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Abreu era una paradoja en sí mismo.

Sus padres le habían abandonado de pequeñito, pero todos le conocían por el apellido. Se dedicaba a la actividad pública, pero odiaba a la gente. Era un histriónico tratando de comportarse como un caballero. Estaba casado con una mujer preciosa pero gustaba de relaciones homosexuales furtivas. Y había descubierto el poder del miedo, pero para vencer sus propios complejos. Era una mezcla de inseguridad y mezquindad perversa.

Abreu llegó a su despacho antes de las ocho, como cada mañana, y después de dar un rápido repaso a los titulares de los periódicos llamó a su secretaria por el interfono que se había hecho instalar para que las broncas fueran públicas cuando tenía audiencia:

- Anna, venga, con la agenda.

La secretaria lo sufría con una mezcla de admiración y asco, sobre todo cuando recordaba el día en que dictándole una carta se colocó a su espalda y masajeándole los pechos con las palmas de las manos le había susurrado al oído:

- Ahora puede usted marcharse, como una muchachita asustada, o quedarse conmigo para siempre. Le confesaré algo, no me gustan las mujeres. Pero necesito una secretaria en la que pueda confiar tanto como en mí mismo. Ahora los dos tenemos un secreto que guardar.

Y ella había optado por quedarse, paralizada, mitad estupor mitad miedo. Le hacía falta el dinero, y podría bastar con fidelidad y discreción para que su jefe no la molestara demasiado.

Abreu era el poder en la sombra dentro del Ayuntamiento. No le resultaba necesario dar la cara. Tenía al alcalde literalmente cogido por las pelotas: “Da igual quien tenga el protagonismo, lo importante es quien manda”, repetía una y otra vez a su secretaria, a veces porque lo creía de verdad y otras para recomponerse frente a sus complejos.

No la dejó abrir la puerta:

- Espere, Anna. Mejor póngame con La Tribuna.

La telefonista contestó con la voz cansada de siempre, alargando la última palabra:

- La Tribuna, dígameeee…

- Buenos días, ¿me puede poner con Vicente Pérez por favor?

- Mire, él es el encargado de la sección de Sucesos y no viene hasta la tarde señor. Acaba siempre de madrugada y...

- Ya sé que hace Sucesos --la cortó--, por eso lo llamo.

Hágame el favor de ponerme con el director.

- El director tampoco está señor…

- Escuche hija --se alteró un poco--, localice a uno o al otro, donde quiera que estén, y les dice que ha llamado el señor Abreu, de la Alcaldía. Y que estoy esperando a que me devuelvan la llamada. Rápido, y colgó sin esperar la respuesta.

Media hora más tarde, traicionado aún por el sueño, Pérez descolgaba el auricular:

- Hola, soy Vicente Pérez. Me han pedido que lo llamara.

- Ah, ¿por fin te has despertado hijo? --comenzó castigándolo Abreu--. Mira, te he llamado porque estamos un poco preocupados con las noticias sobre el muerto del callejón. Es puro sensacionalismo, y a la ciudad no le viene bien lo que cuentas. Ni a la ciudad ni al alcalde, claro. Así es que mira a ver si lo dejas ya o me obligas a hablar con tu director.

- Mejor hable con mi director --se defendió el periodista.

- Eso haré hijo, no dudes que lo haré --y cortó una vez más, dejando a Pérez con la palabra amarrada en la boca.

- ¡Anna! --gritó por el interfono aun sin público--, ¡venga a mi despacho!

La secretaria tardó segundos:

- Deje ahora mismo todo lo que esté haciendo y localíceme al director de La Tribuna. Aquí tiene el móvil. Insista hasta que lo coja.

Jorge Berenguer vio seis llamadas perdidas del despacho de Abreu al encender su móvil. Algo iba mal, pero aún así no devolvió la llamada.

No habían pasado cinco minutos y la secretaria volvía a intentarlo. Esta vez no tuvo más remedio que atender:

- Buenos días, ¿el señor Berenguer?

- El mismo que viste y calza --contestó, sabiendo de antemano lo que seguía.

- Le llamo de parte del señor Abreu. No se retire, que en seguida se lo paso.

Y allí estaba:

- Hombre, Jorgito, al final te encuentro.

- ¿Qué tal, amigo?

- Bien. Mira, acabo de hablar con tu redactor de Sucesos, y el cabrón me ha dado largas. Escucha, Jorge, tienes que parar lo del callejón. Las elecciones están a la vuelta de la esquina y esta sensación de inseguridad que vende tu periódico está empezando a hacernos daño.

- Es un buen chico, no se lo tengas en cuenta, sólo está un poco despistado. Oye, ¿por qué no nos vemos mañana a mediodía, comemos y hablamos?

- Mañana no, esta noche.

- Esta noche no puedo. Tengo que trabajar hasta tarde.

- Venga, Jorgito. Deja a cualquier machaca al frente. Esto es urgente. Quiero garantías de que no sacas más noticias que nos hagan daño. Por que si no el Ayuntamiento dejará de gastarse la fortuna que se está gastando en publicidad en tu periódico.

- No me amenaces.

- No es una amenaza, es lo que hay. Y no creo que al dueño le guste oírlo.

- Venga, esta noche a las diez... Oye, Abreu, y lleva esa información que me debes...

- Ja, ja, ja,… la llevaré --contestó--, consciente de que ya hablaban el mismo idioma y disfrutando de su pequeña victoria.

“Mariconazo”, pensó Berenguer sin decirlo en voz alta.

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