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Capítulo 5: Ecos del Pasado

El eco del rugido en las montañas persistía en los oídos de Ethan como un recordatorio de que algo se había desatado. Cada fibra de su ser quería atribuirlo al viento, al eco, a cualquier fenómeno natural que no desafiara su cordura, pero la sensación en el aire lo contradecía. Era como si el mundo mismo contuviera el aliento.

La piedra bajo sus pies parecía más fría, más viva, vibrando con una energía casi imperceptible que se sincronizaba con el latido de su corazón. Diego lo miraba, el nerviosismo dibujado en cada línea de su rostro, mientras el anciano retrocedía hacia las sombras, susurrando palabras en un idioma que resonaba como un cántico ancestral.

El altar parecía más que una estructura; era un testigo mudo de secretos inmemoriales. Las marcas talladas en su superficie irradiaban un resplandor tenue que parecía responder a Ethan. Había algo en el aire, algo que lo llamaba, como una melodía que solo él podía escuchar.

—Esto… esto no es normal, Ethan —murmuró Diego, con la voz quebrada, como si el simple acto de hablar fuera una transgresión en un lugar tan cargado de solemnidad. Sus ojos se movían nerviosos entre el altar y su amigo, buscando una explicación que ninguno de los dos podía ofrecer.

Ethan intentó responder, pero las palabras murieron en su garganta. El aire pesaba como si cada molécula estuviera impregnada de significado.

—El tiempo no espera. —La voz del anciano rompió el silencio con la fuerza de una campanada. Su tono era grave, cargado de una certeza que hacía eco en el lugar, como si incluso las montañas lo escucharan—. El altar ha hablado. Y tú has sido elegido.

Ethan giró hacia él, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda. Las palabras del anciano lo atravesaron, cargadas de un peso que no comprendía del todo.

—¿Elegido? —La palabra escapó de sus labios antes de que pudiera detenerla, un eco de incredulidad que lo traicionaba.

—Los espíritus no mienten. —El anciano avanzó un paso, alzando una mano temblorosa hacia el altar. Sus ojos brillaban con un fervor que casi quemaba—. Ellos han mostrado su voluntad. Tú eres su respuesta.

Diego soltó una risa tensa, quebrada por la presión del momento.

—¿Espíritus? ¿Visiones? Vamos, Ethan, esto es absurdo. Esto tiene que ser un montaje, un truco para atraer turistas… o algo peor.

Ethan apenas lo escuchó. Sus pensamientos giraban, tratando de encontrar un punto de apoyo. Por un instante, recordó los cuentos de su madre sobre héroes que caminaban entre los hombres, descendientes de dioses que alguna vez gobernaron el destino de la humanidad. Siempre los había considerado leyendas, ecos de un pasado enterrado.

—¿Por qué yo? —preguntó, con la voz temblorosa.

El anciano lo miró directamente, sus ojos oscuros y profundos como un pozo sin fondo.

—La sangre no miente, joven. —Hizo una pausa, dejando que las palabras calaran hondo—. Aquellos que descienden de los antiguos siempre son llamados.

Ethan sintió que el mundo se desmoronaba a su alrededor. Sangre. Aquella palabra resonó en su mente como un tambor. Su madre había hablado de una conexión, una herencia que nunca entendió del todo. Ahora, las piezas comenzaban a unirse, pero el rompecabezas era demasiado grande y aterrador.

—El Orbe no puede caer en manos oscuras. —La voz del anciano bajó hasta convertirse en un susurro, como si temiera que el aire mismo pudiera traicionar su secreto—. Y tú eres el único que puede encontrarlo.

Ethan se acercó al altar, cada paso un esfuerzo monumental contra una fuerza invisible que parecía intentar detenerlo. Sus manos temblaban, y un sudor frío corría por su espalda mientras el zumbido en el aire crecía, llenándolo todo.

—Ethan, no hagas esto. —La voz de Diego lo alcanzó como un eco distante, apagada por el rugido que llenaba su mente.

Sus dedos tocaron la superficie fría, y el mundo explotó en luz. Una energía abrasadora recorrió su brazo, subiendo hasta su pecho. Era como si algo arrancara capas de su ser, dejando solo una conexión pura con algo antiguo y vasto.

De pronto, ya no estaba allí. Estaba en un desierto infinito bajo un cielo de fuego, donde el aire temblaba con calor y la arena parecía susurrar secretos. Una figura avanzaba hacia él, sosteniendo un objeto que ardía con una luz cegadora.

—Ethan. —La voz femenina resonó como un eco en su mente. Era profunda, cargada de autoridad y conocimiento—. La luz y la oscuridad convergen. Solo tú puedes decidir el desenlace.

En los confines del Olimpo, Hades sostenía la gema oscura, contemplándola con una mezcla de fascinación y ambición. La luz dentro de ella pulsaba, lenta pero constante, como el latido de un corazón antiguo que no debía despertar.

—Con esto, el equilibrio se romperá. —Su voz tenía un tono casi reverencial.

La figura encapuchada junto a él tragó saliva audiblemente.

—Mi señor… este objeto no es como los demás. Es un abismo. Podría consumir incluso a un dios.

Hades lo miró, y su expresión era una mezcla de burla y amenaza.

—Si el abismo me teme, que lo haga. —Sus ojos brillaron con un destello oscuro—. Yo no tengo miedo de lo que está destinado a ser mío.

Giró la gema en su mano, observando cómo la luz parpadeaba como una vela en medio de la tormenta.

—La clave no está en el poder, sino en el control. Y yo nací para controlar.

Ethan abrió los ojos, jadeando. Sentía como si hubiera corrido kilómetros, pero estaba quieto junto al altar, con Diego sosteniéndolo por los hombros.

—Lo vi. —Su voz era débil, pero cargada de una nueva determinación—. El Orbe… está en el desierto.

El anciano asintió lentamente, una sombra de tristeza cruzando su rostro.

—El camino será arduo, joven. Y el costo, alto.

Ethan cerró los ojos un instante, intentando procesar lo que había visto.

—No tengo opción.

Diego lo miró, y aunque sus ojos reflejaban miedo, también había algo más: lealtad.

—Entonces iremos juntos.

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