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V Su nuevo hogar

Con el sol en el punto más alto del cielo, el carruaje con la princesa dejó Frilsia y avanzó veloz hacia el reino de Nuante. Agazapada en el asiento no vio cómo se adentraban por un sendero que cruzaba el bosque de las sombras y conectaba el territorio de Arkhamis con el exterior. Sin saberlo, Lis por fin estaba cumpliendo su sueño de ir más allá de los reinos, hacia las tierras que se ocultaban tras el oscuro verdor y sus historias de pesadilla.

—Hemos llegado —le informó el cochero luego de un buen trecho.

El rey ni siquiera se había molestado en acompañarla para entregarla personalmente. Desde el confortable interior del carruaje, Lis oyó un sorpresivo silencio. No había afuera una comitiva de gente para darle la bienvenida a alguien de su realeza. No había dicha ni algarabía en las calles para recibirla.

Su pie tembloroso, enfundado en un delicado zapato con bordados de oro y gemas incrustadas, tocó por fin la aridez de la tierra extranjera. El paisaje desolador que halló a su alrededor le encogió el corazón: estaba frente a un enorme y grotesco palacio en ruinas, con sus ventanas ciegas oscurecidas por el paso del tiempo y la falta de cuidados. El musgo cubría los muros, sobre los que las plantas rastreras se aferraban como serpientes que aprisionaban la roca; serpientes muertas hacía mucho. Era la naturaleza salvaje intentando recuperar el terreno que los hombres le habían quitado, envolviendo al palacio para regresarlo a la tierra. Le pareció imposible que alguien pudiera vivir en un lugar así, sumido en el olvido y el abandono.

—Debe... Debe ser un error —musitó.

—No lo es, su majestad. Este es el palacio de Nuante. Su señor la espera dentro —dijo el cochero.

Lis tragó saliva. Su amado padre había escogido su flor favorita del jardín, la había arrancado cruelmente y entregado a su enemigo y ahora ella estaba allí, abandonada en tierra estéril.

—Cochero, por favor, no te vayas todavía —pidió con dulzura.

El hombre no pudo negarse.

Tras inhalar profundamente y coger valor, la princesa pasó por entre las enormes puertas de los muros perimetrales que rodeaban el palacio. Habían sido forzadas y colgaban de sus marcos. El patio frontal que apareció como antesala al castillo estaba envuelto en la lúgubre nostalgia del olvido y su suelo de piedra no se veía diferente a los muros. Abandonado quién sabía desde cuándo, nadie había limpiado las hojas y ramas que se extendían y formaban una gruesa alfombra. Alzando el pesado faldón, Lis caminó hasta la entrada del palacio, sin evitar que la parte trasera del vestido arrastrara hojas secas a su andar y se ensuciara.

Dentro aguardaba por ella su señor, su dueño. ¿Qué haría para conseguir su piedad y simpatía? ¿Cómo toleraría el dolor de no pertenecerse más a sí misma?

Las puertas, también derribadas por la fuerza, le mostraron el oscuro interior, donde flotaba un hedor a humedad mezclado con las mortuorias esencias de las plantas rastreras que hasta allí habían llegado. Crecían sobre el piso y las paredes, cruzaban el alto techo del vestíbulo y dibujaban en él venas como las que se marcaban en la piel reseca. Al entrar vio ramas de enredaderas yendo de un lado a otro y colgando por doquier. Más de un sobresalto dio cuando alguna le rozó el cabello. Le pareció que un bosque había entrado al palacio y había muerto allí con él.

—¡Hola!... ¡¿Hay alguien aquí?!

No hubo respuesta más que el sonido de su propia voz, repitiéndose hasta enmudecer en las recónditas profundidades del siniestro palacio. Esquivando las gruesas raíces y ramas que cubrían el piso llegó hasta el gran comedor. En la mesa, cubierta por polvo y telarañas, había alguien sentado, con el torso apoyado sobre la curtida madera, como durmiendo una siesta.

—Hola... Disculpe.

Al llegar a su lado, un grito se ahogó en su pecho. ¡Era un cadáver! Lis jamás había visto uno y menos tan seco y acabado. Las viejas ropas masculinas envolvían un amarillento esqueleto que no tenía cabeza. En la huesuda mano y con sus últimas fuerzas había aferrado algo que parecía una flecha.

El grito ahogado de la princesa halló liberación y su eco se coló por el desolado palacio, invadiendo cada rincón y llegando a oídos de su único habitante, que se removió con molestia bajo la manta. Con toda la prisa que le permitieron sus finos zapatos y el piso cubierto de obstáculos, la joven emprendió la retirada. Una repentina brisa le cerró las puertas del comedor en la cara. Por más que giró las manillas y por más que empujó, no logró abrirlas.

Sin dejar de pensar en el cadáver y en quién le había cortado la cabeza, buscó otra salida. Todas las puertas que cruzó la llevaron a internarse cada vez más en el palacio, perdiéndose en sus entrañas selváticas y encontrándose con otros cadáveres también. Su nuevo hogar no era más que un terrorífico cementerio.

—¡Ayúdenme, por favor! ¡Déjenme salir! —gritó en cada lugar al que llegaba.

