Capítulo 3
Luna se levantó del suelo con un semblante apagado y planeó ir a recoger sus cosas.

Sin embargo, al bajar por la escalera de caracol, escuchó los murmullos entre los sirvientes.

—El señor se fue con un rostro sombrío.

—Quiero regresar a trabajar en la mansión, no aquí, sirviendo a esa mujer.

—Exacto, su hija es también un desperdicio. ¿La has visto?

—No, dicen que desde que nació no ha salido del hospital. Es pura enferma. Tener a esta madre e hija en la casa es realmente un maldito infortunio. Si yo fuera el señor, ya las habría echado.

—Es cierto que esa mujer es un poco desafortunada, pero si hubiera tenido un hijo, su situación sería mejor.

—No vale la pena tener compasión en ella. ¿No lo sabes? Hace años, usó trucos sucios y quedó embarazada para casarse con el señor. De lo contrario, con su condición, ¿cómo podría haberlo logrado? Para castigarla, Dios la hizo dar a luz prematuramente y, además, tuvo solo una hija que no sabe hablar.

—¿Qué? ¿Es muda? ¿O tiene alguna discapacidad intelectual?

—Pues no lo sé. De todos modos, la familia Muñoz no reconoce a esa niña. ¡Shh, ahí viene ella! No siguen con el tema.

—¿Por qué tienes miedo? ¿Y qué si nos escucha? Aunque se queje, ¿quién le creería?

Cuando escucharon que Luna bajaba, las dos sirvientas se dieron la vuelta, mostrando en sus rostros una expresión de desdén y encima, de arrogancia.

Luna escuchó claramente la conversación. Resultaba que, en esa villa, incluso las sirvientas la consideraban así… Les dijo indiferente:

—A partir de mañana, ustedes regresan a la Mansión. No tienen que seguir trabajando aquí.

—Pues me alegro de hacerlo —una de las sirvientas se rio despectivamente.

—Exacto, ¿por qué tiene esa confianza de ser la dueña? —la otra también se quejó.

Dicho esto, se quitó el delantal y lo arrojó al suelo mientras se marchaba sin mirar atrás.

La villa estaba ahora vacía.

Luna fue a recoger todas sus pertenencias. Además de algunas prendas que usaba a diario, toda la ropa de lujo, joyas y bolsos que Leandro le había dado, los envió a una tienda de segunda mano para su reciclaje. Le dejó a la tienda la cuenta de Leandro para devolver de manera directa el dinero al hombre. En cuanto a la tarjeta de crédito de platino y la llave de la villa, las colocó en un sobre y las envió por mensajería a la oficina de Leandro.

En ese momento, ella le había devuelto todo lo que podía.

Después de hacerlo, salió de la villa, sin mirar atrás. Luna tomó un taxi hacia el Hospital Santa María para tramitar el alta de Sía.

Una enfermera salió del pabellón con Sía. Al entregársela a Luna, su expresión era como si se quitara un gran peso de encima.

La niña tenía unos grandes ojos. Aunque su rostro era algo pálido, aun así, mostraba su belleza innata.

Sin embargo, la mirada de esos ojos bonitos no se posó en Luna, sino que vagaba por el lugar o se mantenía baja.

Luna se agachó y la abrazó, hablándole suavemente:

—Sía, vengo a llevarte a casa. ¿Puedes llamarme mami?

No obstante, Sía no le respondió, ni habló ni mostró reacción alguna.

La enfermera mostró sin oculto su desprecio y le dijo:

—Ella tiene autismo. No puede hablar.

Luna sintió un punzante dolor en el corazón al escuchar esas palabras. Levantó bruscamente la mirada y le lanzó una mirada de advertencia a la enfermera:

—¡Ella es completamente normal! Le daré todo mi amor para que crezca feliz.

La enfermera puso los ojos en blanco:

—Como quieras.

Esa frase le atravesó el corazón de Luna como un cuchillo, porque Leandro le había dicho lo mismo.

Qué frase más fría e indiferente…

Luna contuvo el dolor en su interior, levantó a Sía en sus brazos y se fueron sin decir nada más.

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