Entraron por la puerta de emergencias con prisa y los atendió la enfermera que menos hubiese deseado que los viera juntos.
—Nico, ¿qué haces aquí?, Y con ella… —La última frase la dijo con los dientes apretados, mientras se acomodaba el enorme busto frente a ellos.
Ella observó que Nicolás desviaba su mirada en esa dirección, pero al notar que sus ojos se habían clavado en su rostro, él desvió su atención hacia la niña y acarició su frente con ternura sin ocultar la incomodidad de haber sido descubierto.
—Gloria, es Abi, no sabemos qué tiene. Necesito que me ayudes…, sin preguntas —respondió él con seriedad.
La enfermera asintió, le dijo algo al oído a otra enfermera que veía embobada a Nicolás y les hizo un gesto para que la siguieran. Habló con un médico que estaba de espaldas, pero cuando volteó, los miró con curiosidad y ella sintió que el alma se le iba a los pies.
—¿Maya?
—Doctor Collins… —dijo ella, notando que el rostro le quemaba.
Nicolás y Gloria la miraron sorprendidos, pero ella se acercó a él de inmediato para hacer lo que debía. Ya daría las explicaciones pertinentes en otro momento si es que fuese necesario.
—Pasa. —El médico le señaló uno de los pocos cubículos desocupados de esa línea y cerró las cortinas en torno a ellos, dejando a los otros dos fuera—. ¿Qué le sucede? —dijo mientras le quitaba a la niña todo lo que la cubría y revisaba su pulso.
De manera escueta, ella le explicó lo poco que sabía y le advirtió sobre la alergia que presentaba ante algunos antibióticos. Él asintió y llamó a una enfermera para que la canalizara y le tomara una muestra de sangre.
—Necesito que le hagas estos exámenes y cuando tengas los resultados, que me busquen. ¿Quién es él? —susurró antes de que la enfermera que se acababa de ir entrara de nuevo.
—Es uno de mis vecinos. Gloria también lo es.
—Maya, ¿a esto te dedicas cuando te vas de casa? —dijo señalándole el uniforme del restaurante que ella aún no se había quitado.
—Sí —respondió avergonzada. No por lo que hacía allí para ganarse la vida, sino porque una más de sus mentiras estaba siendo descubierta.
—Una hija. Tienes una hija. —Esta vez su tono estaba lleno de reprobación y su cuello se estaba tintando en rojo. Ella se quejó cuando él sujetó su muñeca con brusquedad y reaccionó alarmado por lo que acababa de hacer. Dio un paso atrás y se aclaró la garganta antes de agregar—: Hablaremos de esto con más calma cuando tengas los resultados.
Lo vio alejarse a paso firme y ella gimió angustiada, porque la vida que había construido por meses se le estaba cayendo encima como un castillo de naipes. La enfermera le indicó dónde estaba el baño y le dio recipientes para que tomara las muestras que le habían pedido y con una sonrisa, le ofreció una de las sillas que usaba el personal para que esperara.
—Te ves cansada, cariño.
—Lo estoy —dijo tomando asiento y luego sujetando la pequeña mano de su nena.
—Se pondrá bien. La fiebre remitirá con este medicamento —dijo señalando la bolsa que pendía de un tripié—. Disculpa mi indiscreción, pero, ¿tú eres la chica que cuida de Salomé?
—Solo por las mañanas —aclaró, sin atreverse a mirarla.
—Me lo imaginé. Martha me ha hablado mucho de ti y por lo que vi, todo lo que me dijo es cierto.
—No sé de lo que habla —dijo cortante.
—Mami…, quiero agua —susurró Abi con sus pequeños labios resecos.
Ella se movió con rapidez, pero no tanta como la de la enfermera que le entregaba un pequeño vaso desechable, acompañado con una sonrisa sabihonda que le erizó la espalda.
—Gracias… ¿Quieres ir al baño? —preguntó, deseando llevarla, aunque no quisiera. Por lo que presentía, esa mujer sabía demasiado sobre esa familia.
