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Capítulo 3: Ecos del Pasado

El viento azotaba las alturas de Machu Picchu, arrastrando un murmullo que parecía provenir de las montañas mismas, un eco de secretos enterrados por siglos. Ethan se detuvo en la entrada de la caverna, con el peso del mural aún grabado en su mente. No era solo una reliquia histórica; cada símbolo y figura parecía cargado de un propósito, como si esperaran ser desentrañados.

La linterna en su mano iluminaba tenuemente las paredes, pero el aire estaba más frío que antes, cargado de una electricidad que erizaba su piel. Dio un paso al interior, con la sensación de que cada movimiento lo acercaba a algo mucho más grande de lo que podía comprender.

El mural estaba allí, imponente, con la figura femenina en el centro. Su rostro parecía más vivo ahora, sus ojos tallados con una precisión tan inquietante que Ethan evitó mirarlos demasiado tiempo. Los detalles de su vestido fluían como si el escultor hubiera capturado un movimiento congelado en la piedra, y el Orbe en sus manos seguía emitiendo un brillo tenue, como si respirara.

—Esto no tiene sentido... —murmuró Ethan, más para sí mismo que para alguien en particular.

Cuando se inclinó para observar más de cerca, un patrón que antes no había notado comenzó a revelarse bajo la luz de la linterna. En el suelo, alrededor del mural, un círculo de runas desconocidas parecía pulsar con una energía propia. El arqueólogo trazó con los dedos una de las líneas, sintiendo un leve calor bajo la yema de sus dedos.

—¿Qué significa esto? —susurró, su voz quebrándose ligeramente.

El eco de sus palabras se desvaneció rápidamente, dejando un silencio que pesaba como una losa sobre sus hombros. Entonces, el aire pareció moverse, denso y cargado, y la linterna parpadeó hasta apagarse. Ethan quedó sumido en una oscuridad absoluta, incapaz de distinguir nada a su alrededor.

Un susurro llenó la caverna, suave pero inquietante, como un río escondido que hablaba en un idioma perdido.

—El equilibrio se rompe...

Ethan giró sobre sus talones, buscando desesperadamente el origen de la voz.

—¿Quién está ahí? —gritó, con el corazón golpeando como un tambor en su pecho.

Un resplandor comenzó a formarse en el centro del mural. La figura femenina que sostenía el Orbe parecía moverse, sus líneas de piedra ondulaban como agua bajo la luz de la luna. Ethan retrocedió, tropezando con una roca, pero no apartó la vista.

La figura emergió lentamente, como un espectro arrancado del mural. Estaba hecha de luz, translúcida y delicada, pero su presencia llenaba la caverna con una autoridad imponente. Sus ojos, ahora brillantes como estrellas, se clavaron en los de Ethan.

—Ethan... —pronunció su nombre con una claridad que le heló la sangre.

—¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó, su voz apenas un susurro.

La figura alzó una mano, señalando el Orbe tallado en la piedra.

—El destino ha elegido. Tú eres el puente.

Ethan sintió que el suelo temblaba nuevamente bajo sus pies. La figura se desvaneció en un destello de luz, y con ella, la energía que había llenado la caverna. La linterna volvió a encenderse, pero algo había cambiado. El mural seguía allí, pero las runas del suelo ahora brillaban débilmente, como un recordatorio de que el encuentro no había sido un sueño.

—¿Puente...? —repitió Ethan en voz baja, con un nudo formándose en su garganta. No entendía lo que significaba, pero una parte de él sabía que su vida acababa de cambiar para siempre.

Zeus caminaba solo por los pasillos de mármol del Olimpo. Cada paso resonaba con fuerza, como si quisiera reafirmar su poder ante los mismos muros que lo rodeaban. Pero en su interior, la duda crecía, una sombra que ni siquiera el líder de los dioses podía disipar.

Cuando llegó al salón del oráculo, las puertas de bronce se abrieron con un gemido pesado. Un frío antinatural lo envolvió al entrar, y la figura encapuchada del oráculo se inclinó levemente en señal de respeto.

—Has venido, gran Zeus.

—No busco ceremonias —respondió él, su voz grave pero contenida—. Dime lo que sabes sobre el Orbe y el peligro que enfrentamos.

El oráculo alzó una mano, señalando un espacio vacío en el aire. Un destello se formó, como una tela de luz que vibraba en ondas, y de ella surgió una visión. Zeus se inclinó, observando con atención.

Allí estaba Ethan, en una caverna que Zeus no reconocía. El mortal estaba de pie frente a un mural, sus ojos llenos de asombro, pero también de algo más. Algo que resonó en Zeus como una campanada lejana.

—Un humano... conectado al Orbe —murmuró Zeus, casi incapaz de aceptar lo que veía.

El oráculo se volvió hacia él, sus ojos, aunque invisibles, parecían atravesarlo.

—No es cualquier humano. Es el que decidirá el destino de los dioses y los hombres.

El rayo en la mano de Zeus brilló intensamente, como si respondiera a la ira que comenzaba a arder en su interior.

—¿Cómo es posible? —gruñó, su voz temblaba con una furia contenida—. El Orbe es una creación divina. No pertenece al mundo mortal.

El oráculo permaneció en silencio por un momento, dejando que las palabras de Zeus se disiparan en el aire.

—El Orbe no pertenece a ningún mundo, Zeus. Es el equilibrio entre ellos. Y ahora, su vínculo con ese mortal cambiará todo lo que conocemos.

Zeus apretó los dientes, su mente giraba en espirales de posibilidades. Si un humano tenía el poder de decidir el destino del universo, ¿qué significaba eso para los dioses?

Un rugido de furia estalló en su interior, pero antes de que pudiera pronunciar palabra alguna, las sombras en el salón comenzaron a moverse. Se retorcieron y formaron una figura alta y oscura.

Hades apareció entre las sombras, su sonrisa afilada como un cuchillo.

—Hermano, parece que tu tan preciado equilibrio se tambalea. Tal vez sea hora de que alguien más tome las riendas del destino.

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