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68. La cúspide del placer

Carlo

Vibré ante la imagen que tuve de Gia sobre la cama, debajo de mí. Mechones de cabello rubio cubrían parte de sus mejillas ruborizadas. Joder, que preciosa era. Gozaba de una belleza inigualable.

Me deslicé hacia abajo y alcancé una de sus piernas. Ella me observó embelesada mientras yo recorría a besos cada una de ellas. Sus dedos se enterraron en la manga de mi camisa y estrujó la tela con la necesidad de deshacerse de ella. No pude perder detalle de sus ojos azules ni en la forma en la que sus pupilas se agrandaban. Prometían devorarme.

Gimió, y tiró de mi con suavidad para que alcanzase su boca. Yo correspondí a ese gesto entregándole la mía y silenciándola con un beso desesperado, como si llevase décadas anhelando ese contacto.

. . .

Gia

Fue un beso que reclamaba intensidad, pasión y desenfreno. Un beso que no conocía de mafia o peligro, al contrario, era limpio y estaba alejado de todo lo que pudiera definirse como prohibido. El amor nunca debía serlo, el corazón no elegia
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