CAPÍTULO 2

Se inclinó despacio y besó los pequeños dedos del niño dormido. Era su sobrino y sin embargo no se parecía a ella, o a Lianna, mejor dicho. No había tenido que abrir la boca desde que llegaran al hospital, todos parecían conocerla y lo único que le habían preguntado era si quería que avisaran al señor Di Sávallo.

— ¿Está ocupado ahora mismo?

— Está en medio de una operación, deben faltarle tres o cuatro horas para terminar.

— Entonces no lo moleste, por favor. — decidió por fin— Stefano está más tranquilo, el doctor lo está revisando, no quiero arriesgar la vida de una persona poniendo nervioso a su cirujano.

Después de eso todo había marchado sobre ruedas. Las radiografías confirmaban que, en efecto, el pequeño tenía rota la pierna por encima del tobillo, le habían dado calmantes y le habían entablillado la pantorrilla y el pie, de modo que no pudiera mover nada de la rodilla para abajo, y una hora después parecía que las aguas se habían calmado del todo. El dolor se volvió solo una incomodidad pasajera y el niño volvió a sonreír mientras  platicaba con una anciana enfermera a la que conocía.

Sin embargo, cuando intentó volver a la casa no se lo permitieron.

— ¿Qué quiere decir con que no puedo llevarlo conmigo? ¿Le sucede algo que no me han dicho?

— No, señora, no se inquiete, — la tranquilizó el doctor — pero su esposo ha dado instrucciones específicas de que, si cualquiera de sus hijos entra en este hospital, no puede salir a menos que él mismo le dé el alta. Creí que se lo había comentado.

— Sí… lo había olvidado. — murmuró tratando de poner punto final a la situación — Pero es tarde, el niño está cansado.

— No se preocupe señora Di Sávallo, los trasladaremos a las oficinas personales del doctor, allí estarán más cómodos.

Al parecer era una decisión irrevocable así que no tenía nada que acotar. Se limitó a seguir la camilla en la que llevaban a Stefano y a tragarse la sorpresa a cada paso que daba. En aquel hospital todos la saludaban con el debido protocolo, pero era obvio que nadie quería a Lianna. De su esposo, en cambio, todas las referencias eran de profunda admiración y cariñoso respeto.

Atravesaron un sinnúmero de corredores antes de llegar a las dependencias privadas del dueño del hospital, al lujoso departamento en el último piso solo se tenía acceso a través de un ascensor, y con solo echarle una mirada a aquel lugar bastaba para darse cuenta de que el doctor pasaba más tiempo allí que en su propia casa.

En los cuatrocientos metros cuadrados se reunían, perfectamente organizados, una sala, una cocina, un comedor, un estudio y una recamara con su baño. Acomodaron a Stefano sobre la enorme cama y Aitana le preparó una cena deliciosa, muy al estilo inglés, para consentirlo. Sim embargo el niño comió poco y habló menos. No se había separado de él, pero todavía estaba receloso, como si esperara que de un momento a otro ella se convirtiera en alguien más. Finalmente se había quedado dormido por los calmantes, dejándole tiempo para aclarar su mente.

Sobre la barra de la cocina todavía estaba la taza de café, ya frío, que seguro el doctor Di Sávallo había dejado a medias en la mañana para atender alguna emergencia. ¿Qué demonios pasaba con aquella familia? ¿Qué demonios le pasaba a su hermana que estaba ausente de aquella manera de la vida de sus hijos? ¿Cómo podía ser que a las once de la noche no hubiera dado todavía señales de vida?

— Estará perdiendo de nuevo las llaves de Jaguar. — murmuró, consciente de que no la conocía en absoluto.

Pero al menos de momento lo mejor era enfrentar las cosas como venían. El niño iba a recuperarse, así que solo bastaba hablar con el marido de su hermana y pedirle que la ayudara a encontrarla. Arropó a Stefano y lo miró dormir con expresión agotada, le recordó a ella misma muchos años atrás, también había necesitado a una madre que estaba ausente.

