El viento azotaba las alturas de Machu Picchu, arrastrando un murmullo que parecía provenir de las montañas mismas, un eco de secretos enterrados por siglos. Ethan se detuvo en la entrada de la caverna, con el peso del mural aún grabado en su mente. No era solo una reliquia histórica; cada símbolo y figura parecía cargado de un propósito, como si esperaran ser desentrañados.
La linterna en su mano iluminaba tenuemente las paredes, pero el aire estaba más frío que antes, cargado de una electricidad que erizaba su piel. Dio un paso al interior, con la sensación de que cada movimiento lo acercaba a algo mucho más grande de lo que podía comprender.
El mural estaba allí, imponente, con la figura femenina en el centro. Su rostro parecía más vivo ahora, sus ojos tallados con una precisión tan inquietante que Ethan evitó mirarlos demasiado tiempo. Los detalles de su vestido fluían como si el escultor hubiera capturado un movimiento congelado en la piedra, y el Orbe en sus manos seguía emitiendo un brillo tenue, como si respirara.
—Esto no tiene sentido... —murmuró Ethan, más para sí mismo que para alguien en particular.
Cuando se inclinó para observar más de cerca, un patrón que antes no había notado comenzó a revelarse bajo la luz de la linterna. En el suelo, alrededor del mural, un círculo de runas desconocidas parecía pulsar con una energía propia. El arqueólogo trazó con los dedos una de las líneas, sintiendo un leve calor bajo la yema de sus dedos.
—¿Qué significa esto? —susurró, su voz quebrándose ligeramente.
El eco de sus palabras se desvaneció rápidamente, dejando un silencio que pesaba como una losa sobre sus hombros. Entonces, el aire pareció moverse, denso y cargado, y la linterna parpadeó hasta apagarse. Ethan quedó sumido en una oscuridad absoluta, incapaz de distinguir nada a su alrededor.
Un susurro llenó la caverna, suave pero inquietante, como un río escondido que hablaba en un idioma perdido.
—El equilibrio se rompe...
Ethan giró sobre sus talones, buscando desesperadamente el origen de la voz.
—¿Quién está ahí? —gritó, con el corazón golpeando como un tambor en su pecho.
Un resplandor comenzó a formarse en el centro del mural. La figura femenina que sostenía el Orbe parecía moverse, sus líneas de piedra ondulaban como agua bajo la luz de la luna. Ethan retrocedió, tropezando con una roca, pero no apartó la vista.
La figura emergió lentamente, como un espectro arrancado del mural. Estaba hecha de luz, translúcida y delicada, pero su presencia llenaba la caverna con una autoridad imponente. Sus ojos, ahora brillantes como estrellas, se clavaron en los de Ethan.
—Ethan... —pronunció su nombre con una claridad que le heló la sangre.
—¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó, su voz apenas un susurro.
La figura alzó una mano, señalando el Orbe tallado en la piedra.
—El destino ha elegido. Tú eres el puente.
Ethan sintió que el suelo temblaba nuevamente bajo sus pies. La figura se desvaneció en un destello de luz, y con ella, la energía que había llenado la caverna. La linterna volvió a encenderse, pero algo había cambiado. El mural seguía allí, pero las runas del suelo ahora brillaban débilmente, como un recordatorio de que el encuentro no había sido un sueño.
—¿Puente...? —repitió Ethan en voz baja, con un nudo formándose en su garganta. No entendía lo que significaba, pero una parte de él sabía que su vida acababa de cambiar para siempre.
Zeus caminaba solo por los pasillos de mármol del Olimpo. Cada paso resonaba con fuerza, como si quisiera reafirmar su poder ante los mismos muros que lo rodeaban. Pero en su interior, la duda crecía, una sombra que ni siquiera el líder de los dioses podía disipar.
Cuando llegó al salón del oráculo, las puertas de bronce se abrieron con un gemido pesado. Un frío antinatural lo envolvió al entrar, y la figura encapuchada del oráculo se inclinó levemente en señal de respeto.
—Has venido, gran Zeus.
—No busco ceremonias —respondió él, su voz grave pero contenida—. Dime lo que sabes sobre el Orbe y el peligro que enfrentamos.
El oráculo alzó una mano, señalando un espacio vacío en el aire. Un destello se formó, como una tela de luz que vibraba en ondas, y de ella surgió una visión. Zeus se inclinó, observando con atención.
Allí estaba Ethan, en una caverna que Zeus no reconocía. El mortal estaba de pie frente a un mural, sus ojos llenos de asombro, pero también de algo más. Algo que resonó en Zeus como una campanada lejana.
—Un humano... conectado al Orbe —murmuró Zeus, casi incapaz de aceptar lo que veía.
El oráculo se volvió hacia él, sus ojos, aunque invisibles, parecían atravesarlo.
