Ulises comenzó a besar a Aurora, jadeante, sobre la piel del cuello, como un animal que huele su presa.—Suéltame —dijo ella, con voz firme a pesar del temblor.Ulises levantó la cabeza, aún con la sonrisa torcida en los labios.—Lo siento, muñeca… pero mi amiguito quiere empezar a divertirse un rato —dijo Ulises restregando su polla contra la pelvis de Aurora.Entonces Ulises la jaló del cabello con fuerza. Aurora soltó un grito ahogado, pero no por el dolor… sino por la oportunidad.En un movimiento tan rápido como desesperado, su mano se alzó y colocó la navaja en el cuello de Ulises. El filo se apoyó contra su piel con precisión quirúrgica. Su rostro cambió de inmediato, mientras la sonrisa de Ulises desapareció.Los ojos se abrieron, primero por sorpresa, luego por miedo real.Aurora no dudó, estaba firme, decidida a dar su vida si fuese necesario, pero no dejaría que ese hombre colocará en dedo encima de ella.—Te dije que me soltaras… o sería tú quien muriera, se muy bien que
La luz menguante del ocaso dibujaba sombras alargadas en el sendero, mientras la mente de Antonio se impregnaba de inquietud por lo que podría encontrar al llegar.Al alcanzar la cabaña, las puertas entreabiertas dejaban entrever un ambiente caótico y desolado. Con cautela, Antonio empujó la madera desvencijada y se internó en el interior oscuro. Pronto, su mirada se posó en una figura tendida en el suelo, Ulises, notablemente herido, yacía con una pálida sombra de lo que había sido su arrogancia. El rostro de Ulises estaba marcado por la sorpresa y el dolor, mientras una fina capa de sudor mezclada con sangre adornaba su cuello.Sin perder un instante, Antonio se adelantó y con voz áspera, interrogó.—¿Qué pasó aquí? ¿Dónde está Aurora? —preguntó Antonio caminando fijamente hacia Ulises.Ulises, con dificultad para mover la cabeza, levantó la mirada buscando en el rostro de Antonio una respuesta que le permitiera comprender el caos reciente. Con tono entrecortado y cargado de pesa
El viento cortaba la noche con una violencia inusitada, levantando papeles, bolsas vacías y el polvo reseco que cubría la acera frente al edificio de apartamentos donde vivía Antonio. Las farolas parpadeaban, como si intuyeran la presencia de algo oscuro aproximándose. La figura imponente de Vittorio se materializó desde las sombras, flaqueado por tres hombres vestidos de negro, sus rostros duros y atentos, los ojos escaneando la calle en busca de amenazas invisibles.Vittorio levantó la vista hacia el edificio. Su mandíbula marcada se tensó.—Entren. Revisen todo, busquen a Aurora. No regresen sin una respuesta —ordenó Vittorio con la voz grave como un trueno contenido.Los hombres no dijeron nada. Solo asintieron y cruzaron la puerta principal, forzando la cerradura sin pestañear. Vittorio se quedó en la entrada, las manos a la espalda, observando con desprecio el mundo que lo rodeaba. Mientras sus hombres revisaban cada rincón del lugar destrozado casi todo a su pasó, Vittorio ex
Antonio bajó de la camioneta con un movimiento lento, pero firme. El viento helado de la tarde le revolvió el cabello y le hizo entrecerrar los ojos. Se detuvo un segundo, como para asegurarse de que todo a su alrededor seguía en orden. Luego, con pasos decididos, rodeó el vehículo hasta llegar al asiento del copiloto. Abrió la puerta con suavidad, como si temiera que cualquier gesto brusco pudiera romper algo frágil.Aurora estaba sentada con las manos entrelazadas sobre su regazo. Su rostro estaba pálido, y los ojos, enrojecidos por el llanto, se negaban a mirar al hombre que se inclinaba ahora hacia ella.—Ven —le dijo Antonio, extendiendo una mano—. Ya estás a salvo, Aurora. Todo terminó. Muy pronto tendremos tiempo para hablar de todo… incluso de lo que pasó con Dante.Su voz tenía una calidez cuidadosamente medida, como si cada palabra fuera elegida con delicadeza. Aurora alzó la vista solo un instante, dudando. Luego, casi con resignación, colocó su mano temblorosa en la de él.
