Una pequeña sonrisa se dibujó en mis labios al ver la puerta. Por fin estaba en casa. El cansancio me oprimía cada hueso y cada fibra de mi cuerpo. Solo anhelaba la suavidad de las sábanas, la promesa de desconexión, aunque fuera por unas pocas horas.
—Hogar, dulce hogar —murmuré al girar la llave y abrir la puerta. Mi pequeño piso, acogedor y humilde, no se parecía en nada a la opulenta mansión donde crecí y donde fui tan infeliz.
Una oleada de gratitud me invadió al pensar en lo plena que me sentía ahora, en esta nueva vida que había construido con esfuerzo.
Quizás la gente tenía razón después de todo: el dinero no podía comprar la felicidad. La mía la había encontrado en la libertad, en la paz de mis propios espacios y en la certeza de que, a pesar de las cicatrices, era dueña de mi destino.
Al cruzar el umbral, la oscuridad me recibió y una punzante sensación de miedo, de peligro acechando en las sombras, me erizó el vello de la nuca al instante.
Me quedé paralizada en la puerta durante un segundo, tragando saliva, antes de regañarme mentalmente por mi afición a las películas de terror, que siempre jugaban con mi imaginación.
Encendí la luz del salón, lo que supuso un alivio momentáneo, y cerré la puerta con doble cerrojo. Vivir en el barrio tenía sus encantos, pero la seguridad nunca era una garantía, así que siempre tomaba precauciones.
Dejé caer mi bolso sobre el viejo sillón, que resultaba increíblemente cómodo, y me dirigí a la cocina en busca de un vaso de agua fresca. Pero entonces, un ruido procedente de mi habitación me hizo fruncir el ceño.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo. No tenía mascotas, ni siquiera podía permitirme ese pequeño lujo. Vivía completamente sola. ¿Qué demonios...?
Asomé la cabeza con cautela, empujando la puerta solo un poco. Mis ojos se abrieron de par en par, estaba tan sorprendida que me había quedado sin aliento. Todo estaba revuelto.
Mis pocas pertenencias estaban tiradas por el suelo y la cama estaba hecha un amasijo de sábanas. De repente, tuve un pensamiento helado: «Seguro que hay alguien en casa». Invadida por el terror, me quedé un momento paralizada.
Me giré sobre mis talones con la intención de salir corriendo, de escapar de esa pesadilla. Pero ¿adónde iría? ¿A estas horas de la madrugada? Cualquier sitio es mejor que este, pensé presa del pánico.
Con las manos temblorosas, agarré mi bolso y quité el seguro de la puerta. Mi cabeza solo podía imaginar lo peor, pero la realidad era aún más aterradora.
—¿Vas a algún sitio, guapa? —preguntó una voz masculina, grave y burlona.
Un hombre desconocido estaba recostado contra el marco de la puerta principal, como si hubiera estado esperando precisamente este momento: mi intento de fuga.
—¿Q- qu- quién e-eres? —Tartamudeé y di dos pasos hacia atrás.
Mi corazón latía con fuerza en mi pecho mientras veía cómo ese hombre bloqueaba mi única vía de escape. El miedo me atenazaba la garganta e impedía que respirara con normalidad.
—Te has demorado mucho —respondió el hombre, ignorando por completo mi pregunta. Su risa era fría y escalofriante, como el sonido de un cuchillo afilándose.
—No tengo nada de valor —susurré, temblando de miedo. Las lágrimas amenazaban con brotar en cualquier momento.
—En eso te equivocas, chiquita —dijo, mientras su mirada recorría mi cuerpo sin pudor y se detenía en cada curva. —Eres muy guapa y seguro que tienes algo escondido por ahí.
—Por favor, no me haga daño. Llévese lo que encuentre de valor, se lo juro, pero, por favor, no me haga daño.
Mi mente trabajaba a mil por hora buscando una salida, una manera de escapar de esa presencia amenazante. Pero mi cuerpo no respondía, estaba paralizado por el terror.
—Nos llevaremos todo, incluida a ti —anunció el primer hombre, soltando una carcajada cruel al ver mi pánico. Mi corazón se hundió en el estómago. ¿Me llevarían? ¿A dónde?
—¿Creías que podías escapar de nosotros? —preguntó otra voz desde mi habitación.
Escuché cómo se acercaban lentamente por mi espalda, pero me negué a girarme. No quería ver sus rostros ni que esa imagen se grabara en mi mente.
—No los conozco, no sé quiénes son ni lo que quieren —logré decir con voz temblorosa.
