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I Veinte años de paz

Reino de Arkhamis, dieciocho años después

Una celebración sin precedentes se preparaba en el palacio del más próspero de los cinco reinos y dos eran los motivos: el cumpleaños número dieciocho de la princesa Lis, primogénita del rey y veinte años de paz, ese era el tiempo que había pasado desde que derrotaran a sus últimos enemigos, los Dumas, veinte años en que la humanidad pudo prosperar como nunca antes y la palabra guerra terminó cayendo en el olvido.

En una de las torres, la joven festejada miraba desde las alturas a los numerosos siervos ir y venir cargando flores y alimentos, tan presurosos y diminutos que parecían hormigas. Ningún detalle debía ser pasado por alto en el gran salón donde se celebraría el banquete, todo debía lucir tan perfecto como la admirada apariencia de la princesa.

—La magnificencia de esta fiesta la hará memorable por largo tiempo, tantas personas importantes vendrán a festejarte, trayendo presentes maravillosos. Hay carretas cargadas de ellos amontonándose en las afueras del palacio —admiraba el aya Ros, que estaba junto a ella. Era una mujer añosa y sierva fiel de la realeza, que había cuidado de la princesa desde sus primeros días.

—¿No es exagerado? Es sólo un cumpleaños más como cualquier otro —cuestionó la joven.

Mañana, los juegos y festejos se extenderían también por el resto del reino. En cada rincón de Arkhamis habría gentes conmemorando la paz y su natalicio.

—¡No seas modesta, mi niña! Todo esto es para ti, por el amor tan grande que te profesa tu padre.

Lis sonrió con indulgencia. Todo padre deseaba un hijo varón que prolongara su legado, él suyo había sido bendecido con dos hijas y jamás había lamentado su suerte, muy por el contrario, a veces la abrumaba con sus atenciones.

—Además, es muy probable que éste sea tu último cumpleaños en el palacio. Ya estás en edad de ser desposada.

Lis tragó saliva y cruzó los dedos. Ya había logrado convencer a su padre de rechazar a varios nobles e incluso reyes interesados en desposarla y esperaba seguir haciéndolo. Abandonar su hogar y a su familia por las promesas de amor de un hombre no estaba en sus planes.

—No seas pájaro de mal agüero, aya. Esta será una fiesta de cumpleaños, no de despedida. Mejor haz que preparen mi caballo, me siento sofocada.

—El rey no te dejará salir hoy, querida.

—¡Vete ya, que del rey me encargo yo!

La sierva partió a hacer lo pedido y la princesa se encaminó a los aposentos reales.

—¡No! ¡Ni hablar! —bramó el rey Camsuq, haciendo temblar a los hombres que se encargaban de los últimos arreglos del estupendo atuendo que usaría en la fiesta.

Si bien el monarca ya bordeaba los cincuenta años, seguía teniendo el cuerpo fuerte de un soldado y el semblante lozano como el más joven de ellos. En su cabello negro, las canas apenas y habían aparecido y sus ropas debían estar a la altura de tan digno hombre en tan importante ocasión. Después de todo, él había liderado la campaña militar que consiguió la tan ansiada paz para los reinos, permitiéndoles expandirse al territorio que antes le pertenecía sólo a las bestias.

—¡Por favor, padre querido! Todos los preparativos para la fiesta me tienen agobiada y eso le hace muy mal a la piel. No quieres que la hija del magnífico rey Camsuq se vea fea y afligida en su fiesta de cumpleaños, ¿o sí?

La belleza de la joven princesa era uno de sus más llamativos dotes y no podía decepcionar a los invitados. Debía verse deslumbrante y opacar al mismo sol con su esplendor.

—No, por los dioses, por supuesto que no. Mi pequeña flor debe lucir resplandeciente. Tómate un momento para desagobiarte y no vayas muy lejos.