Junto a la cabecera de la cama había una foto de los dos niños y un dibujo que debía ser de Stefano. Un dibujo de su hermanita, él y su padre hechos de círculos y palitos. Sobre las cabezas azules rezaban unas torcidas letras: Maya, Stefano, papá Carlo.

De manera que aquel era su nombre, Carlo Di Sávallo, el dueño de aquel hospital, el dueño de la casa grande, solo faltaba ver si era tan exitoso como padre como lo era como médico. En el dibujo tenía un guante de beisbol que le doblaba en tamaño y una sonrisa traviesa. No se molestó en sorprenderse por la ausencia de Lianna en aquel cuadro familiar, ella tampoco había dibujado nunca a su madre.

Se recostó un rato sobre la cama y cerró los ojos intentando alejar toda reflexión, y por unos minutos la mano de Stefano entre las suyas logró calmarla y hacerla dormir un poco. En aquel duermevela estaba pendiente solo de los movimientos del niño, y el resto de sus sentidos no percibió el ruido de la puerta al cerrarse, la bata blanca que lanzaban sobre una silla o los penetrantes ojos que la recorrieron.

Carlo se detuvo un momento allí, observándola en una posición que le resultaba desconocida, porque ella jamás había sido una verdadera “madre”. Estaba visiblemente más delgada, el vestido informal le llegaba a las rodillas y dejaba al descubierto unas pantorrillas torneadas y blanquísimas. El cabello negro desordenado sobre la cama debía llegarle casi a la cintura y el hombre se preguntó cuánto de su cuenta bancaria habrían costado aquellas extensiones. Parecía haber cambiado mucho desde la última vez que la había visto, pero en dos meses podían pasar muchas cosas excepto que una mujer como aquella cambiara algo más que su apariencia.

La mano que se cerró con firmeza sobre su tobillo la hizo incorporarse sobresaltada y contemplar al hombre que tenía delante con expresión asustada. Llevaba la camisa medio abierta y el agotamiento reflejado en unos inquietantes ojos azules. Quizás fuera la penumbra que envolvía la habitación, pero aquel hombre le pareció la viva imagen de un ángel vengador, bello, cansado y poderoso.

—…Carlo. — susurró.

— Levántate, — la apremió él, también en voz baja, pero tajante.

Se levantó tan dormida que ni siquiera se puso los zapatos, la alfombra le daba una inigualable sensación de bienestar en los pies desnudos. Lo siguió hasta la sala, cerrando cuidadosamente la puerta del cuarto para que el niño no se despertara, hasta que Carlo se detuvo y la enfrentó.

— ¿Para qué demonios regresaste, Aitana? ¿No hay crédito suficiente en tu cuenta de banco?

La pregunta fue un balde de agua helada que arrastró el sueño fuera de su cuerpo, dando paso a la incredulidad y al desconcierto.

— ¿Disculpa? — fue lo único que se le ocurrió decir, aunque su cabeza estaba generando todo tipo de preguntas. Primero, cómo Carlo sabía su nombre y segundo… — ¿Por qué me tratas así, cómo se supone que vuelva a un lugar donde no he estado nunca?

— Tienes toda la razón. — los ojos del doctor se volvieron brasas ardientes — Nunca has estado aquí. Tus hijos apenas te conocen y ya ni siquiera te molestas en decir ni a dónde ni por cuánto tiempo te vas.

— ¿Mis hijos…? — Aitana sintió que un escalofrío le recorría la columna vertebral hasta paralizarla.

— De hecho lo prefiero así, nos va bien sin ti. Entonces ¿qué sucede? ¿No tienes fondos suficientes en tu cuenta y por eso te has visto precisada a regresar?

Las palabras de Carlo destilaban veneno, la miraba como se debía mirar a una enemiga y no a la madre de sus hijos. ¡El problema radicaba precisamente en que ella no lo era, ni lo uno ni lo otro, y aún así él la llamaba por su nombre!

— Me temo que te estás confundiendo. Stefano…

— ¡Por amor de Dios, Aitana! — la interrumpió metiendo las manos en los bolsillos y dándole la espalda — ¡Stefano te ha importado lo mismo que Maya, que es nada! No te conocen y no te quieren, así que ahórrate el teatro. Dime cuánto necesitas y lárgate de nuevo, es lo mejor para todos.