—No, tengo frío —dijo la niña, acercando su mano para cubrirse con ella—. Acaricia mi frente.
—Claro, cielo.
—Puedo llamar a Martha, si quieres —ofreció la enfermera con el teléfono en mano.
—No, por favor. Ya lo haré yo si no salgo a tiempo —dijo agobiada.
—Lo siento, pero no me perdonará si no lo hago.
Ella abrió la boca e intentó ponerse de pie para ir tras ella y convencerla de alguna forma para que no lo hiciera, pero su hija la sujetó con fuerza y sollozó de una forma lastimera, lo que le impidió moverse.
Quería llorar y gritar a la vez. Quería salir corriendo de allí y huir de todo lo que se le avecinaba. Martha Collins era la esposa del doctor, una hipocondríaca que las primeras semanas en las que empezó a trabajar en su casa, le sacó un sinfín de sustos y carreras. Hasta que su esposo le explicó que después del accidente automovilístico de Salomé, su hija adolescente, ella empezó a sufrir de esto.
Ahora esa mujer estaba empecinada en que cuando falleciera de cualquier enfermedad que se imaginara esa semana, le dejaría a cargo sus hijos y a su esposo. La habían presionado hasta la saciedad para que se mudara con ellos, pero no quería vivir bajo esa locura todo el tiempo y tampoco involucrar a su hija en un ambiente como ese. Por esa razón, mantenía ese detalle oculto.
El acercamiento que Martha había propiciado entre ella y su esposo la tenían al borde del colapso. Era un hombre inteligente, cariñoso con su familia, pero no le atraía y Salomé lo sabía. Se burlaba de ella cuando su padre las rondaba cuando tenía tiempo, y el nerviosismo que mostraba ese hombre cuando la tenía cerca, les parecía divertido a todos, excepto a ella. Era una casa de locos, pero que pagaba demasiado bien para despreciar esa entrada y menos en la precaria situación en que se encontraba.
Salomé le confesó más de una vez que también deseaba que ella se animara a estar con su padre, así su vida sería un poco más normal, pero ella era incapaz de concebir una dinámica como esa en su día a día.
—¡Hasta que lo lograste! —Gloria se cruzó de brazos frente a ella con una mirada acerada.
—Ayúdame, te lo ruego… —dijo esta vez esperanzada. La mujer estaba enamorada de Nicolás desde hacía mucho y no entendía por qué Dora solía hablar mal de la enfermera, pero eso a ella no le importaba.
—¿Ahora pretendes embaucarme a mí? —dijo viendo a través de una pequeña abertura de la cortina con nerviosismo.
—Gloria, hay hombres que me buscan para hacerme daño y Nicolás se acaba de enterar.
—¿Así que por eso llegaron sus perros?
—¿Qué? —Se liberó del agarre de su hija y vio donde le señalaba la enfermera. Tres de los hombres de la banda más peligrosa de la zona asentían a algo que Nicolás les decía—. Gloria, tengo un poco de dinero —ofreció desesperada.
—No quiero tu sucio dinero, Maya. Quiero que lo dejes en paz.
—Ayúdame a escapar y es todo tuyo.
—Pero la niña…
—Es mi hija y me la llevo, pero no quiero ponerla en peligro. Debo saber qué tiene antes de sacarla de aquí. Por favor, Gloria.
—Él te quiere —dijo la enfermera, ahora angustiada—. Si te doy una mano, será capaz de matarme.
—Entonces no se lo digas. Le gustas, acabo de verlo y sé que te quiere. Tienen tanto de conocerse… —dijo sonriendo y haciendo que la enfermera se sonrojara—. Conmigo está encaprichado, eso no es cariño siquiera. En cambio, contigo…
—Llevemos a la niña por las muestras. Trae acá. —Tomó a Abi con pericia y le hizo un gesto para que la siguiera y empujara el tripié tras ellas—. Te dejaré en el laboratorio esperando los resultados. Le diré a Collins que te vea allá y que te acompañe a tu casa. A partir de allí, será tu problema.
