Catalina.
Di dos pasos más mientras el tembloroso haz de luz de mi móvil rasgaba la oscuridad de las sucias paredes del callejón. Y entonces, la luz tropezó con algo. Se trataba de un hombre. Tirado en el suelo, la oscuridad lo engullía casi por completo, pero la sangre que lo rodeaba se veía bajo la luz húmeda y oscura.
—¿Quién es...?
La pregunta tembló en mis labios, sin encontrar voz. ¿Quién podía infligir una brutalidad así? La respuesta, fría y desoladora, se abrió paso en mi mente como una cuchillada: hacía tiempo que la humanidad había extraviado su camino. Por unas míseras monedas, la vileza humana no conocía límites.
Un torbellino de emociones me sacudió. El miedo seguía allí, agudo, recordándome el peligro y la posibilidad de que quien le hizo esto aún estuviera cerca. Pero, por encima de ese terror, sentí una oleada de indignación y una pizca de lástima.
Dudé por un segundo, mientras la imagen borrosa de sus heridas se grababa en mi mente. ¿Debía involucrarme? ¿No sería más seguro retroceder y llamar desde lejos? Pero, en ese instante, al verlo tan indefenso, tan terriblemente golpeado y tan vulnerable, algo en mí se rompió. La indiferencia se hizo añicos.
—Llamaré a una ambulancia, no te muevas —logré articular con voz temblorosa. No me atreví a tocarlo, por miedo a entrar en contacto con él y a la magnitud de su dolor, me quedé paralizada. Pero mi mente ya estaba en ello, buscando el número de emergencias en la pantalla del móvil.
Él gimió levemente, un sonido quebrado y débil. A la luz vacilante del móvil, pude distinguir algunos detalles. Su rostro estaba pálido, casi espectral, cubierto de magulladuras.
Tenía el pelo oscuro y revuelto, y a pesar de la suciedad y la sangre, había algo en la línea de su mandíbula, en la forma de sus manos extendidas como buscando ayuda, que transmitía una extraña dignidad.
Mientras hablaba con la operadora, noté que sus ojos intentaban abrirse, buscando algo en la oscuridad. Cuando mi mirada se cruzó fugazmente con la suya, vi en ellos no solo dolor, sino también una sombra de desesperación, una súplica silenciosa que se clavó en mi corazón.
Un leve movimiento de su mano, apenas perceptible, como si quisiera alcanzarme, quedó grabado en mi memoria. En ese instante, supe que no podía dejarlo allí abandonado.
No sé cuánto tiempo pasó exactamente hasta que oí la sirena a lo lejos. Este barrio, al que llamaban con desdén «Suburra», estaba lejos del centro de Roma, y eso lo sabía bien por los largos trayectos de vuelta a casa.
Mientras esperaba, volví a mirar el cuerpo del hombre. Algo no cuadraba. Fruncí el ceño al ver su reloj, un modelo caro que estaba intacto en su muñeca. Bajé la vista y vi sus zapatos de cuero fino, relucientes a pesar del polvo del callejón.
—¡Mierda, m****a! —murmuré para mí misma. —Esto no fue un asalto.
La conclusión llegó rápida, como un rayo. En este barrio, dominado por las clicas, las bandas que vendían droga en las esquinas, si te robaban, te quitaban hasta los cordones de los zapatos.
Este hombre había sido brutalmente golpeado, sí, pero sus pertenencias seguían ahí. Un ajuste de cuentas, pensé. O peor... ¿Y si era uno de esos agentes encubiertos? Justo cuando esa idea cruzó mi mente, se hizo más fuerte la sirena de la ambulancia, rompiendo el silencio de la noche.
La razón me gritaba que me fuera, que volviera a casa, que dejara este lío en manos de la policía, de los que sabían qué hacer.
«Sé inteligente, Catalina, no seas tonta», me repetía.
