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Capítulo 3: La huida

★ Aria

No recordaba la mayoría de las cosas que hice la noche anterior. Mi mente estaba nublada por el alcohol y la confusión, y el dolor que sentía en la cabeza era tan intenso que deseaba poder desvanecerme en la oscuridad.

Al abrir los ojos, me encontré en una cama ajena, y la figura del hombre a mi lado parecía una silueta borrosa en medio de la oscuridad. La cabeza me daba vueltas y el ardor en mi hombro me hacía sentir que había sido herida, pero no podía entender por qué no había marcas visibles.

Me incorporé lentamente, tratando de no hacer ruido para no despertar al hombre que yacía a mi lado. El susurro de la tela y el roce de mis movimientos parecían ensordecedores en la tranquilidad del lugar. Sentía un dolor punzante en el hombro, una sensación que no podía relacionar con algo específico. La mordida que había sentido antes no dejaba de atormentarme, una sensación animal y salvaje, casi como el mordisco de Tobirama. Mi mente trataba de reconstruir la noche, pero los recuerdos permanecían en sombras, imprecisos y aterradores.

—Debo irme —murmuré para mí misma, tratando de no hacer ruido.

Miré alrededor, tratando de localizar mis prendas. No recordaba en qué momento me las había quitado o dónde las había dejado. Sentí una oleada de vergüenza y angustia. ¿Qué demonios había hecho?

Finalmente encontré mi ropa esparcida por la habitación. Me vestí apresuradamente, mi cuerpo estaba dolorido por la falta de sueño y el cansancio. La sensación de haber estado con un completo desconocido me llenó de repulsión.

Me sentía como si hubiese cometido un grave error, y la idea de haber entregado mi virginidad de esa manera me hacía sentir aún más miserable. Me preguntaba si el hombre que estaba a mi lado pensaría que era una estúpida ofrecida. No podía soportar la idea de que alguien pensara mal de mí, especialmente después de lo que había sucedido.

Salí de la habitación con la mayor discreción posible. El sol ya estaba asomando en el horizonte, y la luz de la mañana me golpeó con una intensidad dolorosa. Mi piel parecía arder bajo el calor del sol, y mi temperatura corporal parecía elevarse aún más. Cada paso que daba me hacía sentir más débil, y la culpa y la desesperación me rodeaban como una niebla.

En la calle, paré un taxi con esfuerzo. El conductor me miró con curiosidad, pero no dije mucho; solo le di la dirección a casa. El viaje en taxi se sintió interminable. Mi mente estaba llena de imágenes fragmentadas de la noche anterior, mezcladas con el dolor físico y emocional que no podía ignorar. Me preguntaba si lo que había experimentado era un sueño, una fantasía que se había tornado en una pesadilla.

Cuando llegué a casa, Tobi, mi hermoso perro, no me recibió como de costumbre. Solía correr hacia mí, moviendo la cola con entusiasmo, pero en esta ocasión, me observó con una especie de distancia, como si notara algo extraño en mí. Mi corazón se hundió al ver que mi fiel compañero no estaba reaccionando como siempre.

—Tobi... pequeño, ven con mamá —le dije con voz suave, intentando coaccionar su afecto. Pero él se acercó lentamente, me olfateó de manera desconcertante y luego se alejó, como si yo fuera un extraño. La indiferencia de Tobi solo aumentó mi sensación de soledad.

—Tobi, cariño —insistí, pero él simplemente se tumbó en su cama, apartando la mirada. La tristeza que sentía se volvía casi insoportable. Me dirigí a la ducha con una urgencia desesperada. Necesitaba el agua fría para calmar mi piel ardiente y despejar mi mente, aunque sabía que no podía borrar lo que había pasado.

Mientras el agua caía sobre mí, mi mente volvía a repasar la figura de ese hombre, el roce de su piel contra la mía, la forma en que me tocaba con una intensidad salvaje, casi posesiva. Recordaba el dolor cuando rompió mi barrera virginal, un dolor que parecía inhumano y desolador. Escuché un gemido que no parecía humano, un sonido que todavía resonaba en mi mente. No podía entender por qué había sentido que me mordían, pero al examinar mi hombro, no había señales de mordidas o marcas.

Con el paso de los minutos, mi fiebre se intensificó. Miré mi reflejo en el espejo después de salir de la ducha; mis mejillas estaban rojas y mi piel parecía pálida y transpirada. La fiebre y el malestar físico me hacían sentir aún más desesperada. Estaba sola en casa, sin nadie que pudiera cuidar de mí o brindar apoyo. La soledad era una carga pesada sobre mis hombros. Ni siquiera Tobi podía ofrecerme consuelo en ese momento.

