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Capítulo 2: Sombras en el Horizonte

La tormenta en el horizonte del Olimpo renacido parecía más que una simple manifestación del clima. Era como si el cielo mismo se revelara contra el mundo, iluminando con furia el Salón Eterno con destellos que parecían buscar algo oculto entre las sombras. Cada trueno retumbaba con un eco tan profundo que sacudía los cimientos del Olimpo, un recordatorio de que incluso los dioses podían enfrentarse a fuerzas que los desafiaban.

Zeus permanecía de pie junto al gran trono, el rayo en su mano destellaba débilmente con un brillo azul-blanco, como una chispa contenida de su poder. A su alrededor, los demás dioses esperaban, inmóviles pero tensos, como si el aire pesado les impidiera moverse con naturalidad.

—Cada segundo que esa sombra crece, el universo se tambalea al borde del abismo. Apolo, Atenea —la mirada de Zeus se posó en ellos como un peso tangible—, vuestro deber es buscar el Orbe en la Tierra. Templos ocultos, registros olvidados... algo debe darnos la clave para hallar su paradero.

Apolo inclinó la cabeza en una ligera reverencia, sus rasgos dorados permanecían solemnes, como si la gravedad de las palabras de Zeus calara en su propia esencia.

—Mi luz puede penetrar incluso en las sombras más densas —su voz era clara, pero tenía un matiz de desafío, una seguridad casi arrogante que no dejaba espacio para dudas—. Encontraré lo que buscamos, aunque esté perdido en el tiempo.

Atenea, a su lado, no necesitó un momento para meditar su respuesta. Era una estratega nata; cada palabra que pronunciaba parecía calculada, precisa.

—Los humanos han custodiado secretos sobre el Orbe sin siquiera saberlo. Si seguimos los patrones de sus mitos, podríamos encontrar vestigios de su verdad, aunque hayan sido distorsionados por los siglos.

El asentimiento de Zeus fue breve, como si ya estuviera evaluando sus próximos pasos. Luego giró hacia Poseidón y Afrodita, quienes, a pesar de compartir la misma inmortalidad, irradiaban presencias completamente opuestas.

—Poseidón, Afrodita —continuó Zeus, su tono firme pero cargado de expectativa—, el Mar Egeo guarda civilizaciones que veneraron el Orbe como un puente entre dioses y humanos. Vuestro deber es buscar en las profundidades cualquier rastro de su legado.

Poseidón, con los brazos cruzados y una expresión severa, dejó escapar un leve suspiro que resonó como el crujido de una ola contra un acantilado.

—Haré que las aguas hablen —dijo, con una voz que resonaba como un trueno bajo las olas, un eco de la misma tormenta que azotaba el Olimpo. Sus ojos, tan oscuros como el fondo del océano, brillaban con una intensidad que recordaba su vasto poder.

Afrodita, por otro lado, no respondió de inmediato. Sus dedos jugaban con un mechón de su cabello dorado, un gesto que parecía casual pero que delataba sus pensamientos. Su mirada estaba fija en el suelo, como si intentara encontrar las palabras correctas entre sus propias emociones. Finalmente, levantó los ojos, llenos de determinación.

—Los humanos... son más de lo que creemos —su tono no era de desafío, sino de comprensión—. Siento que, si el Orbe realmente conecta a lo divino con lo mortal, subestimarlos sería nuestro error más grande.

Un destello de sorpresa cruzó el rostro de Zeus, aunque lo disimuló rápidamente. Afrodita rara vez se involucraba en las decisiones estratégicas, pero sus palabras parecían resonar con una verdad que incluso él no podía ignorar.

—Haz lo que debas, Afrodita. Confío en tu juicio.

Sin embargo, la tensión en el ambiente alcanzó su punto más alto cuando Zeus dirigió su mirada hacia Hades. La sonrisa de este último era un filo que cortaba el aire entre ellos, cargada de burla y desdén. Hades, siempre el maestro de las sombras se incorporó con una lentitud casi felina, disfrutando cada segundo de la atención.

—Y tú, hermano —dijo Zeus, su voz era casi un gruñido que contenía años de rivalidad y resentimiento—, ¿qué harás por el destino que compartimos?

Hades dio un paso al frente, y el sonido de su bota contra el suelo resonó con una inquietante claridad.

