Estaba fuera de control y sus nervios ya no podían sostenerla como era debido. No tuvo una sola oportunidad desde que dejaron el hospital, porque dejaron a Pía con la niña en el apartamento y Dora se ofreció a hacer el almuerzo para todos, dejándola sin opciones. Su amiga la miró con insistencia, pero sabía que por mucho que presionara, pasarían horas antes de que pudiesen estar solas para hablar. Tal y como Nicolás dijo, fueron a hacer todas sus diligencias juntos. En el restaurante, su jefe la sorprendió al mostrarse amable y dócil al entregarle su cheque, incluso le dijo que su lugar estaría disponible para ella cuando quisiera volver, aunque sabía a qué se debía ese cambio tan repentino de actitud. Vania miró hacia todos lados, con la sensación de que estaba siendo observada desde varios ángulos. Sus manos temblaban al igual que su cuerpo, cada vez que él se le acercaba con afecto y es que parecía que no podía permanecer alejado de ella.—Estoy feliz —le dijo cerca de la oreja m
Llegaron a su apartamento y Vania se sintió en calma cuando fue Pia quien abrió su puerta. Ella les hizo un gesto para que guardaran silencio, explicándoles que la niña estaba durmiendo. Al parecer la debilidad no la había abandonado del todo, pero al menos había aceptado comer un poco antes de irse a la cama.Nicolás recibió una llamada y salió al pasillo a responder. Pía elevó los brazos agradeciendo al cielo por la intervención y se la llevó a la minúscula cocina del apartamento.—¡Por fin, pero qué hombre más insoportable!—Pia, no sé cómo salir de esto. Sabe quién soy. —¡Pero qué me estás contando…! Tienes que irte, pero a la de ya. —Chasqueó los dedos mientras daba vueltas en el reducido espacio y entre los nervios y la angustia, Vania tuvo que reír por la escena.—No me deja ni a sol ni a sombra. Le ha dicho a Dora que…—Ya lo sé, si esa vieja ya se lo ha contado a todo el barrio. Ni te imaginas lo que he sufrido por llegar a la puerta de una vez. Creo que estaba a punto de to
Unas hebras de cabello le hicieron cosquillas en la nariz. Quería alejarlas de su rostro, pero no podía. Aquella sensación ocurrió dos veces más y estaba a punto de gritarle a quien se le seguía acercando que dejara de hacerlo, pero un jadeo sobre su mejilla lo detuvo y no se atrevió a abrir los ojos. Por alguna extraña razón, quería continuar con esa situación tan poco convencional.—¡Puedo hacerlo sola! —exclamó una mujer muy cerca de su oreja. Se escuchaba agitada y eso lo puso nervioso. No era por la cercanía de la mujer, sino porque no estaba seguro de dónde, ni con quién estaba.—Te dije que no podrías sola. Es un hombre alto y debe pesar el doble que tú, quizá más. La risa del sujeto que acababa de hablar, lo obligó a mirar a regañadientes. No era esa la escena que empezaba a rodar en su cabeza al escuchar los suaves sonidos que emitía la chica, la misma que hacía unos segundos atrás tenía sobre él y que ahora podía apreciar de espaldas, con las manos apoyadas en las caderas.
