El escozor en las rodillas era lo único que sentía en su cuerpo al disminuir su veloz carrera. Podía deducir que hacía frío por las pocas personas que se encontró en la calle, quienes caminaban más aprisa, cubriéndose como podían de las finas gotas de agua que caían sobre ellos, pero ella no lo sentía. La única sensación que la embargaba, era la imperiosa necesidad de cerciorarse de que ambas estuvieran allí y que nadie las había seguido. Esa era su prioridad.Esperó desde el otro lado de la calle durante unos minutos, que le parecieron eternos, bajo la farola quemada de la acera y apoyada en la base de la misma. No tardó en ubicarlas a través de la pared acristalada de la pequeña tienda. Abi reía porque Pía le había colocado una diadema con antenas de abeja que se movían sobre su cabeza de un lado a otro. Entonces, sintió de nuevo ese dolor en el centro de su pecho al verla feliz, diseminando el veneno de la culpa por todo su ser. En cada uno de sus cumpleaños, se recriminó el hec
Era la quinta vez que se reproducía la canción cuando se dio cuenta de que Abi dormía, así que decidió bajar el volumen. Jamás admitiría frente a Pía que aquella melodía infantil, a veces tocaba fibras que la hacían llorar, pero le encantaba. Solía pensar en qué se sentiría experimentar también lo que su letra decía, en esa plenitud que haría estallar su pecho de gratitud ante una vida sin huidas y escapes, teniendo a su hija en una cama confortable, en un hogar cálido del que no tuvieran que dejar atrás nunca más.—¿Estás segura? Se atrevió a hablar al fin, porque Pía estaba nerviosa, podía notarlo en sus dedos que no dejaban de tamborilear sobre el volante y las innumerables veces que se recogió el cabello, para al final soltarlo de nuevo.—¡Claro, mujer! Mi vida es un infierno allí y ahora que mi tío volvió…, ya sabes. Suspiró agobiada, presionando su frente antes de deslizar la mano por su cabeza y sacudirse el cabello tintado de un rubio que ya se estaba cayendo y que dejaba ve
Alexander gruñó satisfecho por los sonidos que emitía la enfermera. Se había dado cuenta de que después de todo, no era tan terrible permanecer hospitalizado y menos, si recibía tan buena atención del personal femenino del lugar. Escuchó un fuerte golpe contra la puerta de su habitación, lo que provocó que la mujer, a la que le saboreaba uno de los pezones, y la que ya había disfrutado de un orgasmo solo con su boca, estuviese a punto de caer sobre su trasero al incorporarse. —Doctora… —susurró con sorpresa. La pobre trató de ocultar su rostro enrojecido, mientras respiraba con fatiga, intentando en vano de encontrar la camisa, poco práctica que usaba como uniforme y, la que tantos problemas le había dado a Alexander para convencerla de que se la quitara. Darla ni siquiera le dedicó una mirada a la enfermera. Sus ojos estaban fijos sobre él, quien reía divertido por su reacción, pero no podía evitarlo. —Al final, tu madre tuvo razón al sugerir que era mejor si se te asignaban enfe
Alexander empezó a toser y Javier se acercó preocupado a auxiliarlo, pero él negó para que no lo hiciera. Pasó un buen rato antes de que pudiese hablar con normalidad y la risa no se lo hacía más fácil.—Eres un imbécil —se burló cuando pudo hablar de nuevo—. No sabía que ahora asustabas a las mujeres. Andrea sí que te ha jodido.—¿No te acuerdas de ella? —Javier abrió la boca y luego negó incrédulo.—¿Hablas de Darla? Es la doctora que tu madre mencionó en la cena del otro día. La casquivana —dijo, haciendo énfasis al apelativo que le dio su madrastra, después de saber que habían estado juntos en la casa.—No, Alex. Ella es… fue… ¿En serio no te acuerdas?—No tengo idea de lo que tratas de decir. Pero te aseguro que es una amazona —dijo provocando que Javier oscilara los ojos y riera divertido—. Tampoco puedo negar sus habilidades lingüísticas.—Eres un idiota. No estoy seguro, pero creo que es del círculo de Casandra.—¡No! Me estás tomando el pelo, ¿verdad? Alexander trató de reco
