Los malos también dormimos la siesta
Los malos también dormimos la siesta
Por: Jbtsk
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Ni siquiera la peste a colonia barata que dejaron aquellos dos matones a su paso hizo que desclavara los codos de la sucia larga barra. Me limité a alzar la vista desde el vaso de bourbon a los ojos del camarero y a exclamar:

- ¡Es una zorra!, no se merece a alguien como yo. ¡Lo que merece es que le den por culo!

El camarero hizo un gesto, una especie de advertencia que envolvía un ruego de calma, pero ya era tarde. El más alto de los tipos había rodeado mi hombro con su brazo.

Acusé el peso, pero no hice por sacudirme: las cadenas de oro que asomaban a la altura de su pecho, el perfume penetrante, ese mar de pelos... me tenían hipnotizado.

- ¿Qué pasa? ¿Tenemos mal beber, no?, preguntó el extraño.

- ¡Es una zorra!, insistí.

- Ya, ya. Y hay que darle por el culo. Todos te hemos escuchado.

La satisfacción por el eco de mis palabras desapareció casi al tiempo que el otro me soltaba un guantazo en la cara, seco, sonoro, como una ola rompiendo contra las rocas. Y la cosa no hizo sino empeorar.

- A las mujeres hay que respetarlas…, un poco --se sonrió--. Además, ¿sabes lo que tiene que doler que te abran el culo? Seguro que nunca te lo han hecho --se rió ya el matón, desvelando una mala idea que dos metros más allá la afilada mirada de su compañero anunciaba haber cogido al vuelo.

Al instante me sentí transportado. Me llevaban en volandas y no había opciones, sólo me quedaba dejarles hacer.

Con los brazos estirados por arriba de la cabeza y la chaqueta encima de la espalda me tumbaron boca abajo en la mesa más cercana.

El pequeño agarraba con fuerza, tirando de las mangas, el otro desabrochaba mis pantalones y antes de proceder se dirigía al camarero, único espectador impasible de lo que allí estaba sucediendo.

- ¡Vamos a quitarle a este mentecato las ganas de meterse con las mujeres! A las mujeres hay que respetarlas..., un poco.

Me bajó los calzoncillos. Se abrió la bragueta y sacó su picha.

Aún hice un leve intento por zafarme, pero el mundo pesaba demasiado. Y él seguía a lo suyo.

- A las mujeres --casi veía revolotear las sílabas de una en una--, se-las-res-pe-ta. ¿Querías darle por el culo? Pues bien, vamos a empezar contigo. Cuando acabe me dirás si de verdad querías hacerle esto o no.

Entonces cogió una botella de cerveza que había en la mesa contigua, me abrió las nalgas y me la clavó de un golpe tan adentro como pudo.

Sentí un dolor agudo, las risotadas de los tipos que cargaban el ambiente de forma insoportable y una oleada de arcadas que sólo podía soltar por la boca. Todo eso a la vez.

Tambaleándome, con los pantalones a la altura de los tobillos y un hilillo de sangre escurriendo entre las piernas logré llegar al baño.

En pocos segundos vomité el medio litro de bourbon que había tardado un par de horas en tragar.

Agarré como pude el lavamanos y me empapé la cara. Lo poquito que quedaba de mí me miraba desde el otro lado de un espejo cuarteado, gritándome que ya no podía caer más bajo, y una sensación similar al vértigo se empeñaba en estrujar mi estómago.

Saqué la botella, muy despacio, y me subí los pantalones.

Antes de volver a lavarme tuve que meter nuevamente la cabeza en el váter. No quedaban restos. Estaba mareado y el agua fresca ayudaba, pero no había manera de apagar ese zumbido que amenazaba con estallar en mi cabeza.

Me recompuse lo mejor que pude.

Volví a la música, las luces del bar y las risas de aquellos dos capullos que acababan de humillarme.

Por fortuna, sólo el camarero había sido testigo.

Y continuaba allí, en una esquina de la barra, como si no hubiese movido un dedo durante el cuarto de hora de mi ausencia.