—¡Gracias, padre querido! No sólo eres el mejor rey, sino el mejor padre también —le besó sonoramente la mano que él le extendió y luego ambas mejillas.

El rey pronto tendría que decirle que, a su edad, ya no era bien visto que fuera tan escandalosamente cariñosa con un hombre, aunque éste fuera su padre. Ya habría tiempo después de las fiestas.

—Llévate a Riu contigo.

Ella obedeció a su padre como siempre había hecho y arrastró al muchacho en sus andanzas. Era él uno de los soldados más hábiles del reino y la acompañaba fielmente desde su niñez. En cuanto Lis vio sus ojos amables y curiosos, supo que también había encontrado un amigo.

—¡Princesa, no vayas tan rápido! —Riu azotaba su caballo para obligarlo a darle alcance al de la muchacha, que parecía volar por la pradera.

Ser escolta real y proteger a una joven tan enérgica a veces era una labor muy ardua.

—¡No estamos en el palacio, Riu, no tienes que llamarme princesa! —Ella redujo la marcha al acercarse al borde de la colina desde la que podían verse los vastos alcances del reino, con la capital en el centro y pequeñas aldeas repartidas entre el verdor de parajes primaverales.

Y a lo lejos, donde el cielo se juntaba con la tierra, estaba el bosque de las sombras, extendiéndose como un oscuro muro que rodeaba los territorios de los reinos. Cada vez que le preguntaba a alguien por él, las respuestas eran vagas y esquivas, agudizando el misterio de su existencia. Cada vez que lo miraba, como ahora, oía que la llamaba.

Bajó de su caballo Kron, palmeándolo cariñosamente por ganarle una vez más al de Riu y se sentó sobre el pasto.

—No importa donde estemos, tú siempre serás mi princesa. —Riu se dejó caer junto a ella, cautivado también por el maravilloso paisaje ante sus ojos. Él miraba a la princesa.

La suave brisa agitaba los finos cabellos castaños de la joven, esparciendo el dulce aroma que de ellos nacía en las graciosas ondas que enmarcaban su delicado rostro. Los enormes ojos verdes, que ansiaban desentrañar los misterios del mundo, miraban con melancolía y ensoñación. Pese a ello, sus bien formados labios parecían estar sonriendo traviesamente.

Sí. Ser escolta real podía ser difícil, pero era lo que Riu más amaba en el mundo.

—¿Tuya? —cuestionó ella, enarcando una ceja.

—Yo... Quiero decir... No es lo que parece...

—¡Mira nada más! Al hombre más valiente de todo el reino le tiembla la voz frente a una simple chiquilla.

—Tú no eres una simple chiquilla, eres la princesa y algún día todo este reino será tuyo. Y en ningún caso yo soy el hombre más valiente. ¿No has oído las historias sobre las batallas de tu padre? Su valentía no tiene igual.

—No, no las he oído. No me gustan las historias de guerra. La guerra sólo trae tristeza y dolor.

—La guerra también trae paz. Hemos tenido paz por veinte años.

El tono sereno e impasible del muchacho a veces la exasperaba.

—¿Y de qué sirve la paz si seguimos siendo prisioneros? Dices que todo este reino será mío, pero sólo puedo verlo desde estas colinas y ni hablar de lo que hay más allá de los bosques. Tú eres un soldado, ¿alguna vez has salido? ¿Has visto lo que hay afuera?

—No, princesa. Tengo sólo unos cuantos años más que tú y hemos vivido en paz. No ha hecho falta salir de los reinos. Mi padre lo hizo en su momento.

—¡Cuéntame lo que vio, Riu! ¿Qué maravillas se esconden más allá de los reinos?

—Esas son historias de guerra, princesa —aseguró, poniéndose de pie para regresar—. Y no querrás tristeza y dolor en tu cumpleaños.

