Capítulo 3. Ironía.

Catalina.

Di dos pasos más mientras el tembloroso haz de luz de mi móvil rasgaba la oscuridad de las sucias paredes del callejón. Y entonces, la luz tropezó con algo. Se trataba de un hombre. Tirado en el suelo, la oscuridad lo engullía casi por completo, pero la sangre que lo rodeaba se veía bajo la luz húmeda y oscura.

—¿Quién es...?

La pregunta tembló en mis labios, sin encontrar voz. ¿Quién podía infligir una brutalidad así? La respuesta, fría y desoladora, se abrió paso en mi mente como una cuchillada: hacía tiempo que la humanidad había extraviado su camino. Por unas míseras monedas, la vileza humana no conocía límites.

Un torbellino de emociones me sacudió. El miedo seguía allí, agudo, recordándome el peligro y la posibilidad de que quien le hizo esto aún estuviera cerca. Pero, por encima de ese terror, sentí una oleada de indignación y una pizca de lástima.

Dudé por un segundo, mientras la imagen borrosa de sus heridas se grababa en mi mente. ¿Debía involucrarme? ¿No sería más seguro retroceder y llamar desde lejos? Pero, en ese instante, al verlo tan indefenso, tan terriblemente golpeado y tan vulnerable, algo en mí se rompió. La indiferencia se hizo añicos.

—Llamaré a una ambulancia, no te muevas —logré articular con voz temblorosa. No me atreví a tocarlo, por miedo a entrar en contacto con él y a la magnitud de su dolor, me quedé paralizada. Pero mi mente ya estaba en ello, buscando el número de emergencias en la pantalla del móvil.

Él gimió levemente, un sonido quebrado y débil. A la luz vacilante del móvil, pude distinguir algunos detalles. Su rostro estaba pálido, casi espectral, cubierto de magulladuras.

Tenía el pelo oscuro y revuelto, y a pesar de la suciedad y la sangre, había algo en la línea de su mandíbula, en la forma de sus manos extendidas como buscando ayuda, que transmitía una extraña dignidad.

Mientras hablaba con la operadora, noté que sus ojos intentaban abrirse, buscando algo en la oscuridad. Cuando mi mirada se cruzó fugazmente con la suya, vi en ellos no solo dolor, sino también una sombra de desesperación, una súplica silenciosa que se clavó en mi corazón.

Un leve movimiento de su mano, apenas perceptible, como si quisiera alcanzarme, quedó grabado en mi memoria. En ese instante, supe que no podía dejarlo allí abandonado.

No sé cuánto tiempo pasó exactamente hasta que oí la sirena a lo lejos. Este barrio, al que llamaban con desdén «Suburra», estaba lejos del centro de Roma, y eso lo sabía bien por los largos trayectos de vuelta a casa.

Mientras esperaba, volví a mirar el cuerpo del hombre. Algo no cuadraba. Fruncí el ceño al ver su reloj, un modelo caro que estaba intacto en su muñeca. Bajé la vista y vi sus zapatos de cuero fino, relucientes a pesar del polvo del callejón.

—¡Mierda, m****a! —murmuré para mí misma. —Esto no fue un asalto.

La conclusión llegó rápida, como un rayo. En este barrio, dominado por las clicas, las bandas que vendían droga en las esquinas, si te robaban, te quitaban hasta los cordones de los zapatos.

Este hombre había sido brutalmente golpeado, sí, pero sus pertenencias seguían ahí. Un ajuste de cuentas, pensé. O peor... ¿Y si era uno de esos agentes encubiertos? Justo cuando esa idea cruzó mi mente, se hizo más fuerte la sirena de la ambulancia, rompiendo el silencio de la noche.

La razón me gritaba que me fuera, que volviera a casa, que dejara este lío en manos de la policía, de los que sabían qué hacer.

«Sé inteligente, Catalina, no seas tonta», me repetía.

Pero mis pies se movieron solos, impulsados por una fuerza que no entendía, y antes de darme cuenta, estaba subiendo a la ambulancia, acompañando a un desconocido cuyo rostro estaba cubierto de sangre.

La vida me había golpeado una y otra vez, me había sumergido en la miseria, pero había algo que no me habían podido arrebatar: la incapacidad de ser indiferente al sufrimiento ajeno.

Conocía la soledad como a mi sombra; el abandono era un viejo inquilino de mi alma, y en ese hombre malherido, aunque no supiera quién era, vi un reflejo de mi propio dolor.

Una hora después, estaba sentada en una silla incómoda del hospital, respondiendo a las preguntas de un policía. Le di mi versión de lo ocurrido y dejé mis datos por si acaso no encontraban a su familia. Quince minutos después, una enfermera me sonrió amablemente y me dijo que habían logrado contactar con ellos. Podía irme ya.

El primer rayo de sol asomaba tímidamente en el horizonte cuando salí. Miré la hora en mi muñeca: la tenue luz apenas iluminaba las manecillas. ¡Ya amanecía!

—Eres una tonta, Catalina, una completa loca —me dije en voz alta mientras pateaba una piedra que se cruzó en mi camino. —¿Por qué siempre tienes que meterte en problemas ajenos? ¿Por qué te preocupas por la vida de un desconocido?

La sensatez me gritaba que había cometido una estupidez, pero mi conciencia susurraba algo diferente. Con un suspiro resignado, saqué los pocos euros que me quedaban.

Un taxi era un lujo que no podía permitirme, pero la idea de caminar sola por las calles al amanecer después de todo lo ocurrido me ponía los pelos de punta.

Mientras el taxi avanzaba, sentía la mirada curiosa del conductor clavada en mi rostro a través del retrovisor. «Piensa en la buena obra que has hecho hoy», me repetía una y otra vez, tratando de acallar la punzada de culpa por gastar ese dinero tan necesario.

—Hemos llegado, señorita. ¿Necesita algo más? —dijo el taxista, todo en una misma frase. Negué con la cabeza, un poco aturdida por el sueño y el cansancio.

—Estoy bien, gracias —alcancé a responder.

Pensé con ironía: «Como si el servicio te hubiera salido gratis», mientras buscaba los billetes arrugados en el fondo de mi bolso. Cada euro que entregaba me dolía como una puñalada.

Al bajar del taxi, la madrugada me recibió con su abrazo gélido. Me envolví en mis propios brazos y, por un instante, la mente me llevó dos años atrás, a esa noche terrible en la que mi tío me lanzó a la calle como si fuera un despojo.

En aquel entonces, en las frías calles de Roma, creí que no sobreviviría, que el frío y el hambre me acabarían.

Pero aquí estaba, dos años después, en Roma, sintiendo un pequeño orgullo por lo que había logrado y, lo más importante, seguía viva, a pesar de que en aquel entonces no tenía ninguna esperanza. Sacudí esos recuerdos y volví a caminar por el callejón oscuro.

Por un momento, tuve un déjà vu: la escena de unas horas atrás amenazaba con repetirse en mi mente. Pero esta vez no había un hombre herido. Un pequeño gato de brillante pelaje salió corriendo hacia mí y el latido acelerado de mi corazón volvió a la normalidad.

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