Lejos de su patria y su familia, atrapada en un palacio en ruinas y sembrado de cadáveres, tuvo la certeza de que moriría. Parecía una pesadilla, mucho peor que las historias de terror que a veces le contaba el aya Ros. A salvo en las comodidades de su palacio, no había conocido lo que era el miedo hasta ahora.

—¡Por favor, que alguien me ayude! ¡Quiero salir de aquí!...

—¡Ya cállate de una vez!

La voz le llegó como un trueno durante una tormenta y corrió hacia su lugar de origen. Era una habitación del tercer piso, a pocos pasos de donde ella se hallaba. Empujó la puerta entreabierta, que rechinó ruidosamente hasta dejarle espacio suficiente para entrar.

—Hay... ¿Hay alguien aquí? —Alcanzó a decir antes de ser derribada con violencia por algo con aspecto de sombra, que en menos de un parpadeo estuvo agazapado sobre ella y la envolvió en su oscuridad.

La sombra no era etérea, no era sombra. Era de carne y le sujetó fuertemente las muñecas por sobre la cabeza. La sombra tenía un rostro grisáceo, marchito y sus ojos estaban cubiertos por una venda; la sombra la olía entre gruñidos, como un perro salvaje inspeccionando a su presa. El aliento frío, liberado sobre la tersa piel del cuello, le erizó a Lis todos los vellos y, por más que lo deseó, no pudo gritar. No hub0 aire en sus pulmones que se lo permitiera. Fue la sombra quien habló en la penumbra de la habitación:

—Tu olor es repugnante... Ni siquiera me dan ganas de morderte —gruñó.

La liberó y se agazapó nuevamente en un rincón.

La princesa, con movimientos torpes y desarticulados, se arrastró hasta llegar a la pared a sus espaldas. Incapaz de ponerse de pie, se mantuvo en silencio, sobándose las muñecas, sin perder de vista a la sombra, que se había convertido ahora en un bulto bajo una manta. En el breve momento que pudo verlo, le pareció que el rostro se le caía a pedazos. Quizás era un leproso. Su aya Ros le había hablado de la lepra, la plaga que despojaba a las gentes de su carne y de lo contagiosa que era. Se restregó las muñecas contra el vestido y se frotó el cuello también, donde seguía sintiendo su aliento frío. ¡Sólo a la fuerza un leproso conseguiría una esposa! Eso es lo que había pasado, ahora lo entendía todo.

Desz oía a la perfección la respiración agitada y el retumbar incesante del aterrado corazón de la mujer. Sus sentidos estaban lejos de ser lo que habían sido, pero seguían siendo superiores a los de cualquier humano y le permitían recrear en su cabeza las escenas que eran ajenas a sus ojos ciegos. Por ello, agradeció que la mujer no estuviera chillando y suplicando piedad. Además del oído, su olfato también era privilegiado. Pese al breve contacto con ella, tenía su aroma pegado en la nariz. Lo había transportado muy lejos de allí, a un lugar que existía sólo en sus sueños.

—¿Eres la hija del general Camsuq?

Ella asintió, pero al recordar que la criatura leprosa llevaba los ojos vendados, no tuvo más opción que hablar.

—Camsuq... Es mi padre, pero no es un general... Es el rey.

—Claro que lo es —afirmó Desz. El ambicioso lo había logrado a costa del reino de Nuante—. ¿Viniste sola?

Ella negó con la cabeza y, tras un bufido de su interlocutor, volvió a hablar.

—El cochero que me trajo todavía está afuera.

—Tráelo ante mí, ahora —ordenó él, y a Lis le pareció oír aquella voz rasposa y profunda dentro de su cabeza, tan firme y absoluta que no tuvo más opción que obedecer.

Cayó dos veces, enredada en sus propias ropas antes de lograr ponerse de pie y salir corriendo de la habitación. Desz suspiró pesadamente al oír que regresaba demasiado pronto.

—Yo... No sé cómo salir.

Él le indicó la ruta más corta y la princesa logró llegar a la entrada. Con presteza convenció al cochero de acompañarla dentro, albergando la esperanza de que el bulto le diera instrucciones de llevársela por donde mismo la había traído. El trato con su padre no tenía sentido. ¿Qué poder tendría un hombre tan acabado para pelear en una guerra?

—Aquí está él —dijo ella, presentándose con el cochero.

—Acércate —pidió Desz, con la voz más gutural.

El hombre se ubicó a pocos pasos del bulto, lo suficiente para que un brazo, que surgió como un látigo, lo atrapara y jalara bajo la manta. La sed y el hambre, que atormentaron a la criatura por veinte años, comenzaron a ser saciadas a costa del pobre hombre, cuyos gritos desesperados hicieron gritar también a la princesa.

La tibia sangre lubricó las resecas entrañas de la bestia y comenzó a acabar con el intenso frío que lo paralizaba desde que dejara su prisión. Succionó con la fuerza de un tornado y le pareció que nunca antes había probado algo tan delicioso, tan diferente a la insípida sangre de las ratas de la cueva. Por fin volvía a saborear la vida y sus fuerzas regresaban.

Esta vez, la princesa sí lloró, chilló y gritó como nunca antes lo había hecho en su vida. Si su nuevo hogar era un cementerio, ahora estaba frente a frente a la muerte. Y era su amo.

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