Catalina.
En lugar de girarme, dejé que las lágrimas siguieran su curso y mojaran mi rostro. Mis manos subían y bajaban por mis brazos tratando de generar algo de calor en aquella helada noche romana.
Sentía el frío punzante calándome hasta los huesos. Entonces, noté algo cálido sobre mis hombros. Era el abrigo de tía Marta. Su tacto me dio un respiro, un pequeño oasis en este desierto de frío y soledad.
—No quiero irme —alcancé a decir, mientras la voz quebrantaba y no podía contener un sollozo. Era la verdad. A pesar de todo, una parte de mí no quería abandonar lo poco que conocía, aunque ese «poco» estuviera lleno de dolor.
Sentí la mano de tía Marta acariciando mi pelo.
—No sé lo que le pasa a tu tío, no entiendo cómo tiene corazón para hacerte daño, mi niña.
Sus palabras eran suaves y denotaban una tristeza genuina. Cerré los ojos por un instante, deseando con todas mis fuerzas que ella fuera mi madre. ¿Cómo sería mi vida entonces? Seguramente, no estaría temblando de frío y miedo en mitad de la calle.
—Me odia tanto que no le importa lo que pueda ocurrirme —respondí con amargura. —No es nada nuevo, tía. Hoy simplemente ha tenido el valor que años atrás le faltó.
La verdad dolía, pero era la única que conocía.
—No digas eso, él se dará cuenta de su error y mandará a buscarte.
Su voz intentaba ser firme, pero yo sabía que solo quería darme un atisbo de esperanza. Negué con la cabeza suavemente. Ya no quedaba espacio para la esperanza en mi corazón. La crueldad de mi tío me había destrozado por completo.
—Espero volver a verte —le dije, pero se me atascaron las palabras en la garganta. Mi corazón se sentía como un cristal roto esparcido en mil pedazos.
En el fondo, sabía que era una despedida. Sabía que aquella noche fría y oscura era el final de algo, aunque no supiera de qué.
—Voy a buscarte, Cata —prometió Marta, y vi brillar las lágrimas en sus ojos azules.
Eran lágrimas sinceras, lo sabía. Quería creerle, deseaba aferrarme a esa promesa con todas mis fuerzas como si fuera un salvavidas en medio del océano.
Pero la sombra de mi tío era demasiado larga y oscura. Sabía que, mientras él estuviera vivo, esa promesa sería casi imposible de cumplir.
La dejé atrás, con su promesa y sus lágrimas, adentrándome en la noche de Roma, sola y sin rumbo.
Cada paso era una aflicción más profunda en el alma, como si me estuviera arrancando pedazos con cada centímetro que me alejaba.
Sentía que moría un poco más con cada bocanada de aire frío, con cada sombra que se alargaba a mi alrededor. Pero sabía que no había vuelta atrás. Dieciocho años... Dieciocho años de encierro, de sentirme invisible, de cargar con un odio que no era mío.
Nada de aquello me pertenecía realmente, ni siquiera el aire que respiraba. Alejarme de esa mansión, que había sido mi hogar y mi prisión a la vez, era un acto de supervivencia doloroso, pero necesario.
A partir de entonces, solo quedaba yo. Yo sería mi propio refugio, mi propia fuerza. La felicidad... tendría que construirla con mis propias manos, ladrillo a ladrillo, en este nuevo y aterrador camino.
Tiempo después, las calles de la ciudad se desdibujaban bajo mis pies mientras apuraba el paso. Un vistazo rápido al reloj me hizo soltar un bufido de fastidio. «Demasiado tarde», pensé, mientras sentía cómo caía la noche sobre la ciudad.
Ya no era una hora «prudente» para una mujer sola, lo sabía, pero ¿qué otra opción tenía? Mi trabajo en el mercado no me permitía gastos extra como taxis. Cada céntimo contaba y gastarlo en transporte significaría pasar hambre a fin de mes.
A cada paso, la calle se hacía más angosta, la oscuridad era un manto pegajoso que olía a humedad y olvido. Mis preocupaciones financieras eran ahora susurros débiles contra el presentimiento helado que me atenazaba el pecho.
Entonces, como un zarpazo en la quietud, un sonido rasgó el aire. No era un ruido cualquiera, sino algo áspero y gutural que parecía surgir de las entrañas de la tierra. Provenía de un callejón, una herida oscura y sombría entre los edificios.
Cada fibra de mi ser me gritaba: «¡Huye ahora mismo!». Mis piernas se tensaron, preparadas para obedecer al instinto de supervivencia. Sin embargo, una curiosidad malsana, una necesidad oscura de desentrañar el horror, me mantuvo clavada al suelo. Sin darme cuenta, como si una fuerza invisible me arrastrara, avancé tres pasos hacia la boca del callejón.
