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Luna Solitaria
Luna Solitaria
Por: Karen Bodouir
Una tarde de otoño

Camila notó las primeras contracciones, que indicaban la inminente llegada de su bebé al mundo, a primera hora de la tarde. Maldijo entre dientes, porque era una tarde lluviosa, y porque su marido estaba fuera, ayudando al Alfa de la manada a cuidar de los siervos de los alrededores.

Se dirigió hacia la casa que compartía con su marido, y con su hermana pequeña, y se sentó en una silla intentando aguantar el dolor.

- Camila, ¿dónde estás? Me ha parecido escuchar el sonido de la puerta de entrada.

Camila nunca se había sentido tan feliz como ahora al escuchar la voz de su hermana pequeña. La vio entrar en el salón, y se fijó en su joven rostro ovalado, y en su cabello rojizo cayendo sobre los hombros. Su expresión dulce adquirió un tono preocupado en cuanto vio a su hermana respirando entrecortadamente, y con la cara totalmente cubierta de sudor.

- Alana, menos mal que estás en casa, casi creía que tendría que hacer ésto sola. Por favor, avisa a la partera, es hora.

Camila vio la sombra de su hermana pasar a su lado, poco después, el sonido de la puerta cerrándose, y esperó pacientemente su regreso. Mientras las esperaba, intentó relajarse, pensar en paisajes tranquilos, como los de su tierra natal, y respirar hondo. Nada de ello sirvió para calmar el dolor que la traspasaba con cada contracción.

Alana y la partera no tardaron mucho en regresar, pero a ella le pareció que habían transcurrido semanas, desde que su hermana se fue en busca de ayuda. Su pequeña hermana, con cara asustada, y el pelo alborotado por la caminata hasta la casa de la partera, se arrodilló junto a ella, le dio la mano, y apretó con confianza.

- Tranquila, hermana, todo saldrá bien.

- A ver, a ver, muchacha, retírate, que tengo que examinar a esta mujer.

A Camila no le gustó el tono de la mujer oronda que iba a ayudarla a dar a luz, pero prefirió no decir nada, en esos momentos se sentía débil, y necesitaba que la ayudaran. La mujer le subió la falda del vestido, coló su mano por su cuerpo, y sin previo aviso, la introdujo en su interior, haciendo que Camila ahogara un grito de dolor e incertidumbre.

- ¿Puede tener más cuidado? Está sufriendo mucho, y es su primer parto.

La dulce voz de Alana me ayudó a tranquilizarme después del inadecuado comportamiento de la partera, le sonreí, haciéndole saber con mi mirada que todo estaba bien, pero la mujer no dejó que mi hermana se entrometiera entre nosotras.

- Mira, jovencita, no acepto órdenes de niñas maleducadas que viven de la caridad de la buena gente de estas tierras, así que,si no te vas ahora mismo de la habitación, seré yo quien me marche, y tú ayudarás a tu hermana a traer a este bebé al mundo.

Yo sabía de sobra de lo que a partera estaba hablando al decir que hermana vivía de la caridad, ya que había sido rechazada al nacer. Cuando nuestros padres vieron el color de su pelo, y su sexo, automáticamente la desheredaron, cumpliendo así con la tradición de expulsar a las mujeres de cabello color fuego.

Era una tradición estúpida, y nunca nadie había sido capaz de demostrar que las lobas de pelaje rojo sufrieran problemas mentales, pero todos consideraban que así era. Mi hermana, mi dulce compañera de juegos, había vivido toda su vida al margen de nuestra sociedad por el color de su cabello, y cuando conocí a mi pareja, puse como condición para nuestro apareamiento, poder llevármela conmigo.

No era muy común iniciar una vida en común con otra persona, pero mi compañero nunca puso problema. De hecho, me dijo que él no creía en esas estúpidas supersticiones, y que si lo deseaba, podía vivir en nuestra casa, como un miembro más. Yo lo amé aún más por ello, y acepté que me marcara como suya.

Pero nada fue fácil en nuestra convivencia. No con respecto a mi compañero, por supuesto, él me adoraba, y yo la amaba con toda mi alma, por lo que nos sentíamos completos en cuanto estábamos uno en brazos del otro. Pero como tardé en concebir un heredero, pronto comenzaron las habladurías. La mayoría culpaban a mi hermana de mi esterilidad, y decían que su mera presencia en nuestra casa causaba mi esterilidad. La realidad fue más cruel, pasé tres abortos, antes de completar un embarazo, pero nunca lo dije a nadie, no quería que me amargaran con comentarios aún más crueles sobre nuestra mala suerte con respecto a la descendencia.

