Solo entre las dos

Aurora sentía cada bache del camino como una punzada en las costillas. El motor rugía y el traqueteo metálico de las puertas cerradas era lo único que llenaba el silencio. El interior de la camioneta estaba envuelto en penumbra, con un leve olor a cigarro, sudor viejo y gasolina que le revolvía el estómago.

Iba en el asiento trasero, acurrucada contra la puerta, como si esa cercanía con el borde le pudiera dar alguna forma de escape. Pero no la había. No ahora.

Ulises no decía nada, pero de vez en cuando la miraba por el retrovisor. No era una mirada rápida ni casual. Era una mirada larga, húmeda, cargada de una mezcla enfermiza de deseo y control. Como si ya no la viera como una persona, sino como un objeto que le pertenecía.

—Siempre fuiste terca. Lo bueno es que yo puedo corregirte —dijo, rompiendo el silencio, mientras mojaba sus labios pasando lentamente su lengua.

Aurora no respondió. Mantuvo la vista fija en la ventana, viendo cómo los árboles pasaban como fantasmas oscuros. No
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