CAPÍTULO 60

Daniela admiró Roma, y cómo los envolvía en una magia serena, como si la ciudad supiera que ella y los niños necesitaban respirar algo distinto, algo nuevo. El viaje fue tranquilo, y al llegar, Daniela sintió que el aire le llenaba los pulmones con una ligereza que no sentía desde hacía mucho.

El llanto y la tristeza habían quedado cerrados por un momento, o al menos por ahora.

La casa donde se hospedaron no parecía una casa, sino una joya arquitectónica. Rodeada de cipreses, con una fuente de mármol al centro del jardín, y ventanales que dejaban pasar la luz dorada de la tarde romana. Daniela se quedó sin palabras al entrar; los niños corrieron por los pasillos de techos altos y suelos de mármol, descubriendo habitaciones con camas enormes, terrazas que daban al Tíber y una cocina que olía a pan recién horneado.

Víctor la observó con esa media sonrisa que ella empezaba a reconocer como orgullo.

—¿Qué opinas? —le preguntó, con las manos en los bolsillos.

—Es… hermoso —respondió Danie
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