—No es cualquier humano. Es el que decidirá el destino de los dioses y los hombres.
El rayo en la mano de Zeus brilló intensamente, como si respondiera a la ira que comenzaba a arder en su interior.
—¿Cómo es posible? —gruñó, su voz temblaba con una furia contenida—. El Orbe es una creación divina. No pertenece al mundo mortal.
El oráculo permaneció en silencio por un momento, dejando que las palabras de Zeus se disiparan en el aire.
—El Orbe no pertenece a ningún mundo, Zeus. Es el equilibrio entre ellos. Y ahora, su vínculo con ese mortal cambiará todo lo que conocemos.
Zeus apretó los dientes, su mente giraba en espirales de posibilidades. Si un humano tenía el poder de decidir el destino del universo, ¿qué significaba eso para los dioses?
Un rugido de furia estalló en su interior, pero antes de que pudiera pronunciar palabra alguna, las sombras en el salón comenzaron a moverse. Se retorcieron y formaron una figura alta y oscura.
Hades apareció entre las sombras, su sonrisa afilada como un cuchillo.
—Hermano, parece que tu tan preciado equilibrio se tambalea. Tal vez sea hora de que alguien más tome las riendas del destino.
La brisa de la mañana acariciaba las terrazas de Machu Picchu, trayendo consigo un susurro ancestral que parecía vibrar en el alma de quienes lo escuchaban. Ethan, sentado al borde de la entrada de la caverna, sentía que el mundo a su alrededor se movía con una intensidad casi irreal. El cielo teñido de tonos dorados y anaranjados anunciaba el amanecer, pero su mirada permanecía fija en el cuaderno que sostenía entre sus manos, como si las respuestas que buscaba pudieran revelarse mágicamente en sus notas.El roce del lápiz contra el papel se detuvo de pronto. Ethan alzó la vista y observó la entrada de la caverna, ahora envuelta en sombras alargadas que parecían moverse con vida propia. Su pecho se comprimió. Las palabras del reflejo en el agua seguían repitiéndose en su mente: “El puente... el vínculo entre lo divino y lo mortal”.Un escalofrío recorrió su cuerpo. A pesar del calor tibio del amanecer, sintió una helada familiar que lo hacía cuestionar si todo lo ocurrido había sido
El eco del rugido en las montañas persistía en los oídos de Ethan como un recordatorio de que algo se había desatado. Cada fibra de su ser quería atribuirlo al viento, al eco, a cualquier fenómeno natural que no desafiara su cordura, pero la sensación en el aire lo contradecía. Era como si el mundo mismo contuviera el aliento.La piedra bajo sus pies parecía más fría, más viva, vibrando con una energía casi imperceptible que se sincronizaba con el latido de su corazón. Diego lo miraba, el nerviosismo dibujado en cada línea de su rostro, mientras el anciano retrocedía hacia las sombras, susurrando palabras en un idioma que resonaba como un cántico ancestral.El altar parecía más que una estructura; era un testigo mudo de secretos inmemoriales. Las marcas talladas en su superficie irradiaban un resplandor tenue que parecía responder a Ethan. Había algo en el aire, algo que lo llamaba, como una melodía que solo él podía escuchar.—Esto… esto no es normal, Ethan —murmuró Diego, con la voz
Las palabras de Ethan resonaban en el aire como un juramento inquebrantable, y aunque el temor latía en el pecho de Diego, una lealtad silenciosa lo mantenía a su lado. La presencia del anciano, inmóvil como una estatua esculpida en la roca misma, cargaba el ambiente con un peso que hacía difícil respirar.—El desierto que buscas no está en este mundo tal como lo conoces. —La voz del anciano era baja, pero cada palabra portaba el peso de siglos enterrados bajo arenas invisibles—. Es un lugar entre los lugares, un cruce donde la realidad y lo eterno convergen.Ethan sintió que la visión todavía quemaba en su mente, un eco persistente que se negaba a apagarse. Miró al anciano con el ceño fruncido, buscando algo en sus palabras que ofreciera claridad.—¿Cómo llegamos ahí? —preguntó, con la misma intensidad con la que un náufrago implora por tierra firme.El anciano extendió una mano nudosa hacia la pared rocosa cercana. Por un momento, no ocurrió nada, pero entonces grabados ocultos come
