Catalina.
Esas palabras aún me taladran el alma.
—¡No tengo a dónde ir! —le rogué con cada fibra de mi ser temblando—, no puedes echarme así.
Sentía las lágrimas calientes resbalar por mis mejillas, un río salado que no podía detener.
Mi pecho me dolía como si un puño gigante lo apretara, y cada bocanada era una puñalada, como si el aire mismo se negara a entrar en mis pulmones.
Pero su respuesta me heló la sangre en las venas.
—Por supuesto que puedo.
Cada sílaba resonaba con una crueldad fría y calculada. Y luego, ese grito, esa furia volcánica dirigida hacia mí, hacia el recuerdo de mi madre...
—¡No quiero nada que me recuerde a la maldita zorra de tu madre!
En ese instante, sus ojos... Nunca olvidaré la bilis que destilaban. Puro odio, puro desprecio. Era como si yo no fuera su sobrina, sino una mancha, un recordatorio constante de alguien a quien detestaba.
Sentí cómo se encogía mi corazón, cómo una parte de mí se rompía en mil pedazos. ¿Cómo podía alguien a quien se suponía que debía amar mirarme con tanta... repugnancia? Ese día no solo me quedé sin hogar, sino que perdí algo mucho más valioso: la ilusión de tener una familia.
Solo tenía cinco años cuando murió mi madre y me fui a vivir con mi tío paterno. No entendía nada: ¿por qué mi tío me miraba con tanta rabia? Yo no había hecho nada, solo era una niña pequeña asustada que no entendía por qué mamá ya no estaba.
Luego llegó tía Marta. Ella sí que me abrazaba y me hablaba con cariño. Se casó con mi tío y, aunque no era mi madre, su cariño me hacía sentir mejor.
—Déjala, Tobías, por favor, es una niña. No puedes echala a la calle, ¡es tu sobrina!
Su voz temblaba, como la mía cuando le supliqué que no me abandonara.
Pero su mirada oscura no cambiaba. Era como si yo fuera una sombra de algo que él detestaba. Sentía que mi tía Marta trataba de protegerme. Pero el odio de mi tío era tan intenso que parecía que iba a estallar en cualquier momento.
Escuché a mi tía Marta susurrar con miedo que, si no me iba esa noche, él podría hacerme daño de verdad. Esa noche, entendí que el cariño de una persona no bastaba contra la furia del otro. Y el miedo se instaló para siempre en mi corazón.
—Se irá a la calle a donde pertenece, ella no es mejor que la puta de su madre.
Esas palabras eran como latigazos para mi alma. No pude decir nada, solo llorar. Las lágrimas quemaban mi cara, pero el dolor que sentía era mucho peor. Sentía mi corazón como si se hubiera caído al suelo y se hubiera hecho añicos.
No podía creerlo. Ya había perdido a mi madre y ya vivía con su desprecio constante, ¿pero echarme así? Me sentía basura, un animal enfermo que había que echar de la casa. «¡Por favor!», alcancé a decir, con la voz apenas un susurro entre el llanto. Pero él no mostraba nada en su rostro. Era como una estatua de hielo, firme en su crueldad.
Y entonces llegó esa frase... «No sabes cuánto tiempo he esperado para poder hacer esto». Su voz denotaba una maldad fría y calculada. Era como si este momento, este dolor mío, fuera algo que él había deseado. ¡Vaya manera de celebrar mi mayoría de edad en mi cumpleaños número 18!
Sentí cómo me agarraba el brazo con fuerza, una presión que me dolía hasta los huesos. Y entonces... el empujón. De repente, el aire frío de la noche me golpeó la cara. Tropecé y caí a la acera.
Cuando levanté la vista, él estaba ahí, en la puerta, mirándome como si yo fuera lo más repugnante del mundo. Y luego, cerró la puerta. Me quedé sola, en la oscuridad, sin nada más que la ropa que llevaba puesta y el corazón destrozado.
El frío... ¡Dios, qué frío! Me entraba hasta los huesos, como agujas heladas clavándose en mi piel. Por un momento, pensé que no lo soportaría, que me quedaría tirada hasta que me congelara.
Y si no era el frío, sería el hambre. Nunca había pasado hambre de verdad. Siempre había una mesa puesta, aunque las miradas fueran frías. La calle era un mundo desconocido y aterrador.
Mi tío nunca me dejaba salir, nunca tuve amigos. Para él, dejé de existir el día que murió mi madre. Como si la culpa fuera mía.
De repente, escuché un grito.
—¡Cata!
Era tía Marta. Me estremecí, por supuesto. Su voz era lo único cálido en esa horrible noche. Pero no me detuve. Tenía que seguir caminando, alejarme de esa casa, de ese odio.
