Antonio bajó de la camioneta con un movimiento lento, pero firme. El viento helado de la tarde le revolvió el cabello y le hizo entrecerrar los ojos. Se detuvo un segundo, como para asegurarse de que todo a su alrededor seguía en orden. Luego, con pasos decididos, rodeó el vehículo hasta llegar al asiento del copiloto. Abrió la puerta con suavidad, como si temiera que cualquier gesto brusco pudiera romper algo frágil.Aurora estaba sentada con las manos entrelazadas sobre su regazo. Su rostro estaba pálido, y los ojos, enrojecidos por el llanto, se negaban a mirar al hombre que se inclinaba ahora hacia ella.—Ven —le dijo Antonio, extendiendo una mano—. Ya estás a salvo, Aurora. Todo terminó. Muy pronto tendremos tiempo para hablar de todo… incluso de lo que pasó con Dante.Su voz tenía una calidez cuidadosamente medida, como si cada palabra fuera elegida con delicadeza. Aurora alzó la vista solo un instante, dudando. Luego, casi con resignación, colocó su mano temblorosa en la de él.
Antonio se mantuvo en pie en medio del gran vestíbulo, rodeado por las sombras de la mansión y por sus hombres, que esperaban atentos a su señal. Su rostro era una máscara de calma oscura, el ceño fruncido, los labios apretados. Frente a él, Aurora, despeinada, con las muñecas enrojecidas por la fricción de las cuerdas, lo observaba con una mezcla de temor y rabia contenida.Sin apartar la mirada de ella, Antonio alzó una mano e hizo un leve ademán con los dedos. La señal era clara.—Llévenla a una de las habitaciones. —dijo con voz firme, implacable.Aurora dio un paso atrás, resistiéndose.—No —murmuró, con voz quebrada, pero decidida—. No pienso ir a ningún lado con ustedes.El hombre que se acercaba a sujetarla se detuvo apenas un instante, esperando una orden más clara.Antonio entrecerró los ojos y caminó lentamente hacia ella. Se detuvo a escasos centímetros, con la sombra de su figura proyectándose sobre el rostro de ella. La miró desde lo alto, con un desprecio helado.—Será
Dante empujó con violencia las puertas de la mansión, el eco de sus pasos resonando con furia contra los mármoles fríos del vestíbulo. La rabia le ardía en el pecho como fuego contenido, y su respiración era una sucesión de jadeos rabiosos. Su chaqueta estaba sucia, mal colocada, y sus ojos, normalmente serenos, eran ahora el espejo de una desesperación profunda y desgarradora.Aurora seguía desaparecida. Y él no sabía nada, absolutamente nada.Se llevó las manos al cabello, tirando con fuerza mientras maldecía en voz baja, como si con cada palabra tratara de expulsar la impotencia que lo estaba consumiendo desde adentro. Caminó en círculos, se detuvo, volvió a caminar. El silencio de la casa era insoportable. Todo estaba demasiado quieto. Demasiado vacío.Entonces, apareció Alonzo lentamente por la escalera con una taza de café en la mano, pero sin tomar un solo sorbo. Lo observó unos segundos desde lo alto, notando el temblor en los hombros de su hermano, la tensión en sus mandíbula
Dante alzó la vista, sus ojos cargados de furia contenida. La tensión en el aire era tan densa que cualquiera podría haberla cortado con un cuchillo. Miró a Alonzo, que se mantenía firme junto a él, como una estatua esculpida por la violencia y los años.—No voy a quedarme aquí esperando —dijo Dante con voz grave— Saldré a buscar a Aurora.Alonzo asintió lentamente, como si hubiese estado esperando esas palabras desde el momento en que supieron de su desaparición. No había sorpresa en sus ojos, solo una aceptación fría, una determinación idéntica a la de su amigo.Dante se giró hacia los hombres agrupados alrededor de la mansiónEran su gente de confianza, leales hasta la muerte.—¡Prepárense! —hablo con voz gruesa —Nos vamos. Quiero a todos listos en cinco minutos.No hubo dudas, no hubo preguntas. Los hombres comenzaron a moverse con rapidez, recogiendo fusiles, ajustando chalecos, revisando cargadores. Dante y Alonzo se dirigieron hacia una de las camionetas negras, blindadas, que
