Capítulo 4. Terror.

Una pequeña sonrisa se dibujó en mis labios al ver la puerta. Por fin estaba en casa. El cansancio me oprimía cada hueso y cada fibra de mi cuerpo. Solo anhelaba la suavidad de las sábanas, la promesa de desconexión, aunque fuera por unas pocas horas.

—Hogar, dulce hogar —murmuré al girar la llave y abrir la puerta. Mi pequeño piso, acogedor y humilde, no se parecía en nada a la opulenta mansión donde crecí y donde fui tan infeliz.

Una oleada de gratitud me invadió al pensar en lo plena que me sentía ahora, en esta nueva vida que había construido con esfuerzo.

Quizás la gente tenía razón después de todo: el dinero no podía comprar la felicidad. La mía la había encontrado en la libertad, en la paz de mis propios espacios y en la certeza de que, a pesar de las cicatrices, era dueña de mi destino.

Al cruzar el umbral, la oscuridad me recibió y una punzante sensación de miedo, de peligro acechando en las sombras, me erizó el vello de la nuca al instante.

Me quedé paralizada en la puerta durante un segundo, tragando saliva, antes de regañarme mentalmente por mi afición a las películas de terror, que siempre jugaban con mi imaginación.

Encendí la luz del salón, lo que supuso un alivio momentáneo, y cerré la puerta con doble cerrojo. Vivir en el barrio tenía sus encantos, pero la seguridad nunca era una garantía, así que siempre tomaba precauciones.

Dejé caer mi bolso sobre el viejo sillón, que resultaba increíblemente cómodo, y me dirigí a la cocina en busca de un vaso de agua fresca. Pero entonces, un ruido procedente de mi habitación me hizo fruncir el ceño.

Un escalofrío me recorrió el cuerpo. No tenía mascotas, ni siquiera podía permitirme ese pequeño lujo. Vivía completamente sola. ¿Qué demonios...?

Asomé la cabeza con cautela, empujando la puerta solo un poco. Mis ojos se abrieron de par en par, estaba tan sorprendida que me había quedado sin aliento. Todo estaba revuelto.

Mis pocas pertenencias estaban tiradas por el suelo y la cama estaba hecha un amasijo de sábanas. De repente, tuve un pensamiento helado: «Seguro que hay alguien en casa». Invadida por el terror, me quedé un momento paralizada.

Me giré sobre mis talones con la intención de salir corriendo, de escapar de esa pesadilla. Pero ¿adónde iría? ¿A estas horas de la madrugada? Cualquier sitio es mejor que este, pensé presa del pánico.

Con las manos temblorosas, agarré mi bolso y quité el seguro de la puerta. Mi cabeza solo podía imaginar lo peor, pero la realidad era aún más aterradora.

—¿Vas a algún sitio, guapa? —preguntó una voz masculina, grave y burlona.

Un hombre desconocido estaba recostado contra el marco de la puerta principal, como si hubiera estado esperando precisamente este momento: mi intento de fuga.

—¿Q- qu- quién e-eres? —Tartamudeé y di dos pasos hacia atrás.

Mi corazón latía con fuerza en mi pecho mientras veía cómo ese hombre bloqueaba mi única vía de escape. El miedo me atenazaba la garganta e impedía que respirara con normalidad.

—Te has demorado mucho —respondió el hombre, ignorando por completo mi pregunta. Su risa era fría y escalofriante, como el sonido de un cuchillo afilándose.

—No tengo nada de valor —susurré, temblando de miedo. Las lágrimas amenazaban con brotar en cualquier momento.

—En eso te equivocas, chiquita —dijo, mientras su mirada recorría mi cuerpo sin pudor y se detenía en cada curva. —Eres muy guapa y seguro que tienes algo escondido por ahí.

—Por favor, no me haga daño. Llévese lo que encuentre de valor, se lo juro, pero, por favor, no me haga daño.

Mi mente trabajaba a mil por hora buscando una salida, una manera de escapar de esa presencia amenazante. Pero mi cuerpo no respondía, estaba paralizado por el terror.

—Nos llevaremos todo, incluida a ti —anunció el primer hombre, soltando una carcajada cruel al ver mi pánico. Mi corazón se hundió en el estómago. ¿Me llevarían? ¿A dónde?

—¿Creías que podías escapar de nosotros? —preguntó otra voz desde mi habitación.

Escuché cómo se acercaban lentamente por mi espalda, pero me negué a girarme. No quería ver sus rostros ni que esa imagen se grabara en mi mente.

—No los conozco, no sé quiénes son ni lo que quieren —logré decir con voz temblorosa.

—No tienes por qué conocernos, de hecho, esta será la única vez que nos veamos, guapa —respondió el primer hombre con maldad.

—¡No! ¡No, por favor!

Supliqué, mientras las lágrimas corrían sin control por mis mejillas.

El terror me ahogaba, la desesperación me invadió por completo. No podía creer que estuviera pasando esto, que mi pequeño refugio se hubiera convertido en una trampa mortal.

Las lágrimas corrían sin freno por mi rostro, una mezcla amarga de impotencia y terror.

—Por f-favor... —alcancé a susurrar, una súplica débil y desesperada. Pero en lo más profundo de mi ser sabía que era inútil.

La maldad que irradiaban esos hombres, la frialdad en sus ojos... No había espacio para la piedad ni para el remordimiento. Estaban decididos. Y yo, indefensa y aterrorizada, solo podía esperar lo peor.

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