Después de los tres abortos, dejé de tener esperanzas, incluso comencé a alejarme del lecho que compartía con mi compañero, no quería posibilitar la concepción de un nuevo ser, para luego perderlo en una riada de sangre y desilusión.

Por ello cuando confirmé mi cuarto embarazo, no lo dije a nadie, no pedí ayuda al curandero de la manada, y lo oculté mientras fue posible. En esta ocasión, los síntomas eran muy severos, y me pasé el primer trimestre de mi embarazo vomitando cada bocado que ponía en mi boca. Tuve que estar tumbada la mayor parte de esos tres meses, evitando las constantes náuseas que me revolvían el cuerpo, y cuando al fin cesaron, comprobé con ilusión y miedo, que mi cuerpo se había redondeado ligeramente en la zona del vientre.

Temí que volviera a repetirse el problema de los embarazos anteriores, aunque yo misma era consciente de que ya había superado la barrera de los tres meses, y ninguno de mis bebés anteriores lo había conseguido. Albergué esperanzas, y día a día, comprobé como mi vientre crecía, y como la alegría volvía a nuestra casa.

Hasta este momento, en el que me vi sudorosa, débil y subyugada por el dolor que marcaba el inicio del parto.

- Partera.- dije yo con mi mejor tono de desprecio.- Nadie hablará asía mi hermana en el futuro, ¿lo entiende?  Ella va a quedarse aquí, y permanecerá callada, ayudando en cuanto usted pida.

La partera no dijo nada, aunque frunció el ceño, y pude ver por su expresión que estaba barajando la posibilidad de marcharse y dejarnos solas. No lo hizo, supongo que porque mi compañero había pagado con antelación por sus servicios, y lo había hecho muy generosamente, y supongo que la idea de tener que devolver ese dinero, no le agradaba demasiado.

Pasaron varias horas en las que el dolor se acrecentó, y nada más sucedió. Yo, tumbada en mi cama, rezaba continuamente para que el niño naciera sin complicaciones. De acuerdo a lo que el curandero y la partera habían dicho, se trataba de un varón, fuerte y sano, que llenaría nuestro hogar de risas.

- Empuja, Camila, el bebé está a punto de salir, necesito que empujes con todas tus fuerzas. Tú, pelirroja, sujétala por los hombros, para que pueda empujar correctamente.

Mi hermana se colocó detrás de mi, me besó la coronilla, y me dijo en un tono dulce que quedaba muy poco sufrimiento, y que pronto tendría a mi bebé entre los brazos.

Con esa idea en mi mente, empujé a pesar del dolor, y grité con más fuerza de la que nunca he tenido, deseando ver el rostro de mi pequeño.

Poco después, escuché como la partera decía que ya estaba la cabeza fuera, y me exhortaba para que hiciera un poco más de esfuerzo, y alumbrara a mi hijo. No tardó demasiado en salir de mi interior, dejándome dolorida y ansiosa por conocerlo. Escuché su llanto, fuerte, desgarrando el alba que ya comenzaba a iluminar nuestras calles, y supe en ese momento que algo no iba bien.

Alana también debió de intuirlo,  pues fue la primera en hablar.

- Disculpe, señora partera, ¿está bien mi sobrino? Me preocupa su silencio.

La partera estaba lavando al niño, lo había sumergido en una enorme palangana con agua limpia, y estaba quitando de su cuerpo los rastros de sangre y suciedad.

- Me temo que no.- dijo la oronda señora.

- ¿Qué le ocurre?.- pregunté yo con la voz congestionada por el miedo que sentía en este momento.

La mujer se acercó con el recién nacido, envuelto en una suave manta blanca, y me lo tendió con descuido.

- Es una niña, y pelirroja.

En cuanto hubo pronunciado esas palabras, se fue de la sala, dejándonos a Alana y a mi solas con el bebé.

Yo observé el bello rostro del pequeño, y comprobé que efectivamente había nacido niña, y con un gracioso matojo de pelo rojo en su pequeña cabeza. No le di importancia, porque sabía que nuestra casa no sería rechazada, ya tendría tiempo para enseñarle que las supersticiones son algo estúpido, y que no albergan ninguna verdad.

- Lo siento, Camila, sé que esperabais un niño.

- No digas bobadas, Alana, esta criatura es perfecta, sé que todos la querremos tanto, que no sufrirá por las maledicencias de unos pocos.

Pero me equivocaba, por supuesto. Lo descubrí pocos días después, cuando un grupo de siervos, alentados por la partera, y aprovechando que mi compañero aún no había podido regresar de su viaje, incendiaron nuestra casa.