Dante salió del club con el ceño fruncido, el rostro cubierto por la sombra del su aura. La tarde era húmeda, el aire denso, cargado de una tensión que no se podía ignorar. No dijo nada al principio, simplemente caminó entre sus hombres, todos armados, todos atentos, como perros entrenados esperando la señal de su amo. Se detuvo junto a las camionetas negras que aguardaban en fila, encendidas, con el ronroneo de los motores listos para avanzar.—Suban a las camionetas. —La orden salió de su boca como un disparo seco. Los hombres reaccionaron al instante, sin titubeos. En segundos, las puertas se abrieron, los cuerpos se acomodaron y las armas se aseguraron en sus lugares.—Nos vamos al club del lado este, al club de Lucio. —agregó Dante mientras subía a la camioneta principal junto a Alonzo, que lo miraba de reojo, sabiendo que lo que venía no sería nada limpio.Las camionetas arrancaron, una detrás de la otra, deslizándose por las calles como un enjambre oscuro. No había necesidad d
Aurora abrió los ojos de golpe, jadeando suavemente, como si despertara de una pesadilla… solo para encontrarse atrapada en una aún peor. Su visión estaba borrosa al principio, pero pronto distinguió las sombras de la habitación: un lugar desconocido, rústico, con paredes de madera, una ventana sellada y la única fuente de luz. Intentó moverse, pero un tirón en sus muñecas la detuvo en seco. Ella estaba atada. Brazos extendidos a los extremos del cabecero, tobillos sujetos al marco de la cama. No podía moverse. No podía huir.El pánico trepó por su pecho como una serpiente helada, mientras una punzada de angustia le subió por el pecho como una marea oscura.—¿Qué… qué es esto? —susurró, aunque no había nadie para oírla.El pánico se apoderó de su cuerpo. Empezó a forcejear, la respiración se le aceleró. El sudor frío se mezclaba con las lágrimas que comenzaron a escurrirse sin que ella pudiera detenerlas.—¡No! ¡No! —exclamó con la voz rota. — ¿Dónde estoy?Al otro lado de una panta
Aurora dejó salir una lágrima al ver cómo Antonio subía cada vez sus manos por sus muslos, quería llorar, huir, quería acabar con el hombre en frente de ella.Mientras tanto, afuera comenzaba a llover como si fuera un diluvio universal.La lluvia comenzaba a caer con más fuerza sobre los ventanales de la mansión, como si el cielo presintiera el caos que estaba a punto de desatarse en su interior. El administrador del club lucio llegó empapado, con la camisa pegada al cuerpo y la respiración agitada. Sus pasos resonaron en la entrada como una advertencia. No se detuvo ni para secarse. Había urgencia en sus ojos, una mezcla de miedo y determinación, y aunque su cuerpo doliera por los golpes que le ha dado Dante y sus hombres debía hablar con su jefe.Uno de los guardaespaldas, apostado junto a la puerta principal, lo interceptó enseguida.—Necesito hablar con el jefe —dijo el administrador, sin molestarse en disimular la ansiedad que lo consumía.El guardaespaldas lo observó por un mo
Antonio apretó los dientes, la mandíbula tensa. Maldijo en voz baja, una maldición envenenada, dirigida al destino, a su primo, a todo. Dio un golpe seco a la mesa con el puño cerrado, el cristal vibró, pero no se rompió, mientras caminaba por toda la habitación.—¡Ulises! —rugió Antonio, girándose bruscamente hacia el hombre que esperaba en el umbral de la puerta. —¡Llévate a Aurora de aquí ahora mismo! ¡Antes de que ese maldito de Dante llegue!Ulises asintió con frialdad. No necesitaba explicaciones. Caminó con pasos firmes hacia la cama donde Aurora estaba amarrada. Ella, al verlo comenzó a forcejear con más fuerza, la piel de sus muñecas ya en carne viva.—¡No! ¡Suéltenme! —gritó, con la voz desgarrada por la desesperación. —¡No me toques! ¡NO!Antonio salió de la habitación, sin mirar atrás. No podía soportar la voz de la Aurora. No ahora. No cuando el infierno ya estaba desatado.Ulises se giró lentamente hacia ella, una sombra de sonrisa en sus labios partidos.—Qué horrible