—¿Dónde van? —dijo Nicolás acercándose y mirándolas con cautela.
—Por unos exámenes. Debemos esperar los resultados. ¿Puedes avisarle a tu madre? La fiebre está pasando. —Maya acarició su mano y él sonrió embobado ante el ceño fruncido de la enfermera.
—Nico, me pincharon y no lloré —dijo la niña, mostrándole la manito canalizada.
—Eso es porque eres una guerrera valiente. —Se acercó y le tocó la nariz con el índice—. Te quiero, Abi.
—También te quiero, Nico. ¿Vienes con nosotras?
Maya miró a Gloria con los ojos desorbitados, deseando que esta se negara, pero no lo hizo. Entonces, él las siguió, tomando el lugar de Maya con el aparato y entrelazando los dedos con los suyos como si en realidad ya fueran una pareja.
—Nico, necesito que lleves las primeras muestras de heces al laboratorio, mientras esperamos que la niña evacúe de nuevo. Entre más rápido, mejor —dijo la enfermera instándolo a entrar al baño.
Maya estuvo a punto de partirse de risa cuando vio su rostro descompuesto por el asco y la duda de seguir avanzando sin poderlo ocultar.
—No te preocupes. Ayúdame avisándole a tu madre, y gracias por todo —dijo Maya acariciando su mejilla.
Nico se apoyó en su mano por un segundo y cerró los ojos, encantado por el cambio cariñoso de la mujer que lo traía loco desde la primera vez que la vio. Asintió agradecido, mirándola a los ojos y le dio un beso fugaz en los labios antes de acercarle el aparato de nuevo.
—Hombres… —resopló Gloria divertida al verse a solas.
La niña no tardó en proporcionarles las muestras y aceleraron el paso para entregarlas juntas en el laboratorio. Gloria se despidió de ella, pero sobre todo de la niña, que se había ganado el corazón de todos los vecinos del edificio con su encanto.
Mientras esperaba los resultados, la niña se volvió a dormir en sus brazos. Luego, el doctor Collins se sentó a su lado y le pidió respuestas. Ella mantuvo la versión de su viudez y se excusó al no hablar de su hija debido al temor que tenía de ser despedida si se enteraban.
—Maya, sabes lo que siento por ti. Yo…
—Doctor… —dijo ella para interrumpirlo al notar que su hija abría los ojos, ahora de mejor semblante.
—Hola. —La niña lo miró con una leve sonrisa—. ¿Tienes dulces? —Rio divertida cuando él le ofreció dos paletas, sacándolas de uno de los bolsillos de su bata.
—¿Cómo se dice? —Le recordó Maya, enternecida.
—Gracias, apuesto caballero —dijo ella concentrada en abrir el empaque.
—¡Oh, vaya! No es nada. —Rio el médico sonrojado y mirándolas a ambas—. También eres muy linda, princesa.
—Sí, tengo los ojos azules de papá y el cabello de mamá, ¿verdad mami?, pero no soy una princesa —dijo mostrándole el cabello rubio platinado de su coleta desordenada.
La mirada aún más suspicaz del médico sobre su cabello oscurecido por el tinte fue otro golpe más para sus nervios. Entonces se convenció aún más de que debía salir de allí esa misma noche, si era posible, para empezar de cero en otro lugar.
