El martillo del subastador resonó, marcando el inicio de la repugnante transacción. Pero los ojos de Francesco estaban clavados en el catálogo; la imagen de una joven de cabello castaño acaparaba toda su atención. La llevaba dos semanas buscando; esa joven era Catalina.—¡Medio millón de euros! ¿Quién da más? —bramó el subastador, con voz cargada de codicia.—¡Un millón!La oferta se escuchó con una punzante familiaridad. Francesco giró la cabeza y se encontró con la astuta sonrisa de Yelena, su cómplice. Un breve y frío esbozo de sonrisa se dibujó en sus labios antes de volver su mirada a la chica del escenario, su objetivo.La sala se llenó de un voraz murmullo, cada oferta era un escalón más en la degradación de esa joven de cabello castaño. La rabia le quemaba el pecho a Francesco, que apretó las manos hasta que le blanquearon los nudillos.Pero la impaciencia no era una opción. Tenía que mantener la compostura, esperar el momento preciso y seguir la señal que pondrían en marcha s
El sonido que escapó de su boca la abrumó con una vergüenza lacerante. Ella no era una de esas mujeres curtidas en la calle y desprovistas de pudor.Su cuerpo, hasta hacía unas horas, era un territorio inexplorado, virgen de cualquier contacto íntimo.Un sollozo le recorrió la garganta, seguido de otro gemido involuntario, cada uno una punzada de humillación ante la vulnerabilidad que la invadió. La pureza que tanto había custodiado le era arrebatada de la manera más cruel e impersonal.—¡No soy una mujerzuela!La voz de Catalina se quebró entre el grito y el susurro, la desesperada afirmación de una identidad que sentía desvanecerse.Francesco se detuvo un instante, su cuerpo reaccionando involuntariamente al sonido angustioso que había escapado de sus labios.—Lo sé —respondió Francesco con urgencia contenida. —Sé que no estabas allí por elección, pero no puedo dejarte ahí. Necesitamos irnos ahora, o ambos correremos grave peligro.Su mirada buscó la de ella, tratando de transmitir
El corazón de Francesco se detuvo por un instante, latiendo luego con un eco sordo de esperanza fallida al creer que los párpados de la muchacha se abrían hacia la luz.Pero la quietud dulce y vulnerable de su rostro desmintió su anhelo, revelando que seguía soñando, quizás como refugio contra el dolor que la acechaba incluso en la inconsciencia.Entonces, como rocío silencioso en una flor marchita, lágrimas brotaron de sus ojos cerrados, perlas transparentes que rodaban lentas, cargadas del peso invisible de sus vivencias.Francesco sintió un nudo en la garganta, una mezcla de impotencia ante el sufrimiento silencioso que emanaba de ella.Su mente se negaba a oscurecer los días aciagos de su encierro y el horror al que había estado expuesta a merced de almas crueles.Solo podía abrazar la fragilidad de su presente, la promesa tácita de un futuro donde las lágrimas fueran solo un recuerdo lejano, borrado por la calidez del amor y la seguridad.La voz de Francesco fue un susurro apenas
Francesco se detuvo en seco al cruzar el umbral de la recámara, la imagen de Catalina completamente desnuda en el centro de la habitación lo petrificó.La sábana que llevaba consigo se deslizó de sus manos sin que él pudiera evitarlo, cayendo al suelo con un golpe sordo que apenas registró.Su mirada, involuntariamente atraída, se posó sobre la curva suave de sus pechos y los pezones erectos que parecían apuntar directamente hacia él, una visión de una vulnerabilidad y una sensualidad desinhibida que lo dejó sin aliento.Al percatarse de la presencia de otra persona en la habitación, Catalina retrocedió instintivamente, con el cuerpo tensó y la mirada llena de temor.Su voz, quebrada por la angustia, apenas fue un susurro desesperado:—Por favor, por favor, no vayas a abusar de mí. No soy una cualquiera —repitió con una premura que dejó petrificado a Francesco.El ruego desesperado de Catalina le retorció el corazón a Francesco. Apartó la mirada de inmediato, sintiendo una punzada de
