—Duerme, Catalina... —susurró el hombre, y antes de que mi mente pudiera procesar sus palabras, un paño húmedo y con un olor dulzón me cubrió la boca y la nariz.
Mis ojos se llenaron de lágrimas, una última cascada salada que resbaló por mis mejillas. Y entonces, entre la neblina que comenzaba a nublar mi visión, lo vi. En el umbral de la puerta, vi la inconfundible figura de Tobías Praga...
Un escalofrío intenso recorrió mi cuerpo, más intenso que el miedo a los asaltantes. Lo comprendí demasiado tarde. No se trataba de un robo al azar, de una mala suerte del destino. Venían por mí. Por orden de mi tío. La traición final, urdida en la oscuridad de la noche. Y mientras la oscuridad me envolvía por completo, solo quedaba la amarga certeza de que nunca había podido escapar de su odio.
Roma.
Francesco.
Desde la imponente altura de este rascacielos romano, la ciudad se empequeñecía a un insignificante hormiguero de luces. Dos putas semanas... dos semanas desde que la ineptitud de mis propios hombres me había costado tanto. Y una semana buscando a esa muchacha. Esa desconocida que, en la oscuridad de esa ratonera, me había ofrecido una mano. Sin su inesperada ayuda, esos bastardos de Praga me habrían encontrado, rematándome a golpes en esas bodegas inmundas.
—Señor.
La voz de Vito, intrusa y sin anunciarse, cercenó mis incipientes planes de venganza. Ya saboreaba el momento en que Tobías Praga pagaría por esta afrenta.
—Vito —dije, la voz grave, sin necesidad de más explicaciones. Él sabía leer entre líneas, entender mi necesidad de concentración absoluta.
—La hemos buscado por cielo y tierra, señor. Cada calle, cada sombra de callejón... nada. Empiezo a creer que esa chica es un fantasma, o que la tierra se la ha tragado.
La frustración en su tono era inusual, casi palpable. Maldita sea, yo también comenzaba a dudar de la realidad de aquella aparición. Y esa incertidumbre me desgastaba más que el recuerdo mismo de los golpes.
Me giré bruscamente, clavando una mirada gélida en Vito.
—¿Una invención de mi mente? ¿En serio crees esa basura? ¡Sus datos están en el informe del hospital y en el policial!
La rabia, un fuego sordo, me recorrió las venas. ¿Me tomaba por un idiota?
—Lo sé, señor. Pero no hemos logrado encontrarla. Una vecina cuenta que no la ha visto desde esa noche. Una mañana encontraron la puerta de su casa abierta, señor, y todo... destrozado. Pero de ella, nada. Excepto esto.
Vito extendió un bolso hacia mí, como si en ese trapo insulso residiera la clave de todo este maldito embrollo.
Lo miré con suspicacia, como si fuera una bomba a punto de estallar. «¿Qué demonios espera que haga con un puto bolso?», pensé, reprimiendo el impulso de lanzarlo contra la pared acristalada.
—¿Eso es todo? —pregunté, observando cómo Vito sostenía esa baratija como si fuera el Santo Grial. Lo estudiaba con recelo, esperando que una víbora venenosa saltara de él.
—Sí, señor.
—Sigue buscando, Vito. No me importa a quién tengas que presionar, sobornar o desaparecer. Encuéntrala —la orden resonó en la oficina, sin admitir discusión.
—Sí, señor.
Vito se giró para marcharse, pero antes de que su sombra se perdiera por la puerta, lo detuve con un grito seco.
—¡Deja el bolso sobre el escritorio!
Necesitaba examinarlo de cerca. Tal vez, en esa insignificancia, había algo más que un trozo de tela. Tal vez, solo tal vez, esa desconocida me había dejado un fragmento de su existencia.
Vito se detuvo en seco, la obediencia grabada en cada línea de su cuerpo. Sabía que mi humor era un polvorín y que cuestionar no era una opción. Depositó el bolso sobre la mesa de caoba con una delicadeza sorprendente y se esfumó de la oficina con la velocidad de un fantasma.
En cuanto la puerta se cerró tras él, volví mi atención a ese objeto despreciable. Un recuerdo fugaz, casi imperceptible, danzó en mi mente.
Era borroso, confuso, pero una certeza se abrió paso en mi memoria: era ese bolso. El mismo que llevaba la muchacha aquella noche. La noche en que, en medio de mi vulnerabilidad, me tendió una mano.
La noche en que mi vida tomó un desvío inesperado. Tenía que haber algo más en él. Algo que me condujera hasta ella.