                                        ∽•❇•∽

—Es, sin dudas, el vestido más impresionante que he visto —aseguró el aya, ordenando el espléndido faldón con bordados de oro y plata. Varias capas de enaguas realzaban su volumen y envolvían a Lis como hacían los pétalos a las rosas.

Entallaba su figura un corsé, del que salían anchas mangas de seda, que Lis agitaba como alas. Del cuello le colgaba una cadena que relucía delicadamente como un cabello de oro y sostenía una pequeña esmeralda que en nada se comparaba con el verdor de sus ojos.

Y los cabellos que el viento al galope se había encargado de enredar, habían sido lavados, peinados y trenzados y se mantenían domados por la sencilla tiara que coronaba su realeza.

Lucía hermosa, fina y delicada como una muñeca, nacida del esmero, dedicación y orgullo de talentosos artesanos.

—No imaginé que sería tan pesado —se limitó a decir ella, alzando el faldón con esfuerzo.

Lo curioso era que, pese a todos los ropajes que componían el elaborado atuendo, ella se sentía completamente desnuda, bajo un vendaval, bajo una tormenta implacable.

—Deja de quejarte y apresúrate, todos te están esperando —dijo con voz severa la reina Alira, acompañada de su hija menor, la princesa Daara, de catorce años.

Ambas mujeres, de rostros pálidos, finos y enmarcados por lustrosas cabelleras doradas, vestían atuendos que no se veían en absoluto opacados por el de la festejada. Sin embargo, la alegría que brillaba en los juveniles ojos de las princesas era un adorno del que la adusta reina carecía. Su mirada era glacial la mayor parte del tiempo y hoy no era la excepción.

—¿No felicitarás a tu hija en su día, madre? —Lis avanzó hacia ella, con los brazos abiertos.

—Felicidades —dijo escuetamente la reina y se encaminó hacia el salón.

—¡Felicidades, Lis! Que este día sea maravilloso —Daara la abrazó.

—¡Muchas gracias, hermanita! —la estrechó amorosamente entre sus brazos.

La voz cándida de la muchacha le enternecía el corazón y no pudo evitar pellizcarle las mejillas, que adquirieron un rubor similar al suyo y le dieron un aire más saludable y jovial.

—Espero que, en mi cumpleaños, mi vestido sea tan bonito como el tuyo.

—Lo será diez veces más, Daara, yo me encargaré de eso.

La algarabía en el gran salón dio paso a la solemnidad y el respeto cuando se anunció la llegada de la princesa. Nobles, doncellas y cortesanos distinguidos, todos se inclinaron ante su deslumbrante presencia. Quienes nunca antes la habían visto confirmaron que los rumores sobre la abrumadora belleza de la joven eran tan ciertos como que el sol salía de día y la luna de noche. Ya la querían muchos hombres de esposa y muchas mujeres, lo más lejos posible de sus esposos.

Tácitamente, todos coincidían en el misterioso atractivo que ella generaba, que bien podía ser por su belleza, su expresión despierta y amable o algo más que eran incapaces de explicar.

Lis se sentó en su trono, al costado derecho del rey. Del lado izquierdo estaba la reina y junto a ella, la princesa Daara. A una señal del monarca se dio inicio a las festividades en todo el reino y, mientras en el palacio la realeza disfrutaba del espectáculo y la comida por montones, en las aldeas, las gentes pobres celebraban humildemente el natalicio de una princesa a la que jamás habían visto, usando sus mejores atuendos y matando los corderos que el rey les había enviado en su honor.

Tras la comida y el baile llegó el momento de los presentes. Los más importantes serían dados en público, los otros esperarían a la princesa en sus aposentos. Uno a uno, los invitados fueron colmando a la joven con valiosas mercancías, ninguno deseaba ser menos.