El fulgor la abofeteó al descorrerse sus párpados, un bautismo de luz tras la prolongada noche de su encierro. Cada pestaña se sintió pesada, reacia a abandonar la familiar oscuridad, pero la insistente claridad, como un torrente dorado, las obligó a ceder.El mundo se presentó borroso al principio, un lienzo de manchas brillantes que poco a poco se definieron en contornos y formas.«¿Luz?», se preguntó, sintiendo aún en la piel la opresión sufrida.La memoria de aquel cubículo sin ventanas, donde la negrura era un manto constante, contrastaba brutalmente con esta invasión luminosa, sembrando una semilla de asombro y una pizca de esperanza en el yermo de su alma.La luz, antes un anhelo distante, ahora la envolvía, un abrazo cálido que comenzaba a derretir el frío entumecimiento de su cautiverio.El grito resonante del subastador, «¡Seis Millones! ¿¡Quién da más!?», irrumpió en su conciencia como un azote, un eco brutal de una pesadilla tangible.Un temblor incontrolable la sacudió, l
—Eres un extraño para mí, y no tengo ningún deseo de conocerte. Mi único anhelo es encontrar seguridad, alejarme de todos aquellos que buscan lastimarme —dijo entre lágrimas.Francesco sintió en carne propia la angustia de la joven. Recordaba vívidamente su propio desconcierto y terror durante las horas de secuestro en las oscuras bodegas, los golpes brutales que lo habían llevado al límite.Si él, siendo hombre, se había sentido tan vulnerable y desorientado, no podía imaginar la magnitud del miedo y la confusión que embargaban a Catalina en esa situación.—Te doy mi palabra de que no te lastimaré. Aguarda un momento, voy a buscar algunas prendas para que puedas vestirte —afirmó él.Catalina observó cómo él se marchaba del cuarto, percatándose de la omisión del seguro en la puerta.Una punción de esperanza la invadió: quizás esta era su única vía de escape. Dio un par de pasos vacilantes hacia la salida, pero se detuvo abruptamente. La incertidumbre la asaltó. ¿Cuál sería su destino?
Sin calzado alguno, Catalina transitó pausadamente desde el sanitario hasta el dormitorio, experimentando asombro al no divisar al caballero aguardándola; tomó asiento en el borde del lecho, esforzándose por traer a la memoria los sucesos de la velada precedente, más su entendimiento se encontraba totalmente vacío.Era incapaz de evocar algo más que las expresiones del sujeto mientras vociferaba «¡Comprada!»Un torrente salado resbaló por su rostro, la inmovilidad la atenazaba en aquel ignoto paraje. Se hallaba prisionera junto a un individuo que había desembolsado la asombrosa suma de ¡seis millones!¿Qué mente cuerda perpetraría semejante acto? ¿Quién poseería la riqueza desmedida para sufragar tal cantidad por una fémina? En la incertidumbre más absoluta, desconocía la identidad de aquel hombre y las acciones de las que sería capaz.La angustia la embargaba ante la magnitud de su desventura y el sombrío futuro que se cernía sobre ella en manos de un desconocido con recursos tan ine
Una oleada de incertidumbre embargó a Catalina ante el reconocimiento. ¿Debía sentirse aliviada de que aquel hombre fuera su benefactor de hacía dos semanas, o aterrarse ante las posibles implicaciones? ¿Sospecharía él que ella estaba involucrada con sus captores? ¿Tendría el poder de enviarla tras las rejas? Un torbellino de dudas e inquietudes la asaltó.—Catalina… —pronunció él con suavidad.—¿De qué manera diste conmigo? —cuestionó ella, su incredulidad hacia las coincidencias era palpable.En su mente, cada suceso en su existencia obedecía a una lógica de causa y consecuencia. La idea de un encuentro fortuito con aquel hombre era, para ella, inconcebible.Su presente era la consecuencia inevitable de las decisiones ajenas, un destino forjado por las acciones de todos los demás, excluyéndola por completo de la ecuación. Ella era simplemente una pieza movida por fuerzas externas.—Tras reponerme, deseé averiguar la identidad de la dama que me había librado de la muerte y encargué a