estatua. A Enzo, que se escondía detrás de su madre sin entender del todo lo que ocurría. A Tatiana y Anya, rodeadas, inmóviles, sabiendo que un solo movimiento en falso podía significar el fin.&
El olor a sangre y pólvora saturaba el aire, espeso como una tormenta sin descarga. El jardín de la villa Bellandi era ahora un cementerio improvisado, con cuerpos esparcidos entre los restos calcinados de la boda que apenas fue. Pero no había tiempo para lamentos. No para Fabio.—¡Dante! ¡Aguanta, por favor, no cierres los ojos! —gritó mientras apretaba el cuerpo inerte de su jefe contra su pecho, con las manos ensangrentadas y temblorosas.El auto negro chirrió al tomar la curva a toda velocidad. Atravesaron los portones del hospital privado, y no bien se detuvo, Fabio salió con Dante en brazos como si no pesara nada, como si la adrenalina lo hubiese vuleto de acero.—¡Ayuda! ¡Es Dante Bellandi, joder, que alguien lo atienda ya!Puertas corredizas. Gente herida por todas partes. Gritos. Camillas chocando. Hombres de la Camorra con vendas improvisadas, miembros de la Cosa
El frío fue lo primero que sintió.Luego un escalofrío recorrió su espina dorsal cuando la conciencia regresó como un golpe seco. Sus pestañas temblaron antes de alzarse con esfuerzo. La luz era tenue, amarillenta, como si el lugar entero se resistiera a ser visto con claridad.Svetlana parpadeó, confundida.Su cuerpo dolía. Su cabeza palpitaba.Y algo… algo apretaba sus muñecas.Movió una mano por instinto y el sonido metálico la hizo detenerse.Estaba encadenada.Las argollas de hierro sujetaban sus muñecas a los barrotes de una cama de hierro forjado. El colchón era delgado, húmedo en algunas zonas, cubierto con sábanas grises que olían a encierro.El vestido de novia colgaba de su cuerpo como una piel muerta. Sucio, desgarrado en la parte inferior, con el tul ennegrecido por el polvo y el barro. Restos de san
Dos días pasarondesde que el caos se desatóen la villa Bellandi. El mármol agrietado de las fuentes ya no rezumaba agua sino cicatrices. Las estatuas partidas y los escombros habían sido recogidos con manos temblorosas, manos que aún llevaban sangre seca entre las uñas. Los restos de los leales caídos —hombres que habían servido a Dante hasta su último aliento— ya habían sido enterrados en lo más alto del jardín, bajo los olivos, donde el viento aún olía a pólvora.Los cuerpos de los hombres de la Camorra y la Cosa Nostra habían sido reclamados por sus respectivas familias. Se los llevaron en silencio, sin discursos ni lamentos, porque en la guerra no hay tiempo para el duelo, solo para planear el próximo movimiento. Se hablaba en voz baja, entre las sombras de los corredores, de una alianza que se tejía con rabia y sed de venga
El salón era amplio, adornado con retratos antiguos y vitrinas de cristal que resguardaban botellas de whisky envejecido y armas de colección. El humo de los puros flotaba denso en el aire, mezclándose con el olor a cuero, sudor y resentimiento. Una única lámpara colgante bañaba la larga mesa de roble con una luz amarillenta, lanzando sombras largas sobre los rostros de los hombres reunidos allí.—Siempre lo supe —espetó un hombre de mandíbula cuadrada y ojos pequeños, exhalando una bocanada de humo—. Dante Bellandi fue un error de continuidad. Le dieron un trono solo porque nació con el apellido adecuado. Ni siquiera se ha manchado las manos como los verdaderos hombres.Una risa gutural resonó al otro lado de la mesa. Era Severino Cutraro, un viejo de piel curtida, barba rala y mirada astuta, con cicatrices que hablaban de una juventud violenta. Jugaba con un anillo g
—¡ALTO AL FUEGO O LE VUELO LOS PUTOS SESOS!El mundo se detuvo.—Mi sol —susurró Dante.Ahí estaba ella. Entre humo y ruinas. Con el vestido de novia roto, manchado de barro y sangre. Con el cabello suelto, deshecho. Ella estaba temblando con los ojos abiertos, llenos de miedo... de lágrimas.Y la pistola. Negra. Fría. Apretada contra su sien.La mano de Nikolai temblaba de rabia.—No… —Dante sintió que el suelo desaparecía.Detrás de Nikolai, varios hombres apuntaban a los suyos. A su madre, a su hermano pequeño...—¡BAJEN LAS ARMAS! —bramó Nikolai—. ¡AHORA!—¡BAJENLAS! —gritó Dante, con la voz rota.Todos obedecieron y el silencio cayó, más brutal que cualquier disparo.Nikolai sonrió con la boca torcida.—Mírame, Bellandi. Jaque mate, perro italiano.Dante no respiraba. Ella. Su sol. Su todo. Tenía una pistola apuntando a su cabeza.No podía moverse. No mientras ese hijo de puta la tuviera así. Ella lo miraba. Sin hablar. Pero sus ojos gritaban por ayuda. Las lágrimas trazaron surco