—No tienes por qué conocernos, de hecho, esta será la única vez que nos veamos, guapa —respondió el primer hombre con maldad.
—¡No! ¡No, por favor!
Supliqué, mientras las lágrimas corrían sin control por mis mejillas.
El terror me ahogaba, la desesperación me invadió por completo. No podía creer que estuviera pasando esto, que mi pequeño refugio se hubiera convertido en una trampa mortal.
Las lágrimas corrían sin freno por mi rostro, una mezcla amarga de impotencia y terror.
—Por f-favor... —alcancé a susurrar, una súplica débil y desesperada. Pero en lo más profundo de mi ser sabía que era inútil.
La maldad que irradiaban esos hombres, la frialdad en sus ojos... No había espacio para la piedad ni para el remordimiento. Estaban decididos. Y yo, indefensa y aterrorizada, solo podía esperar lo peor.
—Duerme, Catalina... —susurró el hombre, y antes de que mi mente pudiera procesar sus palabras, un paño húmedo y con un olor dulzón me cubrió la boca y la nariz.Mis ojos se llenaron de lágrimas, una última cascada salada que resbaló por mis mejillas. Y entonces, entre la neblina que comenzaba a nublar mi visión, lo vi. En el umbral de la puerta, vi la inconfundible figura de Tobías Praga...Un escalofrío intenso recorrió mi cuerpo, más intenso que el miedo a los asaltantes. Lo comprendí demasiado tarde. No se trataba de un robo al azar, de una mala suerte del destino. Venían por mí. Por orden de mi tío. La traición final, urdida en la oscuridad de la noche. Y mientras la oscuridad me envolvía por completo, solo quedaba la amarga certeza de que nunca había podido escapar de su odio.Roma.Francesco.Desde la imponente altura de este rascacielos romano, la ciudad se empequeñecía a un insignificante hormiguero de luces. Dos putas semanas... dos semanas desde que la ineptitud de mis prop
«Duerme, Catalina...» Esa frase sonaba en mi cabeza, abriéndose paso a través de una niebla espesa y pegajosa contra la que luchaba con todas mis fuerzas.No sabía cuánto tiempo había pasado desde entonces ni dónde me habían llevado. El tiempo se había vuelto tan escurridizo como arena entre los dedos.Pero una cosa era clara: me estaban drogando. Tenía que ser eso. Esa era la única explicación posible para esta incapacidad de pensar con claridad y para esta pesadez que me invadía todo el cuerpo y la mente.Mis labios se sentían como papel de lija y mi garganta era un desierto reseco que clamaba por una gota de agua.Forcejeé, intentando aferrarme a la conciencia, luchando contra esa bruma traicionera que amenazaba con arrastrarme de nuevo al olvido, a ese mundo de sueños forzados y sin sentido.De nuevo, el tiempo había desaparecido. No sabría decir cuánto tiempo había pasado, si segundos, minutos, horas o incluso días, pero por fin mis párpados obedecieron y se abrieron.Mantener lo
La mujer me observó con una curiosidad casi científica, pero su mirada cambió al instante. La maldad se esfumó y dejó paso a una diversión cruel y escalofriante.—¿No es más que obvio el motivo por el que te han vendido? —respondió, y la sonrisa que se dibujó en sus labios me heló el alma.—¿Vendida? —pregunté, la palabra apenas un susurro incrédulo.Mi mente se negaba a procesar el significado de esa horrible palabra. «Vendida, vendida», repetía mi conciencia, haciéndose eco del horror que comenzaba a invadirme.—¿Qué le hiciste a un hombre como Tobías Praga para que te tratara como a una prostituta? —continuó la mujer, su voz cargada de falsa curiosidad. —Debió de ser algo terrible.Sin darme tiempo a reaccionar, prosiguió:—¿Le has robado? ¿Eres su amante y le has sido infiel? No es asunto mío.Las palabras de la mujer apenas llegaban a mi cerebro. Solo una idea martilleaba mi cabeza: mi tío me había traicionado. Me había vendido como si fuera un objeto, un animal sin valor. La tra
—¿Todo en orden, Vito?—Sí, señor.—Bien. Vámonos entonces.Francesco murmuró, girando el tallo de su copa de cristal. El ámbar líquido danzaba, atrapando la luz.«Praga... Esa sabandija miserable cree que puede moverse en mi tablero sin que yo lo note». Pensó, y sus ojos se entrecerraron; el brillo jovial se había reducido a un frío fulgor.—Ya se acerca la subasta, señor —dijo Vito.—Una subasta, qué jugada tan... predecible. Como si no supiera que esa alimaña de Tobías Praga, ambiciona más que solo mis negocios. Intentó borrarme del mapa, y ahora pretende pavonearse con mis rubíes. No, no, esto no quedará así. Prepara el coche, Vito. Tenemos un evento al que asistir.La invitación de Yelena ardía en su bolsillo como una brasa. El club, epicentro de las operaciones turbias de Praga, lo llamaba.Francesco sonrió con amargura. Claro que sabía el avispero en el que se metía; la mafia romana no era precisamente conocida por su hospitalidad.Pero la idea de que Praga lo viera acobardarse