Antonio se mantuvo en pie en medio del gran vestíbulo, rodeado por las sombras de la mansión y por sus hombres, que esperaban atentos a su señal. Su rostro era una máscara de calma oscura, el ceño fruncido, los labios apretados. Frente a él, Aurora, despeinada, con las muñecas enrojecidas por la fricción de las cuerdas, lo observaba con una mezcla de temor y rabia contenida.Sin apartar la mirada de ella, Antonio alzó una mano e hizo un leve ademán con los dedos. La señal era clara.—Llévenla a una de las habitaciones. —dijo con voz firme, implacable.Aurora dio un paso atrás, resistiéndose.—No —murmuró, con voz quebrada, pero decidida—. No pienso ir a ningún lado con ustedes.El hombre que se acercaba a sujetarla se detuvo apenas un instante, esperando una orden más clara.Antonio entrecerró los ojos y caminó lentamente hacia ella. Se detuvo a escasos centímetros, con la sombra de su figura proyectándose sobre el rostro de ella. La miró desde lo alto, con un desprecio helado.—Será
Dante empujó con violencia las puertas de la mansión, el eco de sus pasos resonando con furia contra los mármoles fríos del vestíbulo. La rabia le ardía en el pecho como fuego contenido, y su respiración era una sucesión de jadeos rabiosos. Su chaqueta estaba sucia, mal colocada, y sus ojos, normalmente serenos, eran ahora el espejo de una desesperación profunda y desgarradora.Aurora seguía desaparecida. Y él no sabía nada, absolutamente nada.Se llevó las manos al cabello, tirando con fuerza mientras maldecía en voz baja, como si con cada palabra tratara de expulsar la impotencia que lo estaba consumiendo desde adentro. Caminó en círculos, se detuvo, volvió a caminar. El silencio de la casa era insoportable. Todo estaba demasiado quieto. Demasiado vacío.Entonces, apareció Alonzo lentamente por la escalera con una taza de café en la mano, pero sin tomar un solo sorbo. Lo observó unos segundos desde lo alto, notando el temblor en los hombros de su hermano, la tensión en sus mandíbula
Dante alzó la vista, sus ojos cargados de furia contenida. La tensión en el aire era tan densa que cualquiera podría haberla cortado con un cuchillo. Miró a Alonzo, que se mantenía firme junto a él, como una estatua esculpida por la violencia y los años.—No voy a quedarme aquí esperando —dijo Dante con voz grave— Saldré a buscar a Aurora.Alonzo asintió lentamente, como si hubiese estado esperando esas palabras desde el momento en que supieron de su desaparición. No había sorpresa en sus ojos, solo una aceptación fría, una determinación idéntica a la de su amigo.Dante se giró hacia los hombres agrupados alrededor de la mansiónEran su gente de confianza, leales hasta la muerte.—¡Prepárense! —hablo con voz gruesa —Nos vamos. Quiero a todos listos en cinco minutos.No hubo dudas, no hubo preguntas. Los hombres comenzaron a moverse con rapidez, recogiendo fusiles, ajustando chalecos, revisando cargadores. Dante y Alonzo se dirigieron hacia una de las camionetas negras, blindadas, que
Dante salió del club con el ceño fruncido, el rostro cubierto por la sombra del su aura. La tarde era húmeda, el aire denso, cargado de una tensión que no se podía ignorar. No dijo nada al principio, simplemente caminó entre sus hombres, todos armados, todos atentos, como perros entrenados esperando la señal de su amo. Se detuvo junto a las camionetas negras que aguardaban en fila, encendidas, con el ronroneo de los motores listos para avanzar.—Suban a las camionetas. —La orden salió de su boca como un disparo seco. Los hombres reaccionaron al instante, sin titubeos. En segundos, las puertas se abrieron, los cuerpos se acomodaron y las armas se aseguraron en sus lugares.—Nos vamos al club del lado este, al club de Lucio. —agregó Dante mientras subía a la camioneta principal junto a Alonzo, que lo miraba de reojo, sabiendo que lo que venía no sería nada limpio.Las camionetas arrancaron, una detrás de la otra, deslizándose por las calles como un enjambre oscuro. No había necesidad d