El fulgor la abofeteó al descorrerse sus párpados, un bautismo de luz tras la prolongada noche de su encierro. Cada pestaña se sintió pesada, reacia a abandonar la familiar oscuridad, pero la insistente claridad, como un torrente dorado, las obligó a ceder.El mundo se presentó borroso al principio, un lienzo de manchas brillantes que poco a poco se definieron en contornos y formas.«¿Luz?», se preguntó, sintiendo aún en la piel la opresión sufrida.La memoria de aquel cubículo sin ventanas, donde la negrura era un manto constante, contrastaba brutalmente con esta invasión luminosa, sembrando una semilla de asombro y una pizca de esperanza en el yermo de su alma.La luz, antes un anhelo distante, ahora la envolvía, un abrazo cálido que comenzaba a derretir el frío entumecimiento de su cautiverio.El grito resonante del subastador, «¡Seis Millones! ¿¡Quién da más!?», irrumpió en su conciencia como un azote, un eco brutal de una pesadilla tangible.Un temblor incontrolable la sacudió, l
—Eres un extraño para mí, y no tengo ningún deseo de conocerte. Mi único anhelo es encontrar seguridad, alejarme de todos aquellos que buscan lastimarme —dijo entre lágrimas.Francesco sintió en carne propia la angustia de la joven. Recordaba vívidamente su propio desconcierto y terror durante las horas de secuestro en las oscuras bodegas, los golpes brutales que lo habían llevado al límite.Si él, siendo hombre, se había sentido tan vulnerable y desorientado, no podía imaginar la magnitud del miedo y la confusión que embargaban a Catalina en esa situación.—Te doy mi palabra de que no te lastimaré. Aguarda un momento, voy a buscar algunas prendas para que puedas vestirte —afirmó él.Catalina observó cómo él se marchaba del cuarto, percatándose de la omisión del seguro en la puerta.Una punción de esperanza la invadió: quizás esta era su única vía de escape. Dio un par de pasos vacilantes hacia la salida, pero se detuvo abruptamente. La incertidumbre la asaltó. ¿Cuál sería su destino?
Sin calzado alguno, Catalina transitó pausadamente desde el sanitario hasta el dormitorio, experimentando asombro al no divisar al caballero aguardándola; tomó asiento en el borde del lecho, esforzándose por traer a la memoria los sucesos de la velada precedente, más su entendimiento se encontraba totalmente vacío.Era incapaz de evocar algo más que las expresiones del sujeto mientras vociferaba «¡Comprada!»Un torrente salado resbaló por su rostro, la inmovilidad la atenazaba en aquel ignoto paraje. Se hallaba prisionera junto a un individuo que había desembolsado la asombrosa suma de ¡seis millones!¿Qué mente cuerda perpetraría semejante acto? ¿Quién poseería la riqueza desmedida para sufragar tal cantidad por una fémina? En la incertidumbre más absoluta, desconocía la identidad de aquel hombre y las acciones de las que sería capaz.La angustia la embargaba ante la magnitud de su desventura y el sombrío futuro que se cernía sobre ella en manos de un desconocido con recursos tan ine
Una oleada de incertidumbre embargó a Catalina ante el reconocimiento. ¿Debía sentirse aliviada de que aquel hombre fuera su benefactor de hacía dos semanas, o aterrarse ante las posibles implicaciones? ¿Sospecharía él que ella estaba involucrada con sus captores? ¿Tendría el poder de enviarla tras las rejas? Un torbellino de dudas e inquietudes la asaltó.—Catalina… —pronunció él con suavidad.—¿De qué manera diste conmigo? —cuestionó ella, su incredulidad hacia las coincidencias era palpable.En su mente, cada suceso en su existencia obedecía a una lógica de causa y consecuencia. La idea de un encuentro fortuito con aquel hombre era, para ella, inconcebible.Su presente era la consecuencia inevitable de las decisiones ajenas, un destino forjado por las acciones de todos los demás, excluyéndola por completo de la ecuación. Ella era simplemente una pieza movida por fuerzas externas.—Tras reponerme, deseé averiguar la identidad de la dama que me había librado de la muerte y encargué a
