Los secretos de Bell
Los secretos de Bell
Por: Merfevi
PRÓLOGO

Aún me parece increíble, como si hubiera pasado ayer, la primera vez que vi a Dominic Nolan. Yo tenía catorce años, una edad en la que mi experiencia amorosa se limitaba a suspirar por personajes ficticios. Y entonces, mi hermano Martín decidió traer a casa a su “nuevo mejor amigo”. ¿Su nombre? Dominic Nolan, un chico de diecinueve años que parecía salido de una novela de romance adolescente. Podría decir, con total vergüenza, que fue mi primer gran amor platónico. Ah, porque yo trataba de captar su atención con todas mis fuerzas… ¿Él? Él apenas notaba que existía.

Mi adoración llegó a niveles tan extremos que, sí, me convertí en una escritora en ciernes por él. Me lancé al mundo de la Nube, publicando historias tan ridículas que si las leyera hoy, probablemente me pondría colorada de vergüenza. ¡Escribía desde el móvil! Historias en las que Dominic y yo éramos protagonistas de cuentos ingenuos: el príncipe y la princesa, el chico malo y la chica nerd, mi primer beso, mi primer novio… En fin, la crema y nata de la inocencia adolescente.

Con el tiempo, mi obsesión solo fue creciendo, y justo cuando empezaba a considerar dedicarle un poema o, peor, una canción, Dominic y Martín se fueron a la universidad. ¡Una semana estuve de duelo! ¿Cómo iba a sobrevivir sin mi hermano, mi mejor amigo? Él era quien me ayudaba en matemáticas, me calmaba cuando mis padres discutían, y me sacaba por helado cada fin de semana. La vida iba a cambiar, y vaya que cambió.

Dos años después, justo cuando la rutina familiar parecía estabilizarse, llegó la peor noticia. Un policía apareció en nuestra puerta y, con el tono más solemne que había escuchado en mi vida, nos dijo: “Señores Brok, lamento informarles que su hijo Martín falleció ayer en un ataque armado en el campus universitario…” Sentí que el mundo se detenía. Mi hermano, mi héroe, se había ido para siempre.

Fue entonces cuando nuestra casa se llenó de gente, ofreciendo sus condolencias. Yo solo quería encerrarme y escribir, perderme en mi propio mundo, pero mis padres me prohibieron hacerlo. Así que escapé al jardín, donde la multitud se sentía lejana. Estaba allí, buscando un rincón donde llorar a solas, cuando vi a Dominic. Claro, el muy guapo, bajo la luz de la luna, discutiendo con alguien en voz baja. Me escondí detrás de unos arbustos, pero no dejaba de pensar en lo increíblemente bien que le quedaba esa camisa que marcaba cada uno de sus músculos. En medio de mi trance, escuché algo que me dejó helada:

—¡No quiero errores! Esos malditos pagarán por la muerte de mi amigo, te lo aseguro.

Mis ojos se abrieron de par en par. Dominic, mi crush, estaba listo para desatar una venganza digna de una película de acción. Apenas procesaba lo que había oído cuando él se giró y, con una precisión digna de un halcón, me vio escondida.

—Bell, sal de ahí —ordenó. Ah, sí, claro. ¡Justo como lo había imaginado! Mi primer cara a cara con Dominic y, por supuesto, era en el funeral de mi hermano. Quise hacerme la despistada.

—¿Desde hace cuánto estás ahí escondida? —me preguntó, con esa mirada fulminante que solo él sabía poner.

—¿Escondida? No sé de qué hablas. Solo estaba paseando cuando escuché que mencionabas mi nombre y, pues, decidí acercarme. —Él soltó una risa irónica.

—Ahora entiendo por qué Martín te llamaba "pequeña mentirosa".

Y ahí, como si fuera un golpe directo al corazón, comencé a llorar. Solo recordar ese apodo me desmoronó. Dominic, sin decir más, me acercó y me abrazó con fuerza.

—Bell, Martín no era solo mi amigo, era como un hermano. Su muerte no quedará impune; te lo prometo.

Apenas pude murmurar, con la cara enterrada en su pecho:

—¿Lo prometes, Dominic? ¿Prometes vengar a mi hermano?

—Te lo prometo, pequeña.

—¡Izabell! ¡Bell! ¿Dónde estás? —Escuché a mi madre gritar desde la puerta.

Dominic me soltó con cuidado y me dijo en voz baja:

—Es mejor que vuelvas. No le digas a nadie que me viste aquí.

Asentí, mientras él se inclinaba para darme un beso en la mejilla antes de desaparecer en la noche. Esa fue la primera y última vez que estuve tan cerca de él.

Cuando me acerqué a mi madre, intenté mantener la compostura.

—¿Con quién estabas? —me preguntó.

—Con nadie, mamá. Solo quería aire fresco.

—Pero te vi con alguien.

—No, mamá, ya te dije que estaba sola. Tú no estás bien, deberíamos volver adentro.

Ese día descubrí una habilidad que no sabía que poseía: la capacidad para mentir, algo que en ese momento me pareció de lo más normal. Tiempo después, sin embargo, me daría cuenta de que esa habilidad estaba muy lejos de ser algo común.

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