Fuerza

Andrew frunció el ceño, claramente estaba enojado.

—Vámonos.

Andrew sintió el peligro avecinarse. Que Robert estuviera ahí no indicaba nada bueno.

Semanas anteriores, le había llegado el rumor de que un miembro de la familia Smith estaba comprando tierras. No existía escapatoria. Los dueños de dichas tierras desaparecen. No podía pasarle a él, le había dado mucho trabajo conseguir ese pedazo de tierra. No en cualquier lugar había terrenos así, en donde sobraba espacio para sembrar. Se juró a sí mismo, que él jamás vendería sus tierras.

Andrew se acostó después de darle un beso de buenas noches a su hijo y a su esposa; sin embargo, esa noche, Marcela no durmió. Había vuelto a ver al hombre que le rompió el corazón. Lo vio y lucía igual de guapo que siempre, igual de despreocupado desde aquella vez que la dejó por otra. Igual de poderoso. Por supuesto, ellos jamás sufrían. Los ricos jamás lloraban.  En cambio, ella…

—Amor. —Andrew la abrazó por detrás y volvió a besarla—. No te preocupes por nada, yo estoy a tu lado, recuérdalo. Yo te protegeré y a mi familia.

—Lo sé. Sé que lo harás Andrew.

Marcela se giró y acarició el rostro de su esposo.

—Tú eres perfecto.

Andrew estaba perplejo, cuando su esposa le decía que era el mejor hombre del mundo, siempre cambia de semblante.

—No lo soy, pero te amo.

—Yo también te amo.

Se dieron un beso tranquilo, pero fue avanzando y poniéndose más romántico.

—Andrew. Te deseo.

Andrew era feliz, no le importaba no tener un peso, mientras Marcela estuviera a su lado todo era perfecto para él. No iba a permitir que Robert se interpusiera entre ellos.

Robert hablaba con su padre y sus amigos sobre negocios, nada interesante, en realidad, lo que él quería ahora es ir a pasear, dar una caminata refrescante en las sombras de los árboles; sin embargo, estaba atrapado en esa junta.

—Podemos construir otra iglesia —dijo el padre de Robert.

—¿No son demasiadas? —respondió un socio.

Tenía razón, ya eran muchas iglesias, lo único que querían era sacarles todo el dinero que la gente tenía, no eran buenas iglesias.

—La iglesia del centro es muy amplia, no necesitamos otra.

Robert no estaba interesado en hacer otra iglesia, ya que implicaba invertir y gastar su tiempo. Deseaba unas vacaciones tranquilas, lejos de todo eso.

—¡Papi!

Marlon entró corriendo sin avisar, fue directo a abrazar a su padre. El niño ajeno a los problemas de los adultos, se trepó en el regazo de su padre y comenzó a jugar con su camisa. El pequeñín, no decía muchas palabras, solamente sabía decir tres.

—Papá, papá, jugar, ¿mami?

—Claro que sí.

—¡Robert!

Robert miró a su padre regañarlo, sabía que no podía irse así con su hijo solo para jugar, pero no quería estar más tiempo ahí.

—¿Lo resuelves solo? Mi hijo me necesita, quiero estar para él.

Su padre exhaló y regresó a su conversación. Nunca fue un buen padre con él y esa excusa fue un arma de doble filo. Cuando estuvieron lo suficientemente lejos de ese despacho, Robert se relajó.

—Gracias por salvarme, Marlon.

Robert acarició la cabeza de su hijo, el niño solo lo miró. Y afuera, Marlon tomó su pelota y comenzó a jugar solo, Robert se fue a sentar en una de las sillas mientras miraba a su hijo.

—No te vayas lejos querido.

—¡Papá! ¡Ay!

Aventó su pelota muy lejos y quiso ir tras él.

—¡No vayas!

Robert lo detuvo y lo mandó a su habitación, ya que la pelota se había ido hacia el río. Dicho río recorría casi medio pueblo y era bastante seguro que su pelota estaría cerca del mercado, debía llegar antes que otro niño la agarrara. Se fue caminando apresuradamente hasta allá, llegó poco tiempo después logrando encontrar la pelota.

—Aquí estás.

Estaba aliviado, esa pelota estaba firmada por su hijo, iba a ser difícil falsificar la extraña firma del pequeño.  Una pelota de tenis era normalmente los regalos que los niños pedían, pero esta fue sorpresa, Marlon la recogió del suelo en un campo de tenis cuando fueron a América y desde ese día no se despega de ella.

—Seguro debe estar llorando.

Marlon podría estar triste de haber perdido su pelota, era mejor regresar lo antes posible, él iba a comenzar a caminar, pero alguien lo dejó paralizado.

Marcela sacó dinero de sus ahorros, necesitaba darle de comer bien a Alexander ese día. El niño iba a jugar con unos amiguitos y sería muy bochornoso que dijera que tenía hambre. Todos en el pueblo dirían que a ese niño lo mataban de hambre y estaría en boca de todos. Ya en el mercado, agarró lo más barato en frutas y verduras y escogió algunos dulces para el desayuno. Pero no podía creer lo que estaba viendo.

Robert.

Marcela se dio la vuelta y comenzó a caminar en dirección contraria. Pero no fue muy prudente. Robert la vio huir y dejó lo que estaba mirando para ir por ella. Se mordió fuerte le labio para no carcajearse, porque incluso estando en una situación así, ella se veía graciosa tratando de huir.

—¡Espera!

Marcela lo ignoró, siguió caminando hasta alejarse de los puestos. Cuando llegó al campo, suspiró, no vio a Robert siguiéndola.

—Aquí estás.

Dio un salto de susto, pero se tranquilizó. Robert la estuvo siguiendo con cuidado para no ser visto por nadie.

—¡¿Qué quieres?!

—¿Así me saludas después de dos años?

—No tengo por qué saludarte.

—¿No me amabas lo suficiente como para saludarme?

Marcela jadeó y sonrió con molestia.

—No eres peor porque no puedes.

Nuevamente, emprendió su camino y esta vez no se detuvo. En el camino pensó mejor las cosas. Él estaba tan guapo como hace dos años, seguía teniendo el porte de un príncipe, pero era extraño que tuviera una pelota en sus manos. Tenía entendido que aquí no existían los campos de tenis, solo había cerca las canchas de básquet y fútbol. De cualquier manera, ese no era su problema.

Al llegar a casa, dejó sus compras y buscó a su retoño. El niño dormía.

—Te amo tanto cariño.

El niño hizo un puchero pero siguió durmiendo.

—Por ti, seré más fuerte.

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