Y entonces lo oí. Pensé que no se trataba de un gemido humano, sino de algo más primario y bestial. De pronto, un sonido se clavó en el aire y se me heló la médula. Una descarga eléctrica de terror recorrió mi espina dorsal, contrayendo cada músculo.
La boca se me secó hasta volverse un desierto y la saliva se convirtió en una sustancia pegajosa en mi garganta. El miedo, un depredador invisible, se abalanzó sobre mí, inmovilizándome con su peso helador. Sentí el aliento de la oscuridad en mi nuca y, por un momento, tuve la sensación de que mi cordura pendía de un hilo.
Quise retroceder, escapar de esa oscuridad amenazante, darme la vuelta y correr sin mirar atrás. Y quizás lo habría hecho, si no hubiera escuchado esa débil, pero clara palabra:
—¡Ayuda!
Era un susurro tan lleno de dolor y desesperación que me caló hasta lo más profundo. A pesar de todo lo que había sufrido, mi corazón se negó a abandonarlo. No podía dar la espalda a ese grito de auxilio en la oscuridad.
Catalina.Di dos pasos más mientras el tembloroso haz de luz de mi móvil rasgaba la oscuridad de las sucias paredes del callejón. Y entonces, la luz tropezó con algo. Se trataba de un hombre. Tirado en el suelo, la oscuridad lo engullía casi por completo, pero la sangre que lo rodeaba se veía bajo la luz húmeda y oscura.—¿Quién es...?La pregunta tembló en mis labios, sin encontrar voz. ¿Quién podía infligir una brutalidad así? La respuesta, fría y desoladora, se abrió paso en mi mente como una cuchillada: hacía tiempo que la humanidad había extraviado su camino. Por unas míseras monedas, la vileza humana no conocía límites.Un torbellino de emociones me sacudió. El miedo seguía allí, agudo, recordándome el peligro y la posibilidad de que quien le hizo esto aún estuviera cerca. Pero, por encima de ese terror, sentí una oleada de indignación y una pizca de lástima.Dudé por un segundo, mientras la imagen borrosa de sus heridas se grababa en mi mente. ¿Debía involucrarme? ¿No sería más
Una pequeña sonrisa se dibujó en mis labios al ver la puerta. Por fin estaba en casa. El cansancio me oprimía cada hueso y cada fibra de mi cuerpo. Solo anhelaba la suavidad de las sábanas, la promesa de desconexión, aunque fuera por unas pocas horas.—Hogar, dulce hogar —murmuré al girar la llave y abrir la puerta. Mi pequeño piso, acogedor y humilde, no se parecía en nada a la opulenta mansión donde crecí y donde fui tan infeliz.Una oleada de gratitud me invadió al pensar en lo plena que me sentía ahora, en esta nueva vida que había construido con esfuerzo.Quizás la gente tenía razón después de todo: el dinero no podía comprar la felicidad. La mía la había encontrado en la libertad, en la paz de mis propios espacios y en la certeza de que, a pesar de las cicatrices, era dueña de mi destino.Al cruzar el umbral, la oscuridad me recibió y una punzante sensación de miedo, de peligro acechando en las sombras, me erizó el vello de la nuca al instante.Me quedé paralizada en la puerta d
—Duerme, Catalina... —susurró el hombre, y antes de que mi mente pudiera procesar sus palabras, un paño húmedo y con un olor dulzón me cubrió la boca y la nariz.Mis ojos se llenaron de lágrimas, una última cascada salada que resbaló por mis mejillas. Y entonces, entre la neblina que comenzaba a nublar mi visión, lo vi. En el umbral de la puerta, vi la inconfundible figura de Tobías Praga...Un escalofrío intenso recorrió mi cuerpo, más intenso que el miedo a los asaltantes. Lo comprendí demasiado tarde. No se trataba de un robo al azar, de una mala suerte del destino. Venían por mí. Por orden de mi tío. La traición final, urdida en la oscuridad de la noche. Y mientras la oscuridad me envolvía por completo, solo quedaba la amarga certeza de que nunca había podido escapar de su odio.Roma.Francesco.Desde la imponente altura de este rascacielos romano, la ciudad se empequeñecía a un insignificante hormiguero de luces. Dos putas semanas... dos semanas desde que la ineptitud de mis prop
«Duerme, Catalina...» Esa frase sonaba en mi cabeza, abriéndose paso a través de una niebla espesa y pegajosa contra la que luchaba con todas mis fuerzas.No sabía cuánto tiempo había pasado desde entonces ni dónde me habían llevado. El tiempo se había vuelto tan escurridizo como arena entre los dedos.Pero una cosa era clara: me estaban drogando. Tenía que ser eso. Esa era la única explicación posible para esta incapacidad de pensar con claridad y para esta pesadez que me invadía todo el cuerpo y la mente.Mis labios se sentían como papel de lija y mi garganta era un desierto reseco que clamaba por una gota de agua.Forcejeé, intentando aferrarme a la conciencia, luchando contra esa bruma traicionera que amenazaba con arrastrarme de nuevo al olvido, a ese mundo de sueños forzados y sin sentido.De nuevo, el tiempo había desaparecido. No sabría decir cuánto tiempo había pasado, si segundos, minutos, horas o incluso días, pero por fin mis párpados obedecieron y se abrieron.Mantener lo