Cuando fue el turno del rey Barlotz, del vecino reino de Galaea, Camsuq tensó la mandíbula. Ya había rechazado la petición del rey de desposar a su hija, enfriando las relaciones entre ambos reinos. Si ahora a ese hombre se le ocurría volver a pedirla frente a toda la corte, una nueva negativa podría llegar a acabar con los veinte años de paz. Se lamentaba no haber tenido otra opción más que invitarlo. No hacerlo habría tenido el mismo resultado catastrófico.

—Quiero agradecerle a su majestad, el rey Camsuq, por haberme invitado a un evento tan importante, en que celebramos la paz y cooperación entre nuestros reinos y el cumpleaños de la hermosa princesa Lis. —Hizo una leve reverencia ante ella, sonriéndole con complicidad.

La princesa inhaló profundamente. Ese hombre la miraba con codicia, así también la miraba el resto de invitados. La codiciaban como a un objeto brillante que alguien se colgaría del cuello o luciría sobre la coronilla. Ella, con sus regios atuendos, no era diferente de las flores que adornaban coloridamente el salón. En la efímera belleza se le iba la vida y se marchitaba silenciosamente bajo la corona que, a ratos, se volvía tan pesada.

Entre los numerosos rostros del salón no halló ninguno que calmara su sentir. No estaba Riu, ni su aya. No estaban los siervos que cuidaban tan amorosamente de su caballo, ni siquiera la aldeana que le había regalado una manzana cuando se escapó del palacio a los ocho años. Sólo rostros desconocidos la acompañaban en su fiesta.

—Al rey Camsuq —continuó Barlotz— le he traído diez carretas cargadas con los mejores productos que mi tierra logra producir, incluido el vino, que es famoso en todos los reinos.

Los aplausos y exclamaciones de admiración de la corte no se hicieron esperar y el rey Barlotz les sonrío con autosuficiencia. Su generosidad parecía ser tan abundante como las canas que teñían a manchones su corta cabellera o como las arrugas que agrietaban su rostro, vestigios de sus poco más de sesenta años de vida.

—Y a la hermosa princesa —agregó el monarca—, le ofrezco mi reino entero.

Los aplausos y exclamaciones duplicaron a las anteriores. Tal unión fortalecería las relaciones comerciales entre ambos reinos y sumaría fuerzas en caso de amenazas. Estratégicamente era una excelente propuesta y ambos reyes lo sabían.

Lis temblaba en su trono, viendo al rey, más anciano que su padre, sonreírle con tanta confianza. A sus ojos, el matrimonio que le proponían no era más que el acto de codiciar una flor del jardín hasta arrancarla y llevarla lejos, reduciendo su existencia a un suave suspiro perfumado. Y esta flor además cargaba consigo la promesa de poseer un reino entero, más razones para codiciarla.

La reina parecía complacida con la noticia, no así la princesa Daara, que temía por su hermana.

—No quiero que esta proposición opaque en importancia a lo que estamos celebrando, así que esperaré por la respuesta hasta que concluyan las celebraciones, sabiendo que su majestad obrará con la sabiduría que todos los presentes le conocemos.

El rey Barlotz volvió a su puesto con absoluta confianza. Asimismo, continuaron los presentes y ofrendas de paz, hasta que llegó el turno del propio rey Camsuq. La princesa descendió de su trono para inclinarse frente a su padre.

—He meditado mucho sobre el regalo más adecuado para mi hija querida. Lo más simple hubiese sido mandar a fabricar las más hermosas joyas de todos los reinos, pero ninguna piedra preciosa, sin importar su valor, podría compararse con el brillo de sus ojos.

El corazón de la princesa, alterado por los últimos acontecimientos, se conmovió por tan bellas palabras y sus ojos fueron más brillantes aún.

—Luego pensé en deliciosos manjares y atuendos de ensueño, pero mi hija, como pueden verla, es delgada porque come como un pajarillo y tiene un corazón humilde que no necesita de ropajes espectaculares para demostrar su valor.

Muchos de los invitados sacaron sus pañuelos, también conmovidos, mientras a la reina no se le movía un músculo de su frío rostro.