Subieron por un ascensor y luego atravesaron por un par de pasillos más antes de entrar a una oficina, más que un consultorio. Allí lo esperaba su padre, y para sumarle algo a su ya categórica decepción, un anciano que no tenía un rostro para nada agradable. Sobre el escritorio de cristal ahumado, descansaba una placa acrílica donde se leía: Said Duany, Psiquiatra.Observó con detenimiento el oscuro rostro del médico, que no mostraba ninguna expresión y solo le devolvía la mirada con la misma contención. Alexander creyó haber notado un atisbo de curiosidad en sus ojos negros, pero se fue tan pronto como la detectó. Sobre su prominente nariz reposaban unas gafas cuadradas, sin montura y con un armazón parecido a la madera, color claro, bastante peculiar. No llevaba bata de médico y en lugar de una camisa formal y una corbata más afín a su profesión, lucía una vistosa camisa de colores psicodélicos que no supo interpretar.—Hola, papá. Doctor… —saludó con calma, a la espera del inminen
Bajó del auto con la ayuda de Nicolás y le agradeció el gesto de quitarse la chaqueta de cuero negro que llevaba para cubrirla y que su cabello no se humedeciera. La entrada del bar El Tuerto lucía repleta, a pesar de la insistente llovizna de esa noche. Él rodeó su cintura con el brazo y la acercó más a su cuerpo para besarle la sien izquierda. —Te ves preciosa —le dijo al oído. Ella asintió y sonrió, fingiendo estar encantada con todas sus atenciones. Aunque en un principio le parecieron las de un hombre interesado, a lo largo de esa semana no tardó mucho en reconocer los celos enfermizos que lo dominaban a diario.Permanecía alerta a su alrededor en todo momento, incluso cuando iba al baño o se acercaba a la única ventana de su apartamento y por la que apenas podía ver parte de la calle. Su teléfono era revisado justo después que ella lo usara, al principio con disimulo y luego la acción fue acompañada con una mirada de desafío que le crispaba los nervios.No tenía nada que ocult
—Hola, hija —la saludó, dándole palmaditas en la cabeza y acariciando su cabello por un momento—. Nico, deberías llevarla a bailar a un sitio decente, no traerla a este tugurio.—Eso le dije —se defendió como un niño—. Pero el negocio…—¡Agh! —exclamó cansado, tomando aire de la bomba después de sentarse—. Del negocio me ocupo yo hasta que me muera. Diviértete. Sander y yo tenemos algunos puntos que tratar. —Le señaló la puerta con indiferencia y sin mirarlo. Nicolás se tensó a su lado. Durante las noches que se quedaban hablando en la pequeña salita, sus constantes quejas sobre su padre le habían dejado claro que su vida como mafioso no era tan sencilla como el resto de la gente creía, porque no lograba obtener el reconocimiento que creía merecer.—Puede quedarse —dijo Sander, divertido, al advertir su puño apretado sobre una de sus rodillas—. Debe ir aprendiendo, ¿no? Cuando mueras, ¿quién se hará cargo?—Pues, Maya —respondió el viejo mirándola con diversión y haciendo que Nicolá
El escozor en las rodillas era lo único que sentía en su cuerpo al disminuir su veloz carrera. Podía deducir que hacía frío por las pocas personas que se encontró en la calle, quienes caminaban más aprisa, cubriéndose como podían de las finas gotas de agua que caían sobre ellos, pero ella no lo sentía. La única sensación que la embargaba, era la imperiosa necesidad de cerciorarse de que ambas estuvieran allí y que nadie las había seguido. Esa era su prioridad.Esperó desde el otro lado de la calle durante unos minutos, que le parecieron eternos, bajo la farola quemada de la acera y apoyada en la base de la misma. No tardó en ubicarlas a través de la pared acristalada de la pequeña tienda. Abi reía porque Pía le había colocado una diadema con antenas de abeja que se movían sobre su cabeza de un lado a otro. Entonces, sintió de nuevo ese dolor en el centro de su pecho al verla feliz, diseminando el veneno de la culpa por todo su ser. En cada uno de sus cumpleaños, se recriminó el hec
Era la quinta vez que se reproducía la canción cuando se dio cuenta de que Abi dormía, así que decidió bajar el volumen. Jamás admitiría frente a Pía que aquella melodía infantil, a veces tocaba fibras que la hacían llorar, pero le encantaba. Solía pensar en qué se sentiría experimentar también lo que su letra decía, en esa plenitud que haría estallar su pecho de gratitud ante una vida sin huidas y escapes, teniendo a su hija en una cama confortable, en un hogar cálido del que no tuvieran que dejar atrás nunca más.—¿Estás segura? Se atrevió a hablar al fin, porque Pía estaba nerviosa, podía notarlo en sus dedos que no dejaban de tamborilear sobre el volante y las innumerables veces que se recogió el cabello, para al final soltarlo de nuevo.—¡Claro, mujer! Mi vida es un infierno allí y ahora que mi tío volvió…, ya sabes. Suspiró agobiada, presionando su frente antes de deslizar la mano por su cabeza y sacudirse el cabello tintado de un rubio que ya se estaba cayendo y que dejaba ve