El camino hacia Paracas se alargaba bajo un cielo teñido de un rojo profundo, como si el sol mismo estuviera sangrando su última luz sobre la tierra. Ethan mantenía la mirada fija en la carretera, sintiendo el peso de cada kilómetro que lo acercaba a lo desconocido. Sus manos firmes en el volante temblaban ligeramente, no por miedo, sino por una mezcla de anticipación y una inquietud que no lograba nombrar.A su lado, Diego sostenía su libreta con fuerza, sus dedos tamborileando sobre la tapa mientras sus ojos recorrían frenéticamente las notas. Los nombres y símbolos que había garabateado apenas hacía unas horas ahora parecían contener más preguntas que respuestas.—¿Estás seguro de esto? —preguntó Diego, rompiendo el silencio que se había asentado entre ellos como una manta pesada.Ethan no respondió de inmediato. Dejó que el motor del vehículo llenara el aire por un momento más antes de hablar, su voz grave, cargada de una calma que no sentía del todo.—No importa si estoy seguro —
El brillo dorado del horizonte pulsaba rítmicamente, un espectáculo hipnótico que invitaba y repelía a la vez. Era como si el mundo mismo respirara, llenando el aire de una energía que hacía que cada paso de Ethan y Diego fuera más pesado, más deliberado. El suelo cristalino bajo sus pies emitía reflejos iridiscentes que se deslizaban como olas, deformando su entorno en destellos de colores desconocidos.Diego pasó una mano por su rostro empapado de sudor, su expresión reflejaba una mezcla de incredulidad y temor.—¿Ethan, no sientes que estamos… fuera de lugar? —preguntó, con un hilo de voz que parecía temer provocar una respuesta.Ethan no respondió de inmediato. Sus ojos estaban fijos en el horizonte, pero su mente estaba a kilómetros de distancia, buscando un significado en la vibración que sentía bajo sus pies.—Es más que estar fuera de lugar —dijo finalmente, su tono era bajo, como si temiera que algo más pudiera escuchar—. Es como si este sitio… estuviera vivo.Diego parpadeó,
El paisaje parecía vivo, cambiando con cada paso que daban. Las luces doradas que danzaban en el horizonte parecían respirar con un ritmo propio, proyectando sombras alargadas que jugueteaban con las formas. La brisa que antes era ligera ahora llevaba un susurro casi imperceptible, como si el mundo intentara comunicar un secreto que no alcanzaban a comprender.Ethan caminaba en silencio, con su mirada fija en el resplandor que los guiaba. Era una luz cálida, pero había algo en ella que le hacía sentir un nudo en el estómago, una promesa de grandeza y peligro. Diego, a su lado, no podía ocultar el nerviosismo.—¿Estás seguro de que es por aquí? —preguntó Diego, rompiendo el silencio con un tono que intentaba sonar confiado, pero fallaba estrepitosamente.Ethan asintió sin voltear.—No lo sé con certeza —respondió, con una calma que contrastaba con la tensión que le recorría por dentro—. Es como si este lugar nos estuviera guiando.Diego bufó, aunque su intento de sarcasmo se desmoronó
La oscuridad lo envolvía, densa y opresivamente, como si quisiera sofocar cada pensamiento en su mente. Ethan miraba a su versión más joven, esa sombra de sí mismo que lo observaba con una mezcla de desafío y vulnerabilidad. Aquella figura era un recordatorio viviente de las decisiones que lo habían llevado hasta allí.—Recuerda, Ethan —dijo la figura, su voz resonaba con ecos distantes—. Recuerda lo que dejaste atrás.El entorno se desgarró como si un cuchillo invisible cortara el velo de la noche. Ethan se encontró de pie en su antiguo hogar. El lugar estaba impregnado de un aire de abandono que parecía congelar el tiempo: paredes desnudas, muebles desgastados y la ventana rota que dejaba entrar un viento que aullaba como un lamento.En el centro de la habitación, una mujer delgada y frágil estaba sentada, sosteniendo un amuleto que parecía brillar con un tenue destello en la penumbra. Ethan sintió que su corazón se encogía. Reconocía cada detalle, cada grieta en el suelo y cada som
El viento rugía entre las montañas, un coro fantasmagórico que parecía arrastrar siglos de secretos olvidados. Ethan y Diego avanzaban con cuidado por el sendero de piedra, envueltos en una penumbra que los abrazaba como un manto pesado. El bosque, imponente y ancestral, crujía a su alrededor, como si las raíces y ramas conspiraran en susurros.Ethan sujetaba el Orbe del Destino con ambas manos. Su resplandor tenue iluminaba apenas unos pasos a su alrededor, pero aquel brillo parecía vivo, un eco palpitante que resonaba en su pecho. Cada latido del artefacto era un recordatorio de la carga que ahora llevaba.—¿Cómo te sientes? —preguntó Diego, rompiendo el tenso silencio con un tono de voz apenas más alto que un susurro.Ethan bajó la vista al suelo mientras caminaba, como si las piedras bajo sus pies le ofrecieran respuestas que él mismo desconocía.—Distinto —murmuró finalmente, con la mirada fija en el resplandor del Orbe—. Como si... todo lo que soy no fuera suficiente.Diego lo o