—Entonces pensé en lo que a ella le gusta y la vi sobre ese viejo caballo, galopando por las llanuras del reino. Me dije que un caballo joven y fuerte sería un regalo que amaría, pero supuse lo que ella me respondería. —Hizo un ademán concediéndole la palabra.

—Mi caballo podrá ser viejo —dijo ella—, pero sigue ganándole en velocidad y resistencia a los mejores caballos del reino.

—Exacto —afirmó él y las lágrimas de su audiencia fueron reemplazadas por risas—. Por lo tanto, concluí que me rindo, querida Lis. No soy capaz de concebir un regalo que te haga feliz, así que haré trampa y te lo preguntaré a ti. ¿Cuál quieres que sea tu regalo?

Lo primero que vino a la cabeza de la princesa fue ese deseo urgente que se había apoderado de ella, sin darle tregua: saber qué había más allá de los reinos y del bosque de las sombras. Sin embargo, la inquietante sonrisa del rey Barlotz y su propuesta la alejaban de tal anhelo.

—Querido padre, majestad. Me llena de alegría saber de todo el amor que sientes por mí y nunca dudes de su reciprocidad. Si mis ojos brillan como lo hacen es porque en ellos está el reflejo de los tuyos y espero, algún día, poder retribuir todo el amor que me das.

—Estoy seguro de que algún día lo harás, cariño.

—El regalo que quiero, padre, es...

Las palabras de la princesa fueron interrumpidas por las puertas del salón, que se abrieron violentamente, sobresaltando a más de algún cortesano. Un hombre se precipitó en el lugar, seguido de algunos guardias.

—¡Cómo osan irrumpir así! —reclamó el rey.

—¡Es una emergencia, majestad! Traigo un mensaje desde Frilsia —informó el que resultó ser un mensajero.

Frilsia era una aldea en los confines del reino, que limitaba a su vez con el reino de Galaea, razón por la cual el rey Barlotz quiso hacerse partícipe de la conversación que Camsuq y el mensajero tendrían en privado. Además, si la princesa se convertía en su esposa, los problemas del reino de Arkhamis serían los suyos también.

—¡Habla de una vez! —exigió Camsuq.

—Los vigías de Frilsia han informado que los Dumas han regresado, majestad. Se cree que están armando un ejército y planean atacar los reinos.

—¡¿Los Dumas?! Pensé que los habíamos destruido. ¿Qué está pasando? —pidió saber el rey Barlotz.

—Se nota que apenas y fuiste a la guerra —suspiró el rey Camsuq—. No fuimos capaces de derrotar a esas criaturas. Hicimos un trato para que alguien más lo hiciera por nosotros y, cuando pensamos que el trabajo estaba hecho, rompimos el trato y destruimos a ese alguien. Así conseguimos la paz por veinte años, pero ahora, la balanza de poder ha vuelto a inclinarse y la supervivencia de la humanidad podría estar en riesgo.

El terror de antaño refulgió en los ojos de sus oyentes, donde los horrores de la guerra regresaron en un parpadeo.

—Y... ¿Qué haremos? ¿Có-cómo vamos a detenerlos? ¡Mi reino está cerca de Frilsia!

—Primero, contrólate. Si un rey tiembla como una chiquilla, qué quedará para sus soldados.

El rey Barlotz pareció avergonzado.

—Alabaste mi sabiduría ahí afuera, no creas que actuaría sin tener un plan de respaldo —sonrió, con la seguridad de quien ha pensado en todas las posibilidades y cubierto todos los flancos—. General, prepara una caravana con tus mejores hombres para ir al bosque de las sombras en la madrugada.

El general Magak, un hombre de aspecto sereno y edad similar a su rey, lució pálido como la nieve y salió a cumplir con lo ordenado.

—¿Qué harás, Camsuq?

—Todo lo que sea necesario hacer y partiré despertando a la bestia.

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