Alana me despertó con un empujón fuerte, que me sacó del sueño profundo en el que estaba sumida, y solo tuvimos tiempo para coger al bebé, y unas mantas con las que cobijarnos. Salí a la calle,  renqueante por los dolores del parto, que aún me molestaban ligeramente, y encontré rostros familiares en nuestra puerta. Al principio, pensé que habían acudido a ayudar,  luego vi sus ceños fruncido, y supe que no era así.

- ¿Es que no vais a ayudar a extinguir este incendio?-clamé yo con los brazos en alto.

- Bastante hemos aguantado, hemos dejado que mantuvieras a esa loba de cabellos rojos, y ahora ha embrujado tu casa, la única forma de solucionarlo es con fuego.

- ¿De qué estáis hablando?.- dijo Alana.

- Lo sabes de sobra, malcriada.- dijo la partera que había asistido mi parto.- tu hermana y su compañero te acogieron por caridad, y tú has recompensado su sacrificio embrujando a tu hermana, y haciendo que dé a luz a una niña de cabello igual al tuyo.

- Yo no he hecho nada, usted estuvo presente en el parto.

- Por eso mismo.- dijo ella, levantando su mano acusadora.- tú no te moviste de su lado,  y durante todas esas horas, hiciste que su heredero se transformara en esa abominación que ahora sostienes entre tus brazos.

Alana se echó a llorar, y los vecinos se burlaron de su debilidad, le gritaron, le pidieron que confesara su culpabilidad, y ella solo repetía que nunca había querido hacerme daño. Yo lo sabía, por supuesto qu era consciente de ello, pero también estaba segura de que los siervos no iban a dejarnos en paz sin cobrarse su venganza.

Ellos pensaban que Alana era una bruja, y querrían su cabeza por ello, y si las cosas seguían el ritmo que tenían ahora, eso no tardaría en suceder. Así que, decidí hacer un sacrificio que me partió el alma por la mitad.

- Es cierto.- comencé a decir en un tono lo suficientemente alto para acallarlos.- esta loba ha hecho que mi primogénito sea una hembra, y además con cabellos como el fuego, pero no creo que lo haya hecho con maldad.

- ¿Pero qué dices?.- dijo Alana.

Yo la miré con mi cara de hermana mayor, y ella bajó su voz inmediatamente, esperando a ver qué estaba tramando. Afortunadamente, su mirada mostraba que no creía mis palabras.

- Por la consideración que siempre habéis tenido a mi familia, y a la de mi compañero.- continué yo.- os pido que las dejéis irse.

- No podemos.- dijo la partera.-  ha embrujado esta casa, y a saber cuantos lugares más.

- Como vosotros mismos habéis dicho, esta casa se ha purificado al ser quemada.  Si le hacéis daño, podría liberar algún tipo de maldición, en cambio, si la dejáis irse con el bebé, estoy segura de que se comprometería a no volver a poner un pie en estas tierras. ¿Es así, bruja pelirroja?

Alana me contempló con el rostro cubierto de lágrimas, yo le dirgí una mirada compasiva, que esperaba que mostrara todo el dolor que en ese momento sentía. Ella me guiñó un ojo, sin que nadie la viera, y supe que comprendía mi plan.

- Es así, solo quería una compañera, si me dejáis irme en paz, prometo no hacer daño a nadie.

Los siervos se miraron entre si, extrañados, con aquella proposición que los había pillado por sorpresa, pero que parecía ser la solución a todos sus males, y pronto comenzaron a asentir, con ovillos brillantes.

- Sea así. Te marcharás esta noche, si más posesión que lo que llevas puesto, y no volverás a. Poner un pie sobre esta tierra, o en caso contrario, serás condenada a morir en la horca.

Alana me miró con una expresión indescriptible, y yo fijé mis ojos en mi pobre hija, que pocos días después de nacer, ya había comprobado la maldad que albergan algunos corazones. No pude siquiera abrazarlas, tuve que contentarme con un leve roce de nuestras manos, y una mirada profunda, y entonces, las dejé partir en busca de un futuro más prometedor que el que les esperaba en estas tierras.

Acompañé a la comitiva hasta el límite de nuestras tierras, escondiendo el dolor que cruzaba mi cuerpo de recién parida, y conteniendo las lágrimas que pugnaban por arrasar mi rostro. Cuando las vi cruzar el límite de nuestras tierras, me quedé contemplando su paso rápido hasta que no pude verlas más, y supe inmediatamente que nunca más volvería a saber nada de mi hija, y de mi hermana.

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