—Seguiré mis propios caminos, como siempre he hecho —su tono era tranquilo, pero cada palabra estaba impregnada de una amenaza apenas velada—. Pero no te equivoques, Zeus, cuando el Orbe decida el futuro, ese futuro me pertenecerá tanto como a ti.

El aire vibraba con la tensión entre ellos, tan densa que parecía tangible. Pero antes de que Zeus pudiera responder, una explosión de energía invisible recorrió el salón. Las sombras que antes danzaban en las paredes cobraron vida, retorciéndose y extendiéndose como serpientes hambrientas, susurrando en un idioma que nadie reconocía.

Atenea reaccionó al instante, levantando su escudo con una precisión que reflejaba siglos de entrenamiento.

—¡Qué clase de hechicería es esta! —gritó, sus ojos fijos en las sombras que se acercaban.

El rostro de Zeus se endureció mientras el rayo en su mano brillaba con más intensidad. Las voces, aunque distorsionadas, parecían susurrar su nombre, una y otra vez, como un presagio oscuro.

—Es el enemigo. Está más cerca de lo que pensamos.

En ese momento, Hades se desvaneció en un torbellino de oscuridad, dejando atrás un eco de su risa y una última advertencia:

—Tal vez sea demasiado tarde, querido hermano.

Las sombras desaparecieron tan rápido como habían llegado, pero su presencia seguía pesando en el aire. Zeus respiró profundamente, sintiendo el peso del destino en cada inhalación.

El caos ya estaba en marcha.

Ethan apuntaba con la linterna hacia el mural, sus ojos estaban fijos en la figura central: una mujer sosteniendo un Orbe que irradiaba un poder casi tangible. Alrededor de ella, criaturas míticas y guerreros humanos luchaban contra una sombra que lo consumía todo.

—Esto... no puede ser real —susurró, su voz estaba cargada de incredulidad mientras sus dedos rozaban las tallas, notando una precisión que desafiaba el tiempo.

Carmen, que había estado tomando notas cerca, se acercó con cuidado.

—¿Qué es lo que ves?

Ethan señaló la figura central.

—Nunca he visto algo así. Esta mujer... parece humana, pero el poder que irradia es como si fuera algo más. Y esa sombra... —se detuvo, como si temiera poner en palabras lo que sentía—. No parece una simple metáfora.

Antes de que Carmen pudiera responder, un temblor leve recorrió la caverna, haciendo que pequeñas rocas se desprendieran del techo. Pero no era solo un temblor; el mural parecía cobrar vida. Las sombras de las figuras talladas comenzaron a moverse, y un brillo espectral emanaba del Orbe.

—¡Ethan, vámonos! —gritó Carmen, su voz estaba cargada de pánico mientras intentaba jalarlo hacia la salida.

Ethan, sin embargo, permanecía inmóvil. Su mirada estaba fija en el mural, que ahora parecía pulsar como un corazón vivo.

—No puedo irme... esto significa algo. Algo importante.

El temblor cesó, pero el aire se cargó con un zumbido bajo, como un canto inaudible que parecía provenir del mural mismo. Carmen, con los ojos llenos de miedo, tiró de él con más fuerza.

—¡Esto no es un juego, Ethan! ¡Podemos volver después!

Finalmente, Ethan reaccionó y dejó que ella lo arrastrara. Sin embargo, justo antes de cruzar la entrada de la caverna, el Orbe en el mural emitió un destello que los cegó por un instante.

Ethan se giró, y por un breve segundo, creyó ver una figura femenina en la luz, mirándolo con una intensidad que parecía perforar su alma.

—Esto no es solo arqueología... —murmuró mientras salían al aire libre, con el corazón latiendo a un ritmo desbocado—. Esto es un mensaje.

Carmen lo observó, su rostro era una mezcla de incredulidad y miedo.

—¿Un mensaje de quién?

Ethan no respondió. Su mente estaba demasiado ocupada intentando procesar lo imposible.

Zeus observaba la tormenta desde el borde del Salón Eterno. Las sombras habían desaparecido, pero su presencia aún pesaba en el ambiente. Las palabras del Oráculo resonaban en su mente:

"Cuando las sombras hablen, el destino de dioses y mortales se decidirá."

El aire estaba cargado con una tensión casi eléctrica. Sabía que la tormenta no era solo una amenaza, sino una advertencia.

El caos ya estaba en marcha.

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