Pero mis pies se movieron solos, impulsados por una fuerza que no entendía, y antes de darme cuenta, estaba subiendo a la ambulancia, acompañando a un desconocido cuyo rostro estaba cubierto de sangre.
La vida me había golpeado una y otra vez, me había sumergido en la miseria, pero había algo que no me habían podido arrebatar: la incapacidad de ser indiferente al sufrimiento ajeno.
Conocía la soledad como a mi sombra; el abandono era un viejo inquilino de mi alma, y en ese hombre malherido, aunque no supiera quién era, vi un reflejo de mi propio dolor.
Una hora después, estaba sentada en una silla incómoda del hospital, respondiendo a las preguntas de un policía. Le di mi versión de lo ocurrido y dejé mis datos por si acaso no encontraban a su familia. Quince minutos después, una enfermera me sonrió amablemente y me dijo que habían logrado contactar con ellos. Podía irme ya.
El primer rayo de sol asomaba tímidamente en el horizonte cuando salí. Miré la hora en mi muñeca: la tenue luz apenas iluminaba las manecillas. ¡Ya amanecía!
—Eres una tonta, Catalina, una completa loca —me dije en voz alta mientras pateaba una piedra que se cruzó en mi camino. —¿Por qué siempre tienes que meterte en problemas ajenos? ¿Por qué te preocupas por la vida de un desconocido?
La sensatez me gritaba que había cometido una estupidez, pero mi conciencia susurraba algo diferente. Con un suspiro resignado, saqué los pocos euros que me quedaban.
Un taxi era un lujo que no podía permitirme, pero la idea de caminar sola por las calles al amanecer después de todo lo ocurrido me ponía los pelos de punta.
Mientras el taxi avanzaba, sentía la mirada curiosa del conductor clavada en mi rostro a través del retrovisor. «Piensa en la buena obra que has hecho hoy», me repetía una y otra vez, tratando de acallar la punzada de culpa por gastar ese dinero tan necesario.
—Hemos llegado, señorita. ¿Necesita algo más? —dijo el taxista, todo en una misma frase. Negué con la cabeza, un poco aturdida por el sueño y el cansancio.
—Estoy bien, gracias —alcancé a responder.
Pensé con ironía: «Como si el servicio te hubiera salido gratis», mientras buscaba los billetes arrugados en el fondo de mi bolso. Cada euro que entregaba me dolía como una puñalada.
Al bajar del taxi, la madrugada me recibió con su abrazo gélido. Me envolví en mis propios brazos y, por un instante, la mente me llevó dos años atrás, a esa noche terrible en la que mi tío me lanzó a la calle como si fuera un despojo.
En aquel entonces, en las frías calles de Roma, creí que no sobreviviría, que el frío y el hambre me acabarían.
Pero aquí estaba, dos años después, en Roma, sintiendo un pequeño orgullo por lo que había logrado y, lo más importante, seguía viva, a pesar de que en aquel entonces no tenía ninguna esperanza. Sacudí esos recuerdos y volví a caminar por el callejón oscuro.
Por un momento, tuve un déjà vu: la escena de unas horas atrás amenazaba con repetirse en mi mente. Pero esta vez no había un hombre herido. Un pequeño gato de brillante pelaje salió corriendo hacia mí y el latido acelerado de mi corazón volvió a la normalidad.
