A medida que se acercaba la fecha Abreu se fue poniendo nervioso.
No tuvo otro remedio que reaparecer por su despacho y entre que debía atender la burocracia retrasada y culminar las gestiones para juntar el dinero --aquel tipo no quería billetes de 500--, cuando vino a darse cuenta era jueves y aquella noche tocaba encuentro.
Ni siquiera la peste a colonia barata que dejaron aquellos dos matones a su paso hizo que desclavara los codos de la sucia larga barra. Me limité a alzar la vista desde el vaso de bourbon a los ojos del camarero y a exclamar:- ¡Es una zorra!, no se merece a alguien como yo. ¡Lo que merece es que le den por culo! El vocerío se volvió murmullo por un instante en La Gaviota, a la entrada de Batista. En otra época se habría apagado por completo hasta verlo sentarse sin encarar a nadie, pero el paso del tiempo castiga por igual.Antonio Batista, medio siglo en este mundo, ex comisario de Policía, había dejado de ser El Toni cuando con apenas cuarenta años le dio tal paliza a un delincuente que fue imposible impedir que las fotos acabaran en los periódicos2
Varios trozos de cristal junto a mi cara, salpicaduras de sangre y una mancha de ácido que ya no volvería a salir del piso.Desperté preguntándome si realmente ocurrió o todo había sido una pesadilla, pero la amargura de mi boca no dejaba espacio a la duda. Abreu era una paradoja en sí mismo.Sus padres le habían abandonado de pequeñito, pero todos le conocían por el apellido. Se dedicaba a la actividad pública, pero odiaba a la gente. Era un histriónico tratando de comportarse como un caballero. Estaba casado con una mujer preciosa pero gustaba de relaciones homosexuales furtivas. Y había descubierto el poder del miedo, pero para vencer sus propios complejos. Era una mezcla de inseguridad y mezquindad perversa4
Batista leyó los documentos una vez más. Se había servido de un viejo amigo que le debía un par de favores para hacerse con una copia del expediente.La foto de La Tribuna era de las menos duras. Alguien se había ensañado con el vagabundo. Aquello no fue una simple pelea por una botella de vino o un par de monedas. “Vosotros, los que habéis matado, sois una raza aparte.Vuestra paloma tiene un zureo lúgubre especial,porque está llorando por la persona que mataste”. Abreu disfrutaba de las vistas en una de las terrazas privadas del Club, con su restaurante a media montaña desde el que se dominaba la ciudad y con reservados que lo mismo servían para abrir cremalleras bajo las mesas que para cerrar suculentos negocios.Nadie lo anunció, pero el perfume fuerte y dulzón que precedía siempre a Berenguer lo animó a dejar volar su codicia en voz alta: Pulsó con desconfianza y cierto nerviosismo el botón del ascensor mientras giraba sobre sí misma para admirar los detalles de la decoración del hall.Una sola figurita de cristal de aquellas que había en las mesas que servían para separar los sofás de cuero costaba lo que ella ganaba sirviendo copas cada fin de semana.6
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