Observé ese bolso barato un instante más, como si pudiera arrancarle sus secretos con la fuerza de mi mirada. Luego, cogí mi móvil.
Tenía contactos en la policía, favores pendientes que mi posición en el "negocio" me había granjeado. Si necesitaba remover cielo y tierra para encontrar a esa chica, lo haría.
Un presentimiento oscuro, una punzada helada en el estómago, me decía que su acto de bondad esa noche le había salido muy caro.
Las probabilidades de que estuviera en manos de los hombres de Praga eran demasiado altas, una posibilidad que me negaba a aceptar. No podía vivir con esa carga.
Tenía que hacer algo. No sabía exactamente qué, pero una necesidad visceral me quemaba por dentro. No podía quedarme de brazos cruzados.
«Duerme, Catalina...» Esa frase sonaba en mi cabeza, abriéndose paso a través de una niebla espesa y pegajosa contra la que luchaba con todas mis fuerzas.No sabía cuánto tiempo había pasado desde entonces ni dónde me habían llevado. El tiempo se había vuelto tan escurridizo como arena entre los dedos.Pero una cosa era clara: me estaban drogando. Tenía que ser eso. Esa era la única explicación posible para esta incapacidad de pensar con claridad y para esta pesadez que me invadía todo el cuerpo y la mente.Mis labios se sentían como papel de lija y mi garganta era un desierto reseco que clamaba por una gota de agua.Forcejeé, intentando aferrarme a la conciencia, luchando contra esa bruma traicionera que amenazaba con arrastrarme de nuevo al olvido, a ese mundo de sueños forzados y sin sentido.De nuevo, el tiempo había desaparecido. No sabría decir cuánto tiempo había pasado, si segundos, minutos, horas o incluso días, pero por fin mis párpados obedecieron y se abrieron.Mantener lo
La mujer me observó con una curiosidad casi científica, pero su mirada cambió al instante. La maldad se esfumó y dejó paso a una diversión cruel y escalofriante.—¿No es más que obvio el motivo por el que te han vendido? —respondió, y la sonrisa que se dibujó en sus labios me heló el alma.—¿Vendida? —pregunté, la palabra apenas un susurro incrédulo.Mi mente se negaba a procesar el significado de esa horrible palabra. «Vendida, vendida», repetía mi conciencia, haciéndose eco del horror que comenzaba a invadirme.—¿Qué le hiciste a un hombre como Tobías Praga para que te tratara como a una prostituta? —continuó la mujer, su voz cargada de falsa curiosidad. —Debió de ser algo terrible.Sin darme tiempo a reaccionar, prosiguió:—¿Le has robado? ¿Eres su amante y le has sido infiel? No es asunto mío.Las palabras de la mujer apenas llegaban a mi cerebro. Solo una idea martilleaba mi cabeza: mi tío me había traicionado. Me había vendido como si fuera un objeto, un animal sin valor. La tra
—¿Todo en orden, Vito?—Sí, señor.—Bien. Vámonos entonces.Francesco murmuró, girando el tallo de su copa de cristal. El ámbar líquido danzaba, atrapando la luz.«Praga... Esa sabandija miserable cree que puede moverse en mi tablero sin que yo lo note». Pensó, y sus ojos se entrecerraron; el brillo jovial se había reducido a un frío fulgor.—Ya se acerca la subasta, señor —dijo Vito.—Una subasta, qué jugada tan... predecible. Como si no supiera que esa alimaña de Tobías Praga, ambiciona más que solo mis negocios. Intentó borrarme del mapa, y ahora pretende pavonearse con mis rubíes. No, no, esto no quedará así. Prepara el coche, Vito. Tenemos un evento al que asistir.La invitación de Yelena ardía en su bolsillo como una brasa. El club, epicentro de las operaciones turbias de Praga, lo llamaba.Francesco sonrió con amargura. Claro que sabía el avispero en el que se metía; la mafia romana no era precisamente conocida por su hospitalidad.Pero la idea de que Praga lo viera acobardarse
El martillo del subastador resonó, marcando el inicio de la repugnante transacción. Pero los ojos de Francesco estaban clavados en el catálogo; la imagen de una joven de cabello castaño acaparaba toda su atención. La llevaba dos semanas buscando; esa joven era Catalina.—¡Medio millón de euros! ¿Quién da más? —bramó el subastador, con voz cargada de codicia.—¡Un millón!La oferta se escuchó con una punzante familiaridad. Francesco giró la cabeza y se encontró con la astuta sonrisa de Yelena, su cómplice. Un breve y frío esbozo de sonrisa se dibujó en sus labios antes de volver su mirada a la chica del escenario, su objetivo.La sala se llenó de un voraz murmullo, cada oferta era un escalón más en la degradación de esa joven de cabello castaño. La rabia le quemaba el pecho a Francesco, que apretó las manos hasta que le blanquearon los nudillos.Pero la impaciencia no era una opción. Tenía que mantener la compostura, esperar el momento preciso y seguir la señal que pondrían en marcha s
