Capítulo 1. Crueldad.

Catalina.

Esas palabras aún me taladran el alma.

—¡No tengo a dónde ir!  —le rogué con cada fibra de mi ser temblando—, no puedes echarme así.

Sentía las lágrimas calientes resbalar por mis mejillas, un río salado que no podía detener.

Mi pecho me dolía como si un puño gigante lo apretara, y cada bocanada era una puñalada, como si el aire mismo se negara a entrar en mis pulmones.

Pero su respuesta me heló la sangre en las venas.

—Por supuesto que puedo.

Cada sílaba resonaba con una crueldad fría y calculada. Y luego, ese grito, esa furia volcánica dirigida hacia mí, hacia el recuerdo de mi madre...

—¡No quiero nada que me recuerde a la maldita zorra de tu madre!

En ese instante, sus ojos... Nunca olvidaré la bilis que destilaban. Puro odio, puro desprecio. Era como si yo no fuera su sobrina, sino una mancha, un recordatorio constante de alguien a quien detestaba.

Sentí cómo se encogía mi corazón, cómo una parte de mí se rompía en mil pedazos. ¿Cómo podía alguien a quien se suponía que debía amar mirarme con tanta... repugnancia? Ese día no solo me quedé sin hogar, sino que perdí algo mucho más valioso: la ilusión de tener una familia.

Solo tenía cinco años cuando murió mi madre y me fui a vivir con mi tío paterno. No entendía nada: ¿por qué mi tío me miraba con tanta rabia? Yo no había hecho nada, solo era una niña pequeña asustada que no entendía por qué mamá ya no estaba.

Luego llegó tía Marta. Ella sí que me abrazaba y me hablaba con cariño. Se casó con mi tío y, aunque no era mi madre, su cariño me hacía sentir mejor.

—Déjala, Tobías, por favor, es una niña. No puedes echala a la calle, ¡es tu sobrina!

Su voz temblaba, como la mía cuando le supliqué que no me abandonara.

Pero su mirada oscura no cambiaba. Era como si yo fuera una sombra de algo que él detestaba. Sentía que mi tía Marta trataba de protegerme. Pero el odio de mi tío era tan intenso que parecía que iba a estallar en cualquier momento.

Escuché a mi tía Marta susurrar con miedo que, si no me iba esa noche, él podría hacerme daño de verdad. Esa noche, entendí que el cariño de una persona no bastaba contra la furia del otro. Y el miedo se instaló para siempre en mi corazón.

—Se irá a la calle a donde pertenece, ella no es mejor que la puta de su madre.

Esas palabras eran como latigazos para mi alma. No pude decir nada, solo llorar. Las lágrimas quemaban mi cara, pero el dolor que sentía era mucho peor. Sentía mi corazón como si se hubiera caído al suelo y se hubiera hecho añicos.

No podía creerlo. Ya había perdido a mi madre y ya vivía con su desprecio constante, ¿pero echarme así? Me sentía basura, un animal enfermo que había que echar de la casa. «¡Por favor!», alcancé a decir, con la voz apenas un susurro entre el llanto. Pero él no mostraba nada en su rostro. Era como una estatua de hielo, firme en su crueldad.

Y entonces llegó esa frase... «No sabes cuánto tiempo he esperado para poder hacer esto». Su voz denotaba una maldad fría y calculada. Era como si este momento, este dolor mío, fuera algo que él había deseado. ¡Vaya manera de celebrar mi mayoría de edad en mi cumpleaños número 18!

Sentí cómo me agarraba el brazo con fuerza, una presión que me dolía hasta los huesos. Y entonces... el empujón. De repente, el aire frío de la noche me golpeó la cara. Tropecé y caí a la acera.

Cuando levanté la vista, él estaba ahí, en la puerta, mirándome como si yo fuera lo más repugnante del mundo. Y luego, cerró la puerta. Me quedé sola, en la oscuridad, sin nada más que la ropa que llevaba puesta y el corazón destrozado.

El frío... ¡Dios, qué frío! Me entraba hasta los huesos, como agujas heladas clavándose en mi piel. Por un momento, pensé que no lo soportaría, que me quedaría tirada hasta que me congelara.

Y si no era el frío, sería el hambre. Nunca había pasado hambre de verdad. Siempre había una mesa puesta, aunque las miradas fueran frías. La calle era un mundo desconocido y aterrador.

Mi tío nunca me dejaba salir, nunca tuve amigos. Para él, dejé de existir el día que murió mi madre. Como si la culpa fuera mía.

De repente, escuché un grito.

—¡Cata!

Era tía Marta. Me estremecí, por supuesto. Su voz era lo único cálido en esa horrible noche. Pero no me detuve. Tenía que seguir caminando, alejarme de esa casa, de ese odio.

Cada paso era como arrancar un pedazo de mi alma, de lo poco que conocía. Tenía miedo de dar la vuelta y encontrarla, porque sabía que, si lo hacía, me rompería por completo.

—¡Espera, por favor, Cata!

Su voz sonaba desesperada. Esta vez me detuve. Mis pies se plantaron en el asfalto, pero mi cuerpo se negaba a girar.

¿Qué iba a decirle? ¿Qué podía decirle? El nudo en mi garganta era demasiado grande y las lágrimas caían silenciosamente. Solo podía escuchar su voz quebrada llamándome y sentir cómo el frío me calaba cada vez más hondo.

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