El hambre atenazaba a Catalina, por lo que no pudo rehusarse a ir al comedor. A pesar de la momentánea calma entre ellos, la idea de saldar su deuda persistía en su mente, como una forma de asegurarse de que él nunca pudiera reclamarla como posesión suya.Catalina comió con avidez, engullendo todo lo que Francesco dispuso ante ella. Estaba famélica, una necesidad que no había reconocido hasta que el aroma de la comida caliente asaltó su olfato, haciéndole la boca agua.Olvidándose de las normas de cortesía, devoró cuanto pudo, todo bajo la observadora mirada del hombre que solo tenía una taza de café frente a sí.Francesco la observó y, por primera vez, saboreó la compañía de una mujer sin artificios. Esa era Catalina: una mujer genuina que no tenía reparo en mostrarse tal cual era.Sin embargo, también emanaba un aire aristocrático, y su belleza... él no recordaba haber contemplado una mujer tan impecable en todos los aspectos.Se esforzó por reprimir el gemido que amenazaba con esca
Tobías.—Ya es hora, Marta —espeté con desdén. —Catalina cumple 18 años. Basta ya de esta farsa. Que empaque sus cosas y se vaya. No necesitamos parásitos aquí.Marta me miró con incredulidad, como si no pudiera creer lo que estaba oyendo.—¿Cómo puedes decir eso, Tobías? ¡Es nuestra sobrina y la quiero como a una hija!Solté una risa fría, como si nada me importara.—¿Nuestra sobrina, dices? No me hagas reír. Es una carga, una molestia. Además, ya es mayor, que se busque la vida.Su rostro se enrojeció de rabia.—¡Eres un monstruo! ¿Cómo pude casarme contigo?Me acerqué a ella sonriendo con burla.—¿No lo recuerdas? Eras una simple cantinera, una inmigrante sin futuro. Yo te saqué de la miseria, te di un apellido, una vida. Deberías estar agradecida.—¡Te odio! Eres un ser despreciable —respondió Marta aterrorizada.—El odio es un sentimiento y tú no tienes derecho a sentir nada. Ahora haz lo que te dije. Empaca sus cosas y desaparece de mi vista.Me di la vuelta y le di la espalda a
Catalina.Esas palabras aún me taladran el alma.—¡No tengo a dónde ir! —le rogué con cada fibra de mi ser temblando—, no puedes echarme así.Sentía las lágrimas calientes resbalar por mis mejillas, un río salado que no podía detener.Mi pecho me dolía como si un puño gigante lo apretara, y cada bocanada era una puñalada, como si el aire mismo se negara a entrar en mis pulmones.Pero su respuesta me heló la sangre en las venas.—Por supuesto que puedo.Cada sílaba resonaba con una crueldad fría y calculada. Y luego, ese grito, esa furia volcánica dirigida hacia mí, hacia el recuerdo de mi madre...—¡No quiero nada que me recuerde a la maldita zorra de tu madre!En ese instante, sus ojos... Nunca olvidaré la bilis que destilaban. Puro odio, puro desprecio. Era como si yo no fuera su sobrina, sino una mancha, un recordatorio constante de alguien a quien detestaba.Sentí cómo se encogía mi corazón, cómo una parte de mí se rompía en mil pedazos. ¿Cómo podía alguien a quien se suponía que
Catalina.En lugar de girarme, dejé que las lágrimas siguieran su curso y mojaran mi rostro. Mis manos subían y bajaban por mis brazos tratando de generar algo de calor en aquella helada noche romana.Sentía el frío punzante calándome hasta los huesos. Entonces, noté algo cálido sobre mis hombros. Era el abrigo de tía Marta. Su tacto me dio un respiro, un pequeño oasis en este desierto de frío y soledad.—No quiero irme —alcancé a decir, mientras la voz quebrantaba y no podía contener un sollozo. Era la verdad. A pesar de todo, una parte de mí no quería abandonar lo poco que conocía, aunque ese «poco» estuviera lleno de dolor.Sentí la mano de tía Marta acariciando mi pelo.—No sé lo que le pasa a tu tío, no entiendo cómo tiene corazón para hacerte daño, mi niña.Sus palabras eran suaves y denotaban una tristeza genuina. Cerré los ojos por un instante, deseando con todas mis fuerzas que ella fuera mi madre. ¿Cómo sería mi vida entonces? Seguramente, no estaría temblando de frío y mied