El sonido que escapó de su boca la abrumó con una vergüenza lacerante. Ella no era una de esas mujeres curtidas en la calle y desprovistas de pudor.Su cuerpo, hasta hacía unas horas, era un territorio inexplorado, virgen de cualquier contacto íntimo.Un sollozo le recorrió la garganta, seguido de otro gemido involuntario, cada uno una punzada de humillación ante la vulnerabilidad que la invadió. La pureza que tanto había custodiado le era arrebatada de la manera más cruel e impersonal.—¡No soy una mujerzuela!La voz de Catalina se quebró entre el grito y el susurro, la desesperada afirmación de una identidad que sentía desvanecerse.Francesco se detuvo un instante, su cuerpo reaccionando involuntariamente al sonido angustioso que había escapado de sus labios.—Lo sé —respondió Francesco con urgencia contenida. —Sé que no estabas allí por elección, pero no puedo dejarte ahí. Necesitamos irnos ahora, o ambos correremos grave peligro.Su mirada buscó la de ella, tratando de transmitir
El corazón de Francesco se detuvo por un instante, latiendo luego con un eco sordo de esperanza fallida al creer que los párpados de la muchacha se abrían hacia la luz.Pero la quietud dulce y vulnerable de su rostro desmintió su anhelo, revelando que seguía soñando, quizás como refugio contra el dolor que la acechaba incluso en la inconsciencia.Entonces, como rocío silencioso en una flor marchita, lágrimas brotaron de sus ojos cerrados, perlas transparentes que rodaban lentas, cargadas del peso invisible de sus vivencias.Francesco sintió un nudo en la garganta, una mezcla de impotencia ante el sufrimiento silencioso que emanaba de ella.Su mente se negaba a oscurecer los días aciagos de su encierro y el horror al que había estado expuesta a merced de almas crueles.Solo podía abrazar la fragilidad de su presente, la promesa tácita de un futuro donde las lágrimas fueran solo un recuerdo lejano, borrado por la calidez del amor y la seguridad.La voz de Francesco fue un susurro apenas
Francesco se detuvo en seco al cruzar el umbral de la recámara, la imagen de Catalina completamente desnuda en el centro de la habitación lo petrificó.La sábana que llevaba consigo se deslizó de sus manos sin que él pudiera evitarlo, cayendo al suelo con un golpe sordo que apenas registró.Su mirada, involuntariamente atraída, se posó sobre la curva suave de sus pechos y los pezones erectos que parecían apuntar directamente hacia él, una visión de una vulnerabilidad y una sensualidad desinhibida que lo dejó sin aliento.Al percatarse de la presencia de otra persona en la habitación, Catalina retrocedió instintivamente, con el cuerpo tensó y la mirada llena de temor.Su voz, quebrada por la angustia, apenas fue un susurro desesperado:—Por favor, por favor, no vayas a abusar de mí. No soy una cualquiera —repitió con una premura que dejó petrificado a Francesco.El ruego desesperado de Catalina le retorció el corazón a Francesco. Apartó la mirada de inmediato, sintiendo una punzada de
El fulgor la abofeteó al descorrerse sus párpados, un bautismo de luz tras la prolongada noche de su encierro. Cada pestaña se sintió pesada, reacia a abandonar la familiar oscuridad, pero la insistente claridad, como un torrente dorado, las obligó a ceder.El mundo se presentó borroso al principio, un lienzo de manchas brillantes que poco a poco se definieron en contornos y formas.«¿Luz?», se preguntó, sintiendo aún en la piel la opresión sufrida.La memoria de aquel cubículo sin ventanas, donde la negrura era un manto constante, contrastaba brutalmente con esta invasión luminosa, sembrando una semilla de asombro y una pizca de esperanza en el yermo de su alma.La luz, antes un anhelo distante, ahora la envolvía, un abrazo cálido que comenzaba a derretir el frío entumecimiento de su cautiverio.El grito resonante del subastador, «¡Seis Millones! ¿¡Quién da más!?», irrumpió en su conciencia como un azote, un eco brutal de una pesadilla tangible.Un temblor incontrolable la sacudió, l