Una pequeña sonrisa se dibujó en mis labios al ver la puerta. Por fin estaba en casa. El cansancio me oprimía cada hueso y cada fibra de mi cuerpo. Solo anhelaba la suavidad de las sábanas, la promesa de desconexión, aunque fuera por unas pocas horas.—Hogar, dulce hogar —murmuré al girar la llave y abrir la puerta. Mi pequeño piso, acogedor y humilde, no se parecía en nada a la opulenta mansión donde crecí y donde fui tan infeliz.Una oleada de gratitud me invadió al pensar en lo plena que me sentía ahora, en esta nueva vida que había construido con esfuerzo.Quizás la gente tenía razón después de todo: el dinero no podía comprar la felicidad. La mía la había encontrado en la libertad, en la paz de mis propios espacios y en la certeza de que, a pesar de las cicatrices, era dueña de mi destino.Al cruzar el umbral, la oscuridad me recibió y una punzante sensación de miedo, de peligro acechando en las sombras, me erizó el vello de la nuca al instante.Me quedé paralizada en la puerta d
—Duerme, Catalina... —susurró el hombre, y antes de que mi mente pudiera procesar sus palabras, un paño húmedo y con un olor dulzón me cubrió la boca y la nariz.Mis ojos se llenaron de lágrimas, una última cascada salada que resbaló por mis mejillas. Y entonces, entre la neblina que comenzaba a nublar mi visión, lo vi. En el umbral de la puerta, vi la inconfundible figura de Tobías Praga...Un escalofrío intenso recorrió mi cuerpo, más intenso que el miedo a los asaltantes. Lo comprendí demasiado tarde. No se trataba de un robo al azar, de una mala suerte del destino. Venían por mí. Por orden de mi tío. La traición final, urdida en la oscuridad de la noche. Y mientras la oscuridad me envolvía por completo, solo quedaba la amarga certeza de que nunca había podido escapar de su odio.Roma.Francesco.Desde la imponente altura de este rascacielos romano, la ciudad se empequeñecía a un insignificante hormiguero de luces. Dos putas semanas... dos semanas desde que la ineptitud de mis prop
«Duerme, Catalina...» Esa frase sonaba en mi cabeza, abriéndose paso a través de una niebla espesa y pegajosa contra la que luchaba con todas mis fuerzas.No sabía cuánto tiempo había pasado desde entonces ni dónde me habían llevado. El tiempo se había vuelto tan escurridizo como arena entre los dedos.Pero una cosa era clara: me estaban drogando. Tenía que ser eso. Esa era la única explicación posible para esta incapacidad de pensar con claridad y para esta pesadez que me invadía todo el cuerpo y la mente.Mis labios se sentían como papel de lija y mi garganta era un desierto reseco que clamaba por una gota de agua.Forcejeé, intentando aferrarme a la conciencia, luchando contra esa bruma traicionera que amenazaba con arrastrarme de nuevo al olvido, a ese mundo de sueños forzados y sin sentido.De nuevo, el tiempo había desaparecido. No sabría decir cuánto tiempo había pasado, si segundos, minutos, horas o incluso días, pero por fin mis párpados obedecieron y se abrieron.Mantener lo
La mujer me observó con una curiosidad casi científica, pero su mirada cambió al instante. La maldad se esfumó y dejó paso a una diversión cruel y escalofriante.—¿No es más que obvio el motivo por el que te han vendido? —respondió, y la sonrisa que se dibujó en sus labios me heló el alma.—¿Vendida? —pregunté, la palabra apenas un susurro incrédulo.Mi mente se negaba a procesar el significado de esa horrible palabra. «Vendida, vendida», repetía mi conciencia, haciéndose eco del horror que comenzaba a invadirme.—¿Qué le hiciste a un hombre como Tobías Praga para que te tratara como a una prostituta? —continuó la mujer, su voz cargada de falsa curiosidad. —Debió de ser algo terrible.Sin darme tiempo a reaccionar, prosiguió:—¿Le has robado? ¿Eres su amante y le has sido infiel? No es asunto mío.Las palabras de la mujer apenas llegaban a mi cerebro. Solo una idea martilleaba mi cabeza: mi tío me había traicionado. Me había vendido como si fuera un objeto, un animal sin valor. La tra