La sonrisa de Sander se esfumó en un santiamén. Sus ojos se agrandaron por un segundo y así fue como Vania supo que ya no habría vuelta atrás. El griego empujó a Pía hacia delante para sacar el arma de su costado, ocasionando que chocara contra un anaquel giratorio repleto de dulces. Vania arrastró a la niña, que gritó, debido al dolor por el agarre, pero no podía ser más delicada. Tenían que salir de allí cuanto antes. Creyó escuchar una protesta de Pía, aunque no pudo verla, porque un disparo impactó contra la pared, justo sobre su cabeza, que la obligó a precipitarse al suelo y avanzar, arrastrándose un poco. Elevó a Abi de la cintura y empujó a uno de los empleados de la cafetería para abrirse paso. Él llevaba una bolsa de basura en las manos hacia una puerta trasera, pero se había quedado petrificado por los acontecimientos. La miró con pánico, aunque con su mano temblorosa señaló luces del otro lado, hacia una zona residencial. Ella ni siquiera lo pensó. Corrió, inundada d
—Es hora de volver. —Debo ir por ella, Sander. Es mi bebé. —Las lágrimas surcaban su rostro como un dique roto—. Te lo ruego. —No, muñeca. Esa no es una opción. Él acarició su mejilla con suavidad y limpió el rastro del llanto con sus dedos. Se acercó a ella despacio y sujetó su nuca con la mano libre y se apoderó de sus labios en un beso lento, cargado de emociones—. ¿Notas cómo te extrañó, mi alma? —susurró muy cerca de su oreja—. Pensé que te perdía…, de nuevo. Vania lo sintió estremecerse. La rodeó con el brazo de la mano en la que portaba el arma y la sujetó contra su pecho. Él respiraba con fuerza y se dio cuenta lo excitado que estaba cuando la acercó más a su cuerpo y se movió sobre ella, como si estuviesen en un escenario diferente y no en el sórdido lugar en el que estaban. Un empujón inesperado la hizo trastabillar hacia atrás. Un segundo envite y sintió el peso de Sander sobre ella. Él quiso voltearse, pero un golpe lo obligó a precipitarse hacia abajo, entre los déb
Libérameer - La suerte no existe El hombre la miró con interés, hasta que ella, avergonzada por la situación tan extraña, cedió al bajar la cabeza a sus pies sucios y desnudos. Estaba hecha un desastre. —Soy el oficial Rivera, señora —dijo él, aclarándose la garganta un par de veces ante el pasmo mal disimulado de Ana. —Vania Doskas. Lamento… —Es necesario que me brinde detalles sobre… Una mujer policía entró en ese momento, interrumpiendo sus palabras, pero la mirada de esta se llenó de reserva en un parpadeo al dirigirse a ella. Con una actitud férrea, casi obligó a su compañero a salir para poder interrogarla. —Soy la oficial Castillo. —Vania —repitió como en piloto automático. —Necesito que me digas con exactitud lo que sucedió, Vania. —Puede declarar en el centro, Lorena. Ahora lo que único que debería hacer es descansar y abrazar a su bebé. Estuvo a punto de agradecerle a Ana, pero la mujer policía parecía no estar de acuerdo con ella y en lugar de darles espacio, sac
Libérame - DeclaraciónVania entró al edificio cargando en brazos a su hija, aunque el oficial Rivera había insistido, quizá demasiado, en darle una mano, así que tuvo que poner una excusa para evitarlo.Él seguía mirándola con una intensidad avasallante, que en lugar de hacerla sentir halagada, la amedrentaba y la ponía incómoda. La guiaron por varios pasillos, que lejos de tranquilizarla, la obligaron a voltear en repetidas ocasiones sobre sus hombros. Todo allí parecía caótico, la mayoría eran mujeres, pero iban y venían sin detenerse, aunque tenían algo en común: su sonrisa. Parecían felices de transportar mesas plegables, sillas y productos de limpieza. Ana le sonrió y el oficial Rivera se detuvo frente a un adhesivo color púrpura de una mano femenina en la pared que indicaba un alto.Le entregó la mochila infantil a la enfermera y tomó asiento en una de las sillas de espera, sonriendo en su dirección antes de que cruzaran una puerta acristalada.—Aquí no pueden pasar los hombre