Alexander sonrió después de terminar la llamada con Minerva. Ya la tenía en sus manos y aunque no podía sacarse de cabeza a esa otra mujer de cabello platino, viajaría al siguiente día para llevársela del lado de Javier. Hubiese disfrutado como nunca el ver el rostro de Javier, desfigurado al enterarse, pero ni siquiera él podía obtener todo lo que deseaba. Tenía que conformarse de los detalles a larga distancia, qué se le iba a hacer.Minerva Giordano, ya era suya y se dio cuenta de que ahora había perdido el interés por completo. Debía reconocer que lo único que lo unía a ella era la ambición. Ella venía de una familia italiana que tuvo mejores épocas en la industria alimentaria y que, en la actualidad, lo único que los mantenía a flote eran su apellido, junto a las pocas propiedades centenarias que poseían. Eso y la enorme disposición de su única heredera por casarse con un millonario, el que fuera, con ello pretendía devolverles a sus padres la posición que gozaban en el pasado.
Era su cuarto día en el hospital y el cansancio ya empezaba a causar mella en su organismo. Sentía que levitaba en lugar de caminar y que las horas ya no tenían ningún sentido y todo por no poder dormir como era debido.La orden del médico fue terminante. Abigail no podía ser movilizada si no se controlaba su estado. La fiebre iba y venía y eso le hacía imposible que pudiese llevar a cabo su plan de salir de allí. Eso, y la presencia de Nico, quien no la dejaba sola ni un segundo.Se suponía que la visita del médico esa mañana le daría un indicio sobre su próximo paso. Lo único que la tranquilizaba, era la certeza de que su hija no padecía nada grave; una intoxicación de alimentos había sido el diagnóstico. Decidió intentar dormir un momento, mientras esperaba que el pediatra llegara a la habitación y así lo hizo por unos minutos, hasta que dos manos se apoyaron con fuerza sobre sus rodillas y ella saltó sobre la silla incómoda en la que estaba, aún con los brazos cruzados, abriendo
—Pronóstico reservado. —Alexander se anticipó a las palabras de la doctora que tenía al frente.Ella lo observó con un indicio de interés por su respuesta, pero era muy contraria a la noticia que pretendía darle. Así que él decidió seguirle el juego, solo para divertirse un poco. Recorrió su cuerpo despacio con la mirada, bajo el influjo de un júbilo morboso y para nada discreto, y sonrió satisfecho cuando logró sonrojarla, haciendo que sus pecas se notarán aún más, para luego continuar así, desvistiéndola con los ojos, hasta que ella se aclaró la garganta para decir:—Eh… sí, como le decía a su madre…—No, doctora, ella no es mi madre. Es mi madrastra y es muy desagradable que se dirija a ella teniendo en cuenta que soy un hombre adulto y que, por fortuna, aún no he perdido mis capacidades mentales. —Alex… —Lo reprendió Angélica, sin un ápice de malestar. En su lugar sonrió en su dirección y se esforzó por reprimir la risilla que él sabía estaba por escuchar, pero que la incomodidad
Estaba fuera de control y sus nervios ya no podían sostenerla como era debido. No tuvo una sola oportunidad desde que dejaron el hospital, porque dejaron a Pía con la niña en el apartamento y Dora se ofreció a hacer el almuerzo para todos, dejándola sin opciones. Su amiga la miró con insistencia, pero sabía que por mucho que presionara, pasarían horas antes de que pudiesen estar solas para hablar. Tal y como Nicolás dijo, fueron a hacer todas sus diligencias juntos. En el restaurante, su jefe la sorprendió al mostrarse amable y dócil al entregarle su cheque, incluso le dijo que su lugar estaría disponible para ella cuando quisiera volver, aunque sabía a qué se debía ese cambio tan repentino de actitud. Vania miró hacia todos lados, con la sensación de que estaba siendo observada desde varios ángulos. Sus manos temblaban al igual que su cuerpo, cada vez que él se le acercaba con afecto y es que parecía que no podía permanecer alejado de ella.—Estoy feliz —le dijo cerca de la oreja m