—¿Todo en orden, Vito?—Sí, señor.—Bien. Vámonos entonces.Francesco murmuró, girando el tallo de su copa de cristal. El ámbar líquido danzaba, atrapando la luz.«Praga... Esa sabandija miserable cree que puede moverse en mi tablero sin que yo lo note». Pensó, y sus ojos se entrecerraron; el brillo jovial se había reducido a un frío fulgor.—Ya se acerca la subasta, señor —dijo Vito.—Una subasta, qué jugada tan... predecible. Como si no supiera que esa alimaña de Tobías Praga, ambiciona más que solo mis negocios. Intentó borrarme del mapa, y ahora pretende pavonearse con mis rubíes. No, no, esto no quedará así. Prepara el coche, Vito. Tenemos un evento al que asistir.La invitación de Yelena ardía en su bolsillo como una brasa. El club, epicentro de las operaciones turbias de Praga, lo llamaba.Francesco sonrió con amargura. Claro que sabía el avispero en el que se metía; la mafia romana no era precisamente conocida por su hospitalidad.Pero la idea de que Praga lo viera acobardarse
El martillo del subastador resonó, marcando el inicio de la repugnante transacción. Pero los ojos de Francesco estaban clavados en el catálogo; la imagen de una joven de cabello castaño acaparaba toda su atención. La llevaba dos semanas buscando; esa joven era Catalina.—¡Medio millón de euros! ¿Quién da más? —bramó el subastador, con voz cargada de codicia.—¡Un millón!La oferta se escuchó con una punzante familiaridad. Francesco giró la cabeza y se encontró con la astuta sonrisa de Yelena, su cómplice. Un breve y frío esbozo de sonrisa se dibujó en sus labios antes de volver su mirada a la chica del escenario, su objetivo.La sala se llenó de un voraz murmullo, cada oferta era un escalón más en la degradación de esa joven de cabello castaño. La rabia le quemaba el pecho a Francesco, que apretó las manos hasta que le blanquearon los nudillos.Pero la impaciencia no era una opción. Tenía que mantener la compostura, esperar el momento preciso y seguir la señal que pondrían en marcha s
El sonido que escapó de su boca la abrumó con una vergüenza lacerante. Ella no era una de esas mujeres curtidas en la calle y desprovistas de pudor.Su cuerpo, hasta hacía unas horas, era un territorio inexplorado, virgen de cualquier contacto íntimo.Un sollozo le recorrió la garganta, seguido de otro gemido involuntario, cada uno una punzada de humillación ante la vulnerabilidad que la invadió. La pureza que tanto había custodiado le era arrebatada de la manera más cruel e impersonal.—¡No soy una mujerzuela!La voz de Catalina se quebró entre el grito y el susurro, la desesperada afirmación de una identidad que sentía desvanecerse.Francesco se detuvo un instante, su cuerpo reaccionando involuntariamente al sonido angustioso que había escapado de sus labios.—Lo sé —respondió Francesco con urgencia contenida. —Sé que no estabas allí por elección, pero no puedo dejarte ahí. Necesitamos irnos ahora, o ambos correremos grave peligro.Su mirada buscó la de ella, tratando de transmitir
El corazón de Francesco se detuvo por un instante, latiendo luego con un eco sordo de esperanza fallida al creer que los párpados de la muchacha se abrían hacia la luz.Pero la quietud dulce y vulnerable de su rostro desmintió su anhelo, revelando que seguía soñando, quizás como refugio contra el dolor que la acechaba incluso en la inconsciencia.Entonces, como rocío silencioso en una flor marchita, lágrimas brotaron de sus ojos cerrados, perlas transparentes que rodaban lentas, cargadas del peso invisible de sus vivencias.Francesco sintió un nudo en la garganta, una mezcla de impotencia ante el sufrimiento silencioso que emanaba de ella.Su mente se negaba a oscurecer los días aciagos de su encierro y el horror al que había estado expuesta a merced de almas crueles.Solo podía abrazar la fragilidad de su presente, la promesa tácita de un futuro donde las lágrimas fueran solo un recuerdo lejano, borrado por la calidez del amor y la seguridad.La voz de Francesco fue un susurro apenas