El martillo del subastador resonó, marcando el inicio de la repugnante transacción. Pero los ojos de Francesco estaban clavados en el catálogo; la imagen de una joven de cabello castaño acaparaba toda su atención. La llevaba dos semanas buscando; esa joven era Catalina.—¡Medio millón de euros! ¿Quién da más? —bramó el subastador, con voz cargada de codicia.—¡Un millón!La oferta se escuchó con una punzante familiaridad. Francesco giró la cabeza y se encontró con la astuta sonrisa de Yelena, su cómplice. Un breve y frío esbozo de sonrisa se dibujó en sus labios antes de volver su mirada a la chica del escenario, su objetivo.La sala se llenó de un voraz murmullo, cada oferta era un escalón más en la degradación de esa joven de cabello castaño. La rabia le quemaba el pecho a Francesco, que apretó las manos hasta que le blanquearon los nudillos.Pero la impaciencia no era una opción. Tenía que mantener la compostura, esperar el momento preciso y seguir la señal que pondrían en marcha s
El sonido que escapó de su boca la abrumó con una vergüenza lacerante. Ella no era una de esas mujeres curtidas en la calle y desprovistas de pudor.Su cuerpo, hasta hacía unas horas, era un territorio inexplorado, virgen de cualquier contacto íntimo.Un sollozo le recorrió la garganta, seguido de otro gemido involuntario, cada uno una punzada de humillación ante la vulnerabilidad que la invadió. La pureza que tanto había custodiado le era arrebatada de la manera más cruel e impersonal.—¡No soy una mujerzuela!La voz de Catalina se quebró entre el grito y el susurro, la desesperada afirmación de una identidad que sentía desvanecerse.Francesco se detuvo un instante, su cuerpo reaccionando involuntariamente al sonido angustioso que había escapado de sus labios.—Lo sé —respondió Francesco con urgencia contenida. —Sé que no estabas allí por elección, pero no puedo dejarte ahí. Necesitamos irnos ahora, o ambos correremos grave peligro.Su mirada buscó la de ella, tratando de transmitir
El corazón de Francesco se detuvo por un instante, latiendo luego con un eco sordo de esperanza fallida al creer que los párpados de la muchacha se abrían hacia la luz.Pero la quietud dulce y vulnerable de su rostro desmintió su anhelo, revelando que seguía soñando, quizás como refugio contra el dolor que la acechaba incluso en la inconsciencia.Entonces, como rocío silencioso en una flor marchita, lágrimas brotaron de sus ojos cerrados, perlas transparentes que rodaban lentas, cargadas del peso invisible de sus vivencias.Francesco sintió un nudo en la garganta, una mezcla de impotencia ante el sufrimiento silencioso que emanaba de ella.Su mente se negaba a oscurecer los días aciagos de su encierro y el horror al que había estado expuesta a merced de almas crueles.Solo podía abrazar la fragilidad de su presente, la promesa tácita de un futuro donde las lágrimas fueran solo un recuerdo lejano, borrado por la calidez del amor y la seguridad.La voz de Francesco fue un susurro apenas
Francesco se detuvo en seco al cruzar el umbral de la recámara, la imagen de Catalina completamente desnuda en el centro de la habitación lo petrificó.La sábana que llevaba consigo se deslizó de sus manos sin que él pudiera evitarlo, cayendo al suelo con un golpe sordo que apenas registró.Su mirada, involuntariamente atraída, se posó sobre la curva suave de sus pechos y los pezones erectos que parecían apuntar directamente hacia él, una visión de una vulnerabilidad y una sensualidad desinhibida que lo dejó sin aliento.Al percatarse de la presencia de otra persona en la habitación, Catalina retrocedió instintivamente, con el cuerpo tensó y la mirada llena de temor.Su voz, quebrada por la angustia, apenas fue un susurro desesperado:—Por favor, por favor, no vayas a abusar de mí. No soy una cualquiera —repitió con una premura que dejó petrificado a Francesco.El ruego desesperado de Catalina le retorció el corazón a Francesco. Apartó la mirada de inmediato, sintiendo una punzada de