Cada paso era como arrancar un pedazo de mi alma, de lo poco que conocía. Tenía miedo de dar la vuelta y encontrarla, porque sabía que, si lo hacía, me rompería por completo.
—¡Espera, por favor, Cata!
Su voz sonaba desesperada. Esta vez me detuve. Mis pies se plantaron en el asfalto, pero mi cuerpo se negaba a girar.
¿Qué iba a decirle? ¿Qué podía decirle? El nudo en mi garganta era demasiado grande y las lágrimas caían silenciosamente. Solo podía escuchar su voz quebrada llamándome y sentir cómo el frío me calaba cada vez más hondo.
Catalina.En lugar de girarme, dejé que las lágrimas siguieran su curso y mojaran mi rostro. Mis manos subían y bajaban por mis brazos tratando de generar algo de calor en aquella helada noche romana.Sentía el frío punzante calándome hasta los huesos. Entonces, noté algo cálido sobre mis hombros. Era el abrigo de tía Marta. Su tacto me dio un respiro, un pequeño oasis en este desierto de frío y soledad.—No quiero irme —alcancé a decir, mientras la voz quebrantaba y no podía contener un sollozo. Era la verdad. A pesar de todo, una parte de mí no quería abandonar lo poco que conocía, aunque ese «poco» estuviera lleno de dolor.Sentí la mano de tía Marta acariciando mi pelo.—No sé lo que le pasa a tu tío, no entiendo cómo tiene corazón para hacerte daño, mi niña.Sus palabras eran suaves y denotaban una tristeza genuina. Cerré los ojos por un instante, deseando con todas mis fuerzas que ella fuera mi madre. ¿Cómo sería mi vida entonces? Seguramente, no estaría temblando de frío y mied
Catalina.Di dos pasos más mientras el tembloroso haz de luz de mi móvil rasgaba la oscuridad de las sucias paredes del callejón. Y entonces, la luz tropezó con algo. Se trataba de un hombre. Tirado en el suelo, la oscuridad lo engullía casi por completo, pero la sangre que lo rodeaba se veía bajo la luz húmeda y oscura.—¿Quién es...?La pregunta tembló en mis labios, sin encontrar voz. ¿Quién podía infligir una brutalidad así? La respuesta, fría y desoladora, se abrió paso en mi mente como una cuchillada: hacía tiempo que la humanidad había extraviado su camino. Por unas míseras monedas, la vileza humana no conocía límites.Un torbellino de emociones me sacudió. El miedo seguía allí, agudo, recordándome el peligro y la posibilidad de que quien le hizo esto aún estuviera cerca. Pero, por encima de ese terror, sentí una oleada de indignación y una pizca de lástima.Dudé por un segundo, mientras la imagen borrosa de sus heridas se grababa en mi mente. ¿Debía involucrarme? ¿No sería más
Una pequeña sonrisa se dibujó en mis labios al ver la puerta. Por fin estaba en casa. El cansancio me oprimía cada hueso y cada fibra de mi cuerpo. Solo anhelaba la suavidad de las sábanas, la promesa de desconexión, aunque fuera por unas pocas horas.—Hogar, dulce hogar —murmuré al girar la llave y abrir la puerta. Mi pequeño piso, acogedor y humilde, no se parecía en nada a la opulenta mansión donde crecí y donde fui tan infeliz.Una oleada de gratitud me invadió al pensar en lo plena que me sentía ahora, en esta nueva vida que había construido con esfuerzo.Quizás la gente tenía razón después de todo: el dinero no podía comprar la felicidad. La mía la había encontrado en la libertad, en la paz de mis propios espacios y en la certeza de que, a pesar de las cicatrices, era dueña de mi destino.Al cruzar el umbral, la oscuridad me recibió y una punzante sensación de miedo, de peligro acechando en las sombras, me erizó el vello de la nuca al instante.Me quedé paralizada en la puerta d
—Duerme, Catalina... —susurró el hombre, y antes de que mi mente pudiera procesar sus palabras, un paño húmedo y con un olor dulzón me cubrió la boca y la nariz.Mis ojos se llenaron de lágrimas, una última cascada salada que resbaló por mis mejillas. Y entonces, entre la neblina que comenzaba a nublar mi visión, lo vi. En el umbral de la puerta, vi la inconfundible figura de Tobías Praga...Un escalofrío intenso recorrió mi cuerpo, más intenso que el miedo a los asaltantes. Lo comprendí demasiado tarde. No se trataba de un robo al azar, de una mala suerte del destino. Venían por mí. Por orden de mi tío. La traición final, urdida en la oscuridad de la noche. Y mientras la oscuridad me envolvía por completo, solo quedaba la amarga certeza de que nunca había podido escapar de su odio.Roma.Francesco.Desde la imponente altura de este rascacielos romano, la ciudad se empequeñecía a un insignificante hormiguero de luces. Dos putas semanas... dos semanas desde que la ineptitud de mis prop