En un intento por buscar ayuda, decidí llamar a Gloria y Vanessa, mis amadas amigas. Necesitaba que me compraran medicamentos, algo que aliviara el dolor y la fiebre que me consumían. Pero a pesar de varias llamadas, ninguna de las dos contestó. Mi frustración creció con cada tono de llamada que resonaba en el vacío. Me preguntaba si estaban ocupadas o si había algo más, ya que ellas no solían ignorarme, no hasta ahora.

—¿Por qué no responden? —murmuré para mí misma, con desesperación y cansancio. La soledad se hacía más palpable, y el dolor en mi cuerpo parecía intensificarse con cada minuto que pasaba.

Me tumbé en el sofá, tratando de encontrar una posición cómoda, pero el malestar no me daba tregua. Miraba el teléfono, esperando que una de mis amigas regresara la llamada, mientras la sensación de fiebre y dolor persistía. La ansiedad crecía, y el hecho de estar sola solo agravaba mi malestar.

Me sumí en pensamientos oscuros y desalentadores. La noche anterior parecía un rompecabezas incompleto, y cada pieza que intentaba encajar solo traía más confusión y angustia. Sentía que había perdido algo crucial, algo que no podía recuperar. La imagen del hombre a mi lado y las sensaciones que experimenté se mezclaban en emociones conflictivas.

Finalmente, cuando la desesperación parecía alcanzar su punto máximo, un mensaje de texto llegó a mi teléfono. Era de Gloria, quien se disculpaba por no haber respondido antes. Había estado en una reunión y no pudo contestar. Me ofreció su ayuda y prometió ir a comprarme lo que necesitaba. Aliviada, le agradecí y le proporcioné una lista de medicamentos que podrían aliviar mi fiebre y dolor.

Mientras esperaba su llegada, me recosté en el sofá, tratando de relajarme y dejar que el tiempo pasara. La espera fue larga, y cada minuto parecía extenderse infinitamente. Miraba el reloj y deseaba que el tiempo se moviera más rápido. Finalmente, Gloria llegó con una bolsa llena de medicamentos y una botella de agua. Su presencia era un rayo de esperanza en medio de mi desesperación.

—Siento mucho que estés pasando por esto, Aria —dijo Gloria con preocupación y empatía mientras me entregaba la bolsa.

—Gracias, Gloria. No sé qué habría hecho sin ti —respondí, sintiendo un leve alivio al ver a una amiga en quien podía confiar.

Tomé los medicamentos con gratitud y me recosté en la cama. Gloria se quedó un rato, hablando conmigo y tratando de distraerme de mis pensamientos tormentosos. Su apoyo era reconfortante, y aunque el dolor no desaparecía por completo, sentía que estaba un poco más cerca de encontrar una solución a mi malestar.

Cuando finalmente Gloria se fue, me sentí un poco más tranquila, aunque el malestar persistía. La noche se acercaba nuevamente, y me encontraba sumida en la misma confusión y dolor de la mañana. Sin embargo, había algo reconfortante en saber que no estaba completamente sola, al menos por ahora.

Con el paso de las horas, me encontraba recostada tratando de encontrar algo de paz en medio del tumulto emocional y físico que experimentaba. La fiebre seguía siendo un problema. Sin embargo, mientras la noche caía, seguía preguntándome qué había ocurrido realmente y cómo podría enfrentar las consecuencias de lo que había sucedido.

Finalmente, me di cuenta de que no había mucho más que pudiera hacer en ese momento. La espera para ver si las cosas mejorarían se hacía interminable. Miré el teléfono una vez más, esperando algún mensaje de Vanessa o algún signo de que las cosas podían mejorar, pero la pantalla permaneció en silencio.

La fiebre me venció y me quedé dormida.

En mis sueños, veía la figura de ese hombre como si me llamara, pero no podía verlo claramente. Ni siquiera me atreví a averiguar con quién había pasado la noche anterior; no quería ni imaginarlo. Sin embargo, era extraño: mi cuerpo ardía y parecía que deseaba estar cerca de ese hombre, incluso en mis sueños. Podía sentir en mi piel el calor de sus caricias y oír cómo me llamaba.

«Aria», escuché mi nombre en un susurro y me desperté, pero no había nadie allí.

Giré la cabeza hacia la ventana, y mi vista se perdió en una enorme luna llena y roja que brillaba en el cielo.

Me quedé observándola por un momento hasta que el cansancio me venció una vez más.

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