Tobías.
—Ya es hora, Marta —espeté con desdén. —Catalina cumple 18 años. Basta ya de esta farsa. Que empaque sus cosas y se vaya. No necesitamos parásitos aquí.
Marta me miró con incredulidad, como si no pudiera creer lo que estaba oyendo.
—¿Cómo puedes decir eso, Tobías? ¡Es nuestra sobrina y la quiero como a una hija!
Solté una risa fría, como si nada me importara.
—¿Nuestra sobrina, dices? No me hagas reír. Es una carga, una molestia. Además, ya es mayor, que se busque la vida.
Su rostro se enrojeció de rabia.
—¡Eres un monstruo! ¿Cómo pude casarme contigo?
Me acerqué a ella sonriendo con burla.
—¿No lo recuerdas? Eras una simple cantinera, una inmigrante sin futuro. Yo te saqué de la miseria, te di un apellido, una vida. Deberías estar agradecida.
—¡Te odio! Eres un ser despreciable —respondió Marta aterrorizada.
—El odio es un sentimiento y tú no tienes derecho a sentir nada. Ahora haz lo que te dije. Empaca sus cosas y desaparece de mi vista.
Me di la vuelta y le di la espalda a su dolor. Caminé hacia mi estudio, mi santuario, donde se entrelazan los negocios turbios y los secretos oscuros.
No me importan su sufrimiento ni el de Catalina. Para mí, son solo peones en mi retorcido juego, piezas desechables en mi tablero de poder.
El estudio, con su penumbra y el aroma a cuero viejo, siempre había sido mi refugio. Pero hoy, las sombras parecían danzar con los fantasmas del pasado, recordándome a Mónica la madre de Catalina. Su sonrisa, su cabello oscuro, la forma en que me miraba... todo se desvaneció cuando eligió a Marcelo.
Mi hermano, mi propia sangre, me arrebató lo único que realmente había amado. Y Catalina, esa niña que nunca debió nacer, es el recordatorio constante de su traición.
Cada vez que la veo, veo los ojos de Marcelo, la sonrisa de Mónica, la burla de su amorío. Es una afrenta a mi honor, una mancha en mi legado. Por eso debe irse. No quiero tenerla cerca, ni verla ni recordarla. Ella es el fantasma de una traición que jamás perdonaré.
«Te odio, Catalina», espeté entre dientes, mientras se oía mi voz en el silencio del estudio.
—Eres la viva imagen de la traición de tu madre. Eres un recordatorio constante de su desprecio y de cómo se entregó a Marcelo. Debería haberte dejado en ese maldito orfanato, que te pudrieras entre la mugre y el abandono. Pero no, Marta insistió en criarte, en darte mi apellido, en ensuciar mi linaje con tu presencia. ¡Maldita seas! Cada vez que te veo, siento cómo me recorre el veneno de la humillación. Eres la prueba fehaciente de que el amor es una farsa, una debilidad que solo trae desgracias. Y tú, Catalina, eres la encarnación de esa desgracia.
Marta.
—Catalina...
Sentí que se me quebraba la voz al abrazarla con fuerza, mientras las lágrimas empañaban mi visión. Sentí su calidez y su inocencia, y un dolor punzante me atravesó el pecho.
—¿Qué pasa, tía? ¿Por qué lloras? —preguntó Catalina preocupada.
No pude contenerme por más tiempo.
—Tu... Tu tío... —logré decir entre sollozos.
Catalina frunció el ceño y su expresión se endureció.
—¿Tobías? ¿Qué te hizo ese monstruo?
—Te... —balbuceé. —Quiere que me vaya muy lejos, Catalina. Dice que ya no te quiere aquí, que eres una carga.
—¡No lo soporto más! —exclamó Catalina, con la rabia brillando en sus ojos. —¡Vámonos de aquí, tía Marta! Tengo 18 años, podemos empezar de nuevo.
Negué con la cabeza, sin dejar de llorar.
—No puedo, mi niña. Él tiene mis documentos y me tiene atrapada. Y me amenaza con hacerle daño a mi familia en México, especialmente a mi hijo.
Catalina me miró con incredulidad y su rostro reflejaba el mismo terror que yo sentía.
—¿Cómo puede ser tan cruel?
—Él es capaz de cualquier cosa. No puedo arriesgarme. No puedo perder a mi hijo otra vez.
La abracé con fuerza, aferrándome a su calor como si fuera mi salvación. Pero sabía que no había escapatoria. Tobías nos tenía atrapadas y el miedo era una cárcel invisible que nos mantenía prisioneras.
