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Capítulo 2. Tiempo después.

Catalina.

En lugar de girarme, dejé que las lágrimas siguieran su curso y mojaran mi rostro. Mis manos subían y bajaban por mis brazos tratando de generar algo de calor en aquella helada noche romana.

Sentía el frío punzante calándome hasta los huesos. Entonces, noté algo cálido sobre mis hombros. Era el abrigo de tía Marta. Su tacto me dio un respiro, un pequeño oasis en este desierto de frío y soledad.

—No quiero irme —alcancé a decir, mientras la voz quebrantaba y no podía contener un sollozo. Era la verdad. A pesar de todo, una parte de mí no quería abandonar lo poco que conocía, aunque ese «poco» estuviera lleno de dolor.

Sentí la mano de tía Marta acariciando mi pelo.

—No sé lo que le pasa a tu tío, no entiendo cómo tiene corazón para hacerte daño, mi niña.

Sus palabras eran suaves y denotaban una tristeza genuina. Cerré los ojos por un instante, deseando con todas mis fuerzas que ella fuera mi madre. ¿Cómo sería mi vida entonces? Seguramente, no estaría temblando de frío y miedo en mitad de la calle.

—Me odia tanto que no le importa lo que pueda ocurrirme —respondí con amargura. —No es nada nuevo, tía. Hoy simplemente ha tenido el valor que años atrás le faltó.

La verdad dolía, pero era la única que conocía.

—No digas eso, él se dará cuenta de su error y mandará a buscarte.

Su voz intentaba ser firme, pero yo sabía que solo quería darme un atisbo de esperanza. Negué con la cabeza suavemente. Ya no quedaba espacio para la esperanza en mi corazón. La crueldad de mi tío me había destrozado por completo.

—Espero volver a verte —le dije, pero se me atascaron las palabras en la garganta. Mi corazón se sentía como un cristal roto esparcido en mil pedazos.

En el fondo, sabía que era una despedida. Sabía que aquella noche fría y oscura era el final de algo, aunque no supiera de qué.

—Voy a buscarte, Cata —prometió Marta, y vi brillar las lágrimas en sus ojos azules.

Eran lágrimas sinceras, lo sabía. Quería creerle, deseaba aferrarme a esa promesa con todas mis fuerzas como si fuera un salvavidas en medio del océano.

Pero la sombra de mi tío era demasiado larga y oscura. Sabía que, mientras él estuviera vivo, esa promesa sería casi imposible de cumplir.

La dejé atrás, con su promesa y sus lágrimas, adentrándome en la noche de Roma, sola y sin rumbo.

Cada paso era una aflicción más profunda en el alma, como si me estuviera arrancando pedazos con cada centímetro que me alejaba.

Sentía que moría un poco más con cada bocanada de aire frío, con cada sombra que se alargaba a mi alrededor. Pero sabía que no había vuelta atrás. Dieciocho años... Dieciocho años de encierro, de sentirme invisible, de cargar con un odio que no era mío.

Nada de aquello me pertenecía realmente, ni siquiera el aire que respiraba. Alejarme de esa mansión, que había sido mi hogar y mi prisión a la vez, era un acto de supervivencia doloroso, pero necesario.

A partir de entonces, solo quedaba yo. Yo sería mi propio refugio, mi propia fuerza. La felicidad... tendría que construirla con mis propias manos, ladrillo a ladrillo, en este nuevo y aterrador camino.

Tiempo después, las calles de la ciudad se desdibujaban bajo mis pies mientras apuraba el paso. Un vistazo rápido al reloj me hizo soltar un bufido de fastidio. «Demasiado tarde», pensé, mientras sentía cómo caía la noche sobre la ciudad.

Ya no era una hora «prudente» para una mujer sola, lo sabía, pero ¿qué otra opción tenía? Mi trabajo en el mercado no me permitía gastos extra como taxis. Cada céntimo contaba y gastarlo en transporte significaría pasar hambre a fin de mes.

A cada paso, la calle se hacía más angosta, la oscuridad era un manto pegajoso que olía a humedad y olvido. Mis preocupaciones financieras eran ahora susurros débiles contra el presentimiento helado que me atenazaba el pecho.

Entonces, como un zarpazo en la quietud, un sonido rasgó el aire. No era un ruido cualquiera, sino algo áspero y gutural que parecía surgir de las entrañas de la tierra. Provenía de un callejón, una herida oscura y sombría entre los edificios.

Cada fibra de mi ser me gritaba: «¡Huye ahora mismo!». Mis piernas se tensaron, preparadas para obedecer al instinto de supervivencia. Sin embargo, una curiosidad malsana, una necesidad oscura de desentrañar el horror, me mantuvo clavada al suelo. Sin darme cuenta, como si una fuerza invisible me arrastrara, avancé tres pasos hacia la boca del callejón.

Y entonces lo oí. Pensé que no se trataba de un gemido humano, sino de algo más primario y bestial. De pronto, un sonido se clavó en el aire y se me heló la médula. Una descarga eléctrica de terror recorrió mi espina dorsal, contrayendo cada músculo.

La boca se me secó hasta volverse un desierto y la saliva se convirtió en una sustancia pegajosa en mi garganta. El miedo, un depredador invisible, se abalanzó sobre mí, inmovilizándome con su peso helador. Sentí el aliento de la oscuridad en mi nuca y, por un momento, tuve la sensación de que mi cordura pendía de un hilo.

Quise retroceder, escapar de esa oscuridad amenazante, darme la vuelta y correr sin mirar atrás. Y quizás lo habría hecho, si no hubiera escuchado esa débil, pero clara palabra:

—¡Ayuda!

Era un susurro tan lleno de dolor y desesperación que me caló hasta lo más profundo. A pesar de todo lo que había sufrido, mi corazón se negó a abandonarlo. No podía dar la espalda a ese grito de auxilio en la oscuridad.

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