Llegaron a su apartamento y Vania se sintió en calma cuando fue Pia quien abrió su puerta. Ella les hizo un gesto para que guardaran silencio, explicándoles que la niña estaba durmiendo. Al parecer la debilidad no la había abandonado del todo, pero al menos había aceptado comer un poco antes de irse a la cama.Nicolás recibió una llamada y salió al pasillo a responder. Pía elevó los brazos agradeciendo al cielo por la intervención y se la llevó a la minúscula cocina del apartamento.—¡Por fin, pero qué hombre más insoportable!—Pia, no sé cómo salir de esto. Sabe quién soy. —¡Pero qué me estás contando…! Tienes que irte, pero a la de ya. —Chasqueó los dedos mientras daba vueltas en el reducido espacio y entre los nervios y la angustia, Vania tuvo que reír por la escena.—No me deja ni a sol ni a sombra. Le ha dicho a Dora que…—Ya lo sé, si esa vieja ya se lo ha contado a todo el barrio. Ni te imaginas lo que he sufrido por llegar a la puerta de una vez. Creo que estaba a punto de to
Unas hebras de cabello le hicieron cosquillas en la nariz. Quería alejarlas de su rostro, pero no podía. Aquella sensación ocurrió dos veces más y estaba a punto de gritarle a quien se le seguía acercando que dejara de hacerlo, pero un jadeo sobre su mejilla lo detuvo y no se atrevió a abrir los ojos. Por alguna extraña razón, quería continuar con esa situación tan poco convencional.—¡Puedo hacerlo sola! —exclamó una mujer muy cerca de su oreja. Se escuchaba agitada y eso lo puso nervioso. No era por la cercanía de la mujer, sino porque no estaba seguro de dónde, ni con quién estaba.—Te dije que no podrías sola. Es un hombre alto y debe pesar el doble que tú, quizá más. La risa del sujeto que acababa de hablar, lo obligó a mirar a regañadientes. No era esa la escena que empezaba a rodar en su cabeza al escuchar los suaves sonidos que emitía la chica, la misma que hacía unos segundos atrás tenía sobre él y que ahora podía apreciar de espaldas, con las manos apoyadas en las caderas.
Subieron por un ascensor y luego atravesaron por un par de pasillos más antes de entrar a una oficina, más que un consultorio. Allí lo esperaba su padre, y para sumarle algo a su ya categórica decepción, un anciano que no tenía un rostro para nada agradable. Sobre el escritorio de cristal ahumado, descansaba una placa acrílica donde se leía: Said Duany, Psiquiatra.Observó con detenimiento el oscuro rostro del médico, que no mostraba ninguna expresión y solo le devolvía la mirada con la misma contención. Alexander creyó haber notado un atisbo de curiosidad en sus ojos negros, pero se fue tan pronto como la detectó. Sobre su prominente nariz reposaban unas gafas cuadradas, sin montura y con un armazón parecido a la madera, color claro, bastante peculiar. No llevaba bata de médico y en lugar de una camisa formal y una corbata más afín a su profesión, lucía una vistosa camisa de colores psicodélicos que no supo interpretar.—Hola, papá. Doctor… —saludó con calma, a la espera del inminen
Bajó del auto con la ayuda de Nicolás y le agradeció el gesto de quitarse la chaqueta de cuero negro que llevaba para cubrirla y que su cabello no se humedeciera. La entrada del bar El Tuerto lucía repleta, a pesar de la insistente llovizna de esa noche. Él rodeó su cintura con el brazo y la acercó más a su cuerpo para besarle la sien izquierda. —Te ves preciosa —le dijo al oído. Ella asintió y sonrió, fingiendo estar encantada con todas sus atenciones. Aunque en un principio le parecieron las de un hombre interesado, a lo largo de esa semana no tardó mucho en reconocer los celos enfermizos que lo dominaban a diario.Permanecía alerta a su alrededor en todo momento, incluso cuando iba al baño o se acercaba a la única ventana de su apartamento y por la que apenas podía ver parte de la calle. Su teléfono era revisado justo después que ella lo usara, al principio con disimulo y luego la acción fue acompañada con una mirada de desafío que le crispaba los nervios.No tenía nada que ocult