Sabía que Tobías no jugaba. Conocía muy bien su crueldad, esa frialdad que le recorría las venas y que le permitía deshacerse de la gente como si fueran objetos inservibles.
Me parte el alma ver cómo quiere deshacerse de Catalina, esa pobre huérfana que no tiene a sus padres con vida. Ni siquiera se apiada de su propia sangre, de su sobrina.
Para él, Catalina es solo un recordatorio de un pasado que lo atormenta, un fantasma que quiere desterrar de su vida. Y yo, atrapada en esta jaula de oro, soy testigo de su maldad y crueldad, sin poder hacer nada al respecto.
Catalina.Esas palabras aún me taladran el alma.—¡No tengo a dónde ir! —le rogué con cada fibra de mi ser temblando—, no puedes echarme así.Sentía las lágrimas calientes resbalar por mis mejillas, un río salado que no podía detener.Mi pecho me dolía como si un puño gigante lo apretara, y cada bocanada era una puñalada, como si el aire mismo se negara a entrar en mis pulmones.Pero su respuesta me heló la sangre en las venas.—Por supuesto que puedo.Cada sílaba resonaba con una crueldad fría y calculada. Y luego, ese grito, esa furia volcánica dirigida hacia mí, hacia el recuerdo de mi madre...—¡No quiero nada que me recuerde a la maldita zorra de tu madre!En ese instante, sus ojos... Nunca olvidaré la bilis que destilaban. Puro odio, puro desprecio. Era como si yo no fuera su sobrina, sino una mancha, un recordatorio constante de alguien a quien detestaba.Sentí cómo se encogía mi corazón, cómo una parte de mí se rompía en mil pedazos. ¿Cómo podía alguien a quien se suponía que
Catalina.En lugar de girarme, dejé que las lágrimas siguieran su curso y mojaran mi rostro. Mis manos subían y bajaban por mis brazos tratando de generar algo de calor en aquella helada noche romana.Sentía el frío punzante calándome hasta los huesos. Entonces, noté algo cálido sobre mis hombros. Era el abrigo de tía Marta. Su tacto me dio un respiro, un pequeño oasis en este desierto de frío y soledad.—No quiero irme —alcancé a decir, mientras la voz quebrantaba y no podía contener un sollozo. Era la verdad. A pesar de todo, una parte de mí no quería abandonar lo poco que conocía, aunque ese «poco» estuviera lleno de dolor.Sentí la mano de tía Marta acariciando mi pelo.—No sé lo que le pasa a tu tío, no entiendo cómo tiene corazón para hacerte daño, mi niña.Sus palabras eran suaves y denotaban una tristeza genuina. Cerré los ojos por un instante, deseando con todas mis fuerzas que ella fuera mi madre. ¿Cómo sería mi vida entonces? Seguramente, no estaría temblando de frío y mied
Catalina.Di dos pasos más mientras el tembloroso haz de luz de mi móvil rasgaba la oscuridad de las sucias paredes del callejón. Y entonces, la luz tropezó con algo. Se trataba de un hombre. Tirado en el suelo, la oscuridad lo engullía casi por completo, pero la sangre que lo rodeaba se veía bajo la luz húmeda y oscura.—¿Quién es...?La pregunta tembló en mis labios, sin encontrar voz. ¿Quién podía infligir una brutalidad así? La respuesta, fría y desoladora, se abrió paso en mi mente como una cuchillada: hacía tiempo que la humanidad había extraviado su camino. Por unas míseras monedas, la vileza humana no conocía límites.Un torbellino de emociones me sacudió. El miedo seguía allí, agudo, recordándome el peligro y la posibilidad de que quien le hizo esto aún estuviera cerca. Pero, por encima de ese terror, sentí una oleada de indignación y una pizca de lástima.Dudé por un segundo, mientras la imagen borrosa de sus heridas se grababa en mi mente. ¿Debía involucrarme? ¿No sería más
Una pequeña sonrisa se dibujó en mis labios al ver la puerta. Por fin estaba en casa. El cansancio me oprimía cada hueso y cada fibra de mi cuerpo. Solo anhelaba la suavidad de las sábanas, la promesa de desconexión, aunque fuera por unas pocas horas.—Hogar, dulce hogar —murmuré al girar la llave y abrir la puerta. Mi pequeño piso, acogedor y humilde, no se parecía en nada a la opulenta mansión donde crecí y donde fui tan infeliz.Una oleada de gratitud me invadió al pensar en lo plena que me sentía ahora, en esta nueva vida que había construido con esfuerzo.Quizás la gente tenía razón después de todo: el dinero no podía comprar la felicidad. La mía la había encontrado en la libertad, en la paz de mis propios espacios y en la certeza de que, a pesar de las cicatrices, era dueña de mi destino.Al cruzar el umbral, la oscuridad me recibió y una punzante sensación de miedo, de peligro acechando en las sombras, me erizó el vello de la nuca al instante.Me quedé paralizada en la puerta d