«Duerme, Catalina...» Esa frase sonaba en mi cabeza, abriéndose paso a través de una niebla espesa y pegajosa contra la que luchaba con todas mis fuerzas.No sabía cuánto tiempo había pasado desde entonces ni dónde me habían llevado. El tiempo se había vuelto tan escurridizo como arena entre los dedos.Pero una cosa era clara: me estaban drogando. Tenía que ser eso. Esa era la única explicación posible para esta incapacidad de pensar con claridad y para esta pesadez que me invadía todo el cuerpo y la mente.Mis labios se sentían como papel de lija y mi garganta era un desierto reseco que clamaba por una gota de agua.Forcejeé, intentando aferrarme a la conciencia, luchando contra esa bruma traicionera que amenazaba con arrastrarme de nuevo al olvido, a ese mundo de sueños forzados y sin sentido.De nuevo, el tiempo había desaparecido. No sabría decir cuánto tiempo había pasado, si segundos, minutos, horas o incluso días, pero por fin mis párpados obedecieron y se abrieron.Mantener lo
La mujer me observó con una curiosidad casi científica, pero su mirada cambió al instante. La maldad se esfumó y dejó paso a una diversión cruel y escalofriante.—¿No es más que obvio el motivo por el que te han vendido? —respondió, y la sonrisa que se dibujó en sus labios me heló el alma.—¿Vendida? —pregunté, la palabra apenas un susurro incrédulo.Mi mente se negaba a procesar el significado de esa horrible palabra. «Vendida, vendida», repetía mi conciencia, haciéndose eco del horror que comenzaba a invadirme.—¿Qué le hiciste a un hombre como Tobías Praga para que te tratara como a una prostituta? —continuó la mujer, su voz cargada de falsa curiosidad. —Debió de ser algo terrible.Sin darme tiempo a reaccionar, prosiguió:—¿Le has robado? ¿Eres su amante y le has sido infiel? No es asunto mío.Las palabras de la mujer apenas llegaban a mi cerebro. Solo una idea martilleaba mi cabeza: mi tío me había traicionado. Me había vendido como si fuera un objeto, un animal sin valor. La tra
—¿Todo en orden, Vito?—Sí, señor.—Bien. Vámonos entonces.Francesco murmuró, girando el tallo de su copa de cristal. El ámbar líquido danzaba, atrapando la luz.«Praga... Esa sabandija miserable cree que puede moverse en mi tablero sin que yo lo note». Pensó, y sus ojos se entrecerraron; el brillo jovial se había reducido a un frío fulgor.—Ya se acerca la subasta, señor —dijo Vito.—Una subasta, qué jugada tan... predecible. Como si no supiera que esa alimaña de Tobías Praga, ambiciona más que solo mis negocios. Intentó borrarme del mapa, y ahora pretende pavonearse con mis rubíes. No, no, esto no quedará así. Prepara el coche, Vito. Tenemos un evento al que asistir.La invitación de Yelena ardía en su bolsillo como una brasa. El club, epicentro de las operaciones turbias de Praga, lo llamaba.Francesco sonrió con amargura. Claro que sabía el avispero en el que se metía; la mafia romana no era precisamente conocida por su hospitalidad.Pero la idea de que Praga lo viera acobardarse
El martillo del subastador resonó, marcando el inicio de la repugnante transacción. Pero los ojos de Francesco estaban clavados en el catálogo; la imagen de una joven de cabello castaño acaparaba toda su atención. La llevaba dos semanas buscando; esa joven era Catalina.—¡Medio millón de euros! ¿Quién da más? —bramó el subastador, con voz cargada de codicia.—¡Un millón!La oferta se escuchó con una punzante familiaridad. Francesco giró la cabeza y se encontró con la astuta sonrisa de Yelena, su cómplice. Un breve y frío esbozo de sonrisa se dibujó en sus labios antes de volver su mirada a la chica del escenario, su objetivo.La sala se llenó de un voraz murmullo, cada oferta era un escalón más en la degradación de esa joven de cabello castaño. La rabia le quemaba el pecho a Francesco, que apretó las manos hasta que le blanquearon los nudillos.Pero la impaciencia no era una opción. Tenía que mantener la compostura, esperar el momento preciso y seguir la señal que pondrían en marcha s