Aitana respiró hondo, intentando no entrar en pánico, pero ninguna de las hipótesis que era capaz de imaginar le resultaba alentadora.

— Carlo, no entiendo qué está pasando, pero no soy la persona que tú crees que soy.

— ¿No lo eres? Entonces déjame verte bien. — y extendiendo burlonamente la mano encendió una lámpara que iluminó la habitación como si fuera mediodía.

Entonces todo lo que la semipenumbra había ocultado se reveló a sus ojos, dejándola muda. Carlo Di Sávallo debía medir por lo menos un metro ochenta y cinco, la camisa negra disimulaba poco su musculatura y le daba un aire de salvaje sofisticación. Los pantalones de diseñador se ajustaban a sus caderas estrechas como una invitación y todo en él exudaba confianza. Nadie habría podido adivinar que a sus treinta y cuatro años ya era un notable cirujano, de no haber sido por la expresión agotada en sus ojos, aunque algo le decía que no tenía nada que ver con su trabajo.

Carlo se acercó a ella y la rodeó con una mirada despectiva.

— ¿Me vas a decir que no eres la misma Aitana con la que me casé, la madre de mis hijos…? O mejor dicho, la mujer que dio a luz a mis hijos, porque tú no has sido madre en tu vida.

— No, no soy esa mujer.— replicó.

— ¿Entonces qué, tuviste una epifanía en tu última aventura y regresaste a ser esposa dedicada y adorada mamá? ¡Por favor!

— ¡Claro que no tuve ninguna epifanía, Carlo, pero esa mujer de la que hablas no soy yo!

El italiano lanzó a su rostro una carcajada que debía ser peor que un golpe para quien estuviera dirigida, pero Aitana sabía que aquel resentimiento, que era mucho, no estaba dirigido a ella.

— No me digas que esta vez va a ser un desorden de personalidad múltiple. ¿De dónde sacas tanta imaginación para inventar historias detrás de tus desapariciones? ¿Cuál es tu historia ahora? ¿Eres tú pero no eres tú?

— ¡Exacto!

— Esa es una muy buena noticia, tengo un pabellón de psiquiatría esperando por ti.

— ¡No digas estupideces, Carlo!— lo regañó nerviosa, era obvio que él no quería escucharla, solo mandarla lo más lejos posible.

— ¿Eres o no eres Aitana?

— ¡Sí, lo soy!

— ¿Eres o no eres mi esposa?

— ¡No, no lo soy!

— ¿Entonces por qué no me das el divorcio de una maldita vez?— la tomó de los hombros con violencia — ¡Ya arruinaste mi vida, al menos deja que nuestros hijos vivan en paz, sin extrañarte, sin preguntarse si alguna vez vas a volver!

Al otro lado de la puerta del cuarto se escuchó un ruido y los dos volvieron la cabeza.

— No creo que este sea un buen momento para discutir, Carlo. Stefano está durmiendo.

Trató de liberarse pero él la apretó con más fuerza.

— ¡Déjanos en paz, Aitana, por amor de Dios!

Y no encontró en sus ojos la usual arrogancia con que solía tratarlo. Aitana lo miraba con ansiedad, con miedo, su piel temblaba bajo sus manos, pero sabía que no había actriz más digna de un premio que su mujer. Observó las nuevas ondas en su cabello, las mejillas encendidas, los labios vibrantes… y algo en ellos lo hizo retroceder.

— Vete. Vete a dormir. Tienes razón, no es el mejor momento.

— Stefano estará bien, por si quieres saberlo.

— ¡Sé que estará bien! He estado al tanto de cada detalle desde que pusiste un pie en este hospital. No creas ni por un segundo que soy como tú.

Ella se mordió el labio inferior con impotencia, era un hombre imposible, imposible y terco, que no la escucharía.

— Hablaremos mañana, Carlo, pero recuerda esto: no soy la Aitana que tú crees que soy.

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