Liah, el rey de los Zollebs
Liah, el rey de los Zollebs
Por: Angie Pichardo
Preludio

Liah, quien está ceñido con vestimenta negra y de cuero, camina por las calles oscuras sin un atisbo de temor. En vez de mirar preocupado a los lados, debido a lo peligroso que luce aquel lugar, él se conduce con porte intimidante, como si fuera de él de quien se debiera huir.

«Este lugar no cambia», piensa mientras hace una mueca despectiva.

Los sollozos de una chica captan su atención, también las risas de unos tres hombres, si sus cálculos no son erróneos.

—Demonios... —masculla con hastío. Pareciera una burla del destino, un juego macabro que evoca un recuerdo no deseado. Con pasos cautelosos, Liah camina en dirección a lo que parece ser un asalto, y se detiene cuando descubre una escena un poco similar a la que vivió en el pasado, con la diferencia de que la chica no ha sido ultrajada aún.

—¡Vamos, perra! Demuestra que todas las mujeres como tú solo sirven para ser cogidas —se burla uno de los hombres que rodean a una joven mujer.

Liah observa la escena a una distancia prudente, desde donde puede apreciar a tres rufianes acorralar a una hermosa y rara chica, como si fueran depredadores hambrientos a punto de saltar sobre su presa.

Siente tanto asco.

«Siempre es así con los malditos humanos. ¿Es que no se cansan de destruirse entre ellos mismos?», se queja en sus pensamientos.

Él suspira para drenar la tensión que ver a una dama en apuros le provoca. Aquello le trae recuerdos que no quiere desenterrar, en especial porque, que suceda en una calle similar y bajo penumbras, refresca imágenes en su mente que revuelven un pasado lleno de errores.

No quiere recordarla. No cincuenta años después.

Él se frota la nariz, y camina con pasos relajados en dirección al callejón donde los maleantes acosan a la joven.

—Buenas noches, ¿saben dónde puedo encontrar un restaurante cercano? —pregunta él con una naturalidad que deja a los tres hombres perplejos.

—¡Largo de aquí, mocoso! —espeta uno de ellos de forma amenazante.

—Mocoso... —musita Liah con tono divertido. Acto seguido, se relame los labios y sonríe malicioso—. Ustedes son unos irrespetuosos y descorteses. ¿Saben el hambre que traigo? Por cierto, ¿por qué llora su amiga? ¿A qué juegan?

—No es tu asunto. ¿Por qué no te largas de aquí de una vez y por todas?

—¿Por qué eres tan poco amigable? Andas muy amargado —le devuelve, sarcástico.

—¡Maldición! Démosle una lección a este hijo de puta, para ver si se le quita lo metiche y gracioso —propone otro del grupo, cansado de las burlas de aquel joven insolente.

Por su parte, Liah vuelve a sonreír airoso y los mira con ironía.

Los tres sujetos se le lanzan encima, dispuestos a darle una tunda; no obstante, cada vez que le atinan un golpe, pareciera como si él se desvaneciera y golpearan a la nada.

En cuestión de segundos, los tipos empiezan a gritar del dolor y caen uno a uno inconscientes. Liah se acerca a la chica, quien tiembla del miedo y lo observa con súplica.

—No me hagas daño, por favor —le ruega con voz temblorosa.

Aquel pedido lo transporta al pasado, donde, en un callejón similar y bajo la oscuridad de la noche, encontró a la mujer que le daría lo más preciado que posee.

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