La mujer me observó con una curiosidad casi científica, pero su mirada cambió al instante. La maldad se esfumó y dejó paso a una diversión cruel y escalofriante.—¿No es más que obvio el motivo por el que te han vendido? —respondió, y la sonrisa que se dibujó en sus labios me heló el alma.—¿Vendida? —pregunté, la palabra apenas un susurro incrédulo.Mi mente se negaba a procesar el significado de esa horrible palabra. «Vendida, vendida», repetía mi conciencia, haciéndose eco del horror que comenzaba a invadirme.—¿Qué le hiciste a un hombre como Tobías Praga para que te tratara como a una prostituta? —continuó la mujer, su voz cargada de falsa curiosidad. —Debió de ser algo terrible.Sin darme tiempo a reaccionar, prosiguió:—¿Le has robado? ¿Eres su amante y le has sido infiel? No es asunto mío.Las palabras de la mujer apenas llegaban a mi cerebro. Solo una idea martilleaba mi cabeza: mi tío me había traicionado. Me había vendido como si fuera un objeto, un animal sin valor. La tra
—¿Todo en orden, Vito?—Sí, señor.—Bien. Vámonos entonces.Francesco murmuró, girando el tallo de su copa de cristal. El ámbar líquido danzaba, atrapando la luz.«Praga... Esa sabandija miserable cree que puede moverse en mi tablero sin que yo lo note». Pensó, y sus ojos se entrecerraron; el brillo jovial se había reducido a un frío fulgor.—Ya se acerca la subasta, señor —dijo Vito.—Una subasta, qué jugada tan... predecible. Como si no supiera que esa alimaña de Tobías Praga, ambiciona más que solo mis negocios. Intentó borrarme del mapa, y ahora pretende pavonearse con mis rubíes. No, no, esto no quedará así. Prepara el coche, Vito. Tenemos un evento al que asistir.La invitación de Yelena ardía en su bolsillo como una brasa. El club, epicentro de las operaciones turbias de Praga, lo llamaba.Francesco sonrió con amargura. Claro que sabía el avispero en el que se metía; la mafia romana no era precisamente conocida por su hospitalidad.Pero la idea de que Praga lo viera acobardarse
El martillo del subastador resonó, marcando el inicio de la repugnante transacción. Pero los ojos de Francesco estaban clavados en el catálogo; la imagen de una joven de cabello castaño acaparaba toda su atención. La llevaba dos semanas buscando; esa joven era Catalina.—¡Medio millón de euros! ¿Quién da más? —bramó el subastador, con voz cargada de codicia.—¡Un millón!La oferta se escuchó con una punzante familiaridad. Francesco giró la cabeza y se encontró con la astuta sonrisa de Yelena, su cómplice. Un breve y frío esbozo de sonrisa se dibujó en sus labios antes de volver su mirada a la chica del escenario, su objetivo.La sala se llenó de un voraz murmullo, cada oferta era un escalón más en la degradación de esa joven de cabello castaño. La rabia le quemaba el pecho a Francesco, que apretó las manos hasta que le blanquearon los nudillos.Pero la impaciencia no era una opción. Tenía que mantener la compostura, esperar el momento preciso y seguir la señal que pondrían en marcha s
El sonido que escapó de su boca la abrumó con una vergüenza lacerante. Ella no era una de esas mujeres curtidas en la calle y desprovistas de pudor.Su cuerpo, hasta hacía unas horas, era un territorio inexplorado, virgen de cualquier contacto íntimo.Un sollozo le recorrió la garganta, seguido de otro gemido involuntario, cada uno una punzada de humillación ante la vulnerabilidad que la invadió. La pureza que tanto había custodiado le era arrebatada de la manera más cruel e impersonal.—¡No soy una mujerzuela!La voz de Catalina se quebró entre el grito y el susurro, la desesperada afirmación de una identidad que sentía desvanecerse.Francesco se detuvo un instante, su cuerpo reaccionando involuntariamente al sonido angustioso que había escapado de sus labios.—Lo sé —respondió Francesco con urgencia contenida. —Sé que no estabas allí por elección, pero no puedo dejarte ahí. Necesitamos irnos ahora, o ambos correremos grave peligro.Su mirada buscó la de ella, tratando de transmitir