—Duerme, Catalina... —susurró el hombre, y antes de que mi mente pudiera procesar sus palabras, un paño húmedo y con un olor dulzón me cubrió la boca y la nariz.Mis ojos se llenaron de lágrimas, una última cascada salada que resbaló por mis mejillas. Y entonces, entre la neblina que comenzaba a nublar mi visión, lo vi. En el umbral de la puerta, vi la inconfundible figura de Tobías Praga...Un escalofrío intenso recorrió mi cuerpo, más intenso que el miedo a los asaltantes. Lo comprendí demasiado tarde. No se trataba de un robo al azar, de una mala suerte del destino. Venían por mí. Por orden de mi tío. La traición final, urdida en la oscuridad de la noche. Y mientras la oscuridad me envolvía por completo, solo quedaba la amarga certeza de que nunca había podido escapar de su odio.Roma.Francesco.Desde la imponente altura de este rascacielos romano, la ciudad se empequeñecía a un insignificante hormiguero de luces. Dos putas semanas... dos semanas desde que la ineptitud de mis prop
«Duerme, Catalina...» Esa frase sonaba en mi cabeza, abriéndose paso a través de una niebla espesa y pegajosa contra la que luchaba con todas mis fuerzas.No sabía cuánto tiempo había pasado desde entonces ni dónde me habían llevado. El tiempo se había vuelto tan escurridizo como arena entre los dedos.Pero una cosa era clara: me estaban drogando. Tenía que ser eso. Esa era la única explicación posible para esta incapacidad de pensar con claridad y para esta pesadez que me invadía todo el cuerpo y la mente.Mis labios se sentían como papel de lija y mi garganta era un desierto reseco que clamaba por una gota de agua.Forcejeé, intentando aferrarme a la conciencia, luchando contra esa bruma traicionera que amenazaba con arrastrarme de nuevo al olvido, a ese mundo de sueños forzados y sin sentido.De nuevo, el tiempo había desaparecido. No sabría decir cuánto tiempo había pasado, si segundos, minutos, horas o incluso días, pero por fin mis párpados obedecieron y se abrieron.Mantener lo
La mujer me observó con una curiosidad casi científica, pero su mirada cambió al instante. La maldad se esfumó y dejó paso a una diversión cruel y escalofriante.—¿No es más que obvio el motivo por el que te han vendido? —respondió, y la sonrisa que se dibujó en sus labios me heló el alma.—¿Vendida? —pregunté, la palabra apenas un susurro incrédulo.Mi mente se negaba a procesar el significado de esa horrible palabra. «Vendida, vendida», repetía mi conciencia, haciéndose eco del horror que comenzaba a invadirme.—¿Qué le hiciste a un hombre como Tobías Praga para que te tratara como a una prostituta? —continuó la mujer, su voz cargada de falsa curiosidad. —Debió de ser algo terrible.Sin darme tiempo a reaccionar, prosiguió:—¿Le has robado? ¿Eres su amante y le has sido infiel? No es asunto mío.Las palabras de la mujer apenas llegaban a mi cerebro. Solo una idea martilleaba mi cabeza: mi tío me había traicionado. Me había vendido como si fuera un objeto, un animal sin valor. La tra
—¿Todo en orden, Vito?—Sí, señor.—Bien. Vámonos entonces.Francesco murmuró, girando el tallo de su copa de cristal. El ámbar líquido danzaba, atrapando la luz.«Praga... Esa sabandija miserable cree que puede moverse en mi tablero sin que yo lo note». Pensó, y sus ojos se entrecerraron; el brillo jovial se había reducido a un frío fulgor.—Ya se acerca la subasta, señor —dijo Vito.—Una subasta, qué jugada tan... predecible. Como si no supiera que esa alimaña de Tobías Praga, ambiciona más que solo mis negocios. Intentó borrarme del mapa, y ahora pretende pavonearse con mis rubíes. No, no, esto no quedará así. Prepara el coche, Vito. Tenemos un evento al que asistir.La invitación de Yelena ardía en su bolsillo como una brasa. El club, epicentro de las operaciones turbias de Praga, lo llamaba.Francesco sonrió con amargura. Claro que sabía el avispero en el que se metía; la mafia romana no era precisamente conocida por su hospitalidad.Pero la idea de que Praga lo viera acobardarse