Miré de reojo a los dos tipos, que seguían divirtiéndose con la gracia.

Me acerqué despacio, con la botella en la mano.

El grandote estaba de espaldas y con el pequeño sostuve un cruce de miradas. Éste arqueó las cejas para avisar a su amigo, pero fue tarde también.

Sólo tuvo tiempo de enseñar el cigarrillo entre los labios, con una mueca de asco incluida, antes de que le estampara la botella en la cabeza con toda la fuerza de la que fui capaz, y caer redondo.

Fue en ese momento que reconocí el rostro del miedo en la cara del otro. Una mirada amargamente familiar. Unos ojos que hablaban de arrepentimiento, que han perdido todo resto de orgullo y se entregan.

La misma que había visto horas antes en los de Irene Revilla, mi recién estrenada esposa. El rostro de un miedo que paraliza y te desnuda y te deja en manos del adversario sin remedio.

Así me sentí: absolutamente poderoso.

No quedaba nada que perder. En la misma noche había descubierto a Irene con la cabeza enterrada entre las piernas de otra mujer, y se podía decir tranquilamente que me habían meado encima.

Rompí la botella contra el borde de la barra, avancé lentamente hacia el tipejo pequeñito, lo miré tan fijo que llegué a paralizarlo como un perdiguero a su presa, y cuando estuve a su altura le solté un escupitajo en la cara.

Luego salí a la calle en busca de aire.

Llovía.

Llovía un agua fuerte empeñada en purificar pensamientos envenenados.

Una tormenta de posibilidades se abría paso desordenadamente. Fuegos de artificio en una orgía mental imparable. Toda sensación física era una anécdota, incluso la sangre que escurría de mi mano y dibujaba mi rastro gotita a gotita.

No duró mucho. A la vuelta de la esquina cesaron las tormentas y volví a la realidad.

Cincuenta metros más allá, bajo la luz de un pequeño farol y escondido en un paraguas, un joven canturreaba a la espera de que el cajero automático de un banco escupiera.

No lo dudé un instante. Ahora tenía el control.

Me pegué a la espalda del chico, le puse la botella rota en el cuello y susurré:

- Sólo quiero el dinero. Piénsalo bien, tu vida vale más que un par de billetes. Quédate un rato aquí, y no mires hacia atrás cuando me vaya --añadí presionando un poco para resultar más convincente.

El joven no acertó a tartamudear siquiera, la cantinela olvidada.

Me volví despacio, seguro de que el muchacho tardaría en moverse.

Atravesé lentamente la ciudad celebrando la frialdad de mi primer atraco y jugué otra vez con el horizonte de posibilidades que abría este descubrimiento: el poder es un juego en el que gana quien aguanta más la mirada, y no tener nada que perder ayuda.

Eran casi las tres de la madrugada.

Irene estaría durmiendo y tocaba decidir: podía ignorarla un tiempo hasta que todo volviera a la normalidad, podía darle una tunda para que aprendiera, podía echarla a la calle sin más e incluso podía obligarla a hacer un trío.

Ahora, yo decidía.

Subí los escalones uno a uno y con desgana, como quien deshoja una margarita a sabiendas de que al final dirá que no.

Me detuve en el rellano, la puerta entreabierta, seguramente desde que había salido de forma atropellada, y sospeché que aún podía seguir acompañada.

Sólo la idea me enfureció hasta perder el control.

Apreté con el puño el trozo de botella que me hacía dueño del mundo y comencé a buscarla como un loco.

Ni en el salón, ni en la cocina, ni en la cama…, que aún se veía revuelta.

No acertaba a distinguir entre la mezcla de perfumes mientras mi cabeza redibujaba sus siluetas danzantes, el recuerdo de aquella visión me trajo nuevas arcadas, y corrí hacia el baño donde me topé con la bofetada definitiva a modo de despedida, escrita con carmín en el espejo.

Qué topicazo!, creo que pensé, de esta parte no me acuerdo bien, pero que caí al suelo y me quedé dormido, la botella al lado, después de vomitar hasta la bilis, es un hecho incontestable.

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