La música electrónica envolvía el lugar; luces brillaban en medio de la oscuridad, y una multitud se agolpaba afuera, esperando entrar al exclusivo Golden Bar. Era una noche más en el club más codiciado de la ciudad. Solo la élite era bienvenida. Para ingresar, había que hacer una reservación con meses de anticipación. La administración mantenía un estricto control sobre los invitados, garantizando así la seguridad de todos los asistentes.
El Golden Bar se encontraba en el corazón de Chicago, rodeado de rascacielos que parecían custodiarlo. Desde afuera, su fachada de vidrio y acero reflejaba las luces de la ciudad, mientras un letrero dorado con letras elegantes anunciaba su nombre. Dentro, el ambiente era una mezcla de lujo y modernidad. Las paredes de ladrillo expuesto contrastaban con los muebles de terciopelo negro, y las lámparas colgantes de diseño arrojaban destellos dorados que iluminaban el espacio con un aire sofisticado.
El bar se dividía en dos secciones: el restaurante, galardonado con cinco estrellas Michelin gracias a la prestigiosa chef brasileña que lo dirigía; y el club, famoso por ser el lugar predilecto de DJ's internacionales durante sus giras. Su dueño supervisaba personalmente cada noche, asegurándose de que todo marchara bajo los estándares que él mismo había implementado. Aunque el dinero nunca fue un problema, su ambición lo llevó a instruirse en diversos oficios: fue pinche, barman, mesero… hasta convertirse en chef y administrador de éxito.
Hugo se sentó en su oficina, con la luz tenue iluminando apenas el escritorio. Frente a él, una fotografía enmarcada de Alessandra descansaba como un testigo silencioso de su pasado. En la imagen, ella sonreía con una frescura que parecía eterna, vestida con un atuendo sencillo que contrastaba con sus aspiraciones de glamour. Hugo pasó los dedos sobre el cristal, como si pudiera tocarla una vez más.
"Quería ser modelo, vivir su sueño, pero... ¿a qué costo?" pensó, mientras el peso de la pérdida se asentaba en su pecho. Recordaba cada palabra de aquella conversación, cada lágrima que derramó al intentar convencerla de que podían ser padres juntos. Pero Alessandra había sido firme, decidida. Su carrera era su prioridad, y Hugo no pudo detenerla.
El día que recibió la llamada sobre su muerte, algo dentro de él se rompió para siempre. La noticia de que había fallecido durante el parto, sola y lejos de él, lo dejó con una mezcla de rabia y tristeza que nunca logró superar. Ahora, cada vez que miraba esa fotografía, sentía que el tiempo se congelaba, atrapándolo en un ciclo interminable de culpa y añoranza.
—Maldita y mil veces maldita —murmuró para sí, mientras bebía whisky.
—Estoy embarazada. No quiero a este bebé. Voy a abortar —dijo Alessandra, con la voz firme pero cargada de tensión.
Hugo sintió cómo esas palabras lo atravesaban como un cuchillo. —Somos jóvenes, sin dinero —continuó ella, evitando mirarlo a los ojos—. Este hijo solo estorbaría en mi camino para ser modelo.Hugo se quedó en silencio, incapaz de procesar lo que acababa de escuchar. Su mente se llenó de imágenes: un pequeño corriendo por el parque, su risa llenando el aire, y él, orgulloso, enseñándole a montar bicicleta. Pero Alessandra había decidido. Su sueño de ser madre se desmoronaba frente a él, reemplazado por una realidad que no podía cambiar.
—¿Estorbaría? —murmuró, con la voz quebrada—. ¿Eso es lo que piensas de nuestro hijo?
Alessandra finalmente lo miró, y en sus ojos había una mezcla de determinación y miedo.
—No puedo renunciar a mi vida por algo que ni siquiera pedí.Hugo sintió que el aire se volvía pesado, como si el mundo entero conspirara para aplastarlo. Quería gritar, suplicar, convencerla de que podían hacerlo juntos, pero sabía que no había espacio para sus sueños en los de ella.
Aún recordaba con dolor esas palabras. Esa noche, perdió a su hijo… y al amor de su vida. La tragedia lo empujó a enfocarse en sus proyectos. Durante años había trabajado en secreto en la creación del club. Ella nunca lo supo. Ya había pasado un año desde su muerte… y aún no lograba olvidarla.
—Me voy —le dijo a Javier, su mano derecha—. Mañana vuelo a La Habana.
—¿Tan pronto? Acaban de llegar unas extranjeras celebrando una despedida de soltera… pinta divertida la noche.
Javier era su amigo y confidente. Juntos hacían buena mancuerna en los negocios.
Hugo frunció el ceño. No le agradaban esos grupos. A menudo causaban problemas cuando las chicas bebían de más.
—Mándales una botella de champaña de cortesía. Vigílalas bien. No quiero borrachos aprovechados ni drogas circulando. Que los chicos estén atentos.
Ese era uno de los mayores retos: mantener el lugar libre de drogas sin perder el glamour.
—¿Algún otro pendiente, jefe? —bromeó Javier.
—Llama a Luciana. Nos vamos —ordenó Hugo mientras servía otra copa y la bebía de un trago.
Luciana era una hermosa brasileña, chef del restaurante. Javier, enamorado de ella, sintió un pinchazo de celos al escuchar la orden. Sabía que Luciana solo aceptaba las atenciones de Hugo.
—Creí que dormirías solo esta noche —comentó Javier con cierta amargura.
—Ya tienes todo para dirigir el club. Luciana se encargará del restaurante. Avísame cualquier cosa por correo, mensaje o lo que sea. No sé cómo esté la señal en Cuba.
Javier asintió. Hugo cambió el tema a propósito: conocía los sentimientos de su amigo hacia Luciana y también sabía por qué ella nunca los correspondía.
Al salir de la oficina, Hugo la encontró y salieron abrazados, como de costumbre, fingiendo coqueteos mientras caminaban hacia la entrada.
En la salida, una morena se acercó. Vestía un ceñido vestido dorado con escote generoso y una tela escasa que dejaba ver sus largas piernas. Sexy, sin duda, pero rayando en lo vulgar. Fingió tropezar y cayó en los brazos de Hugo.
Él, sin pudor, le acarició el trasero y metió la mano bajo el vestido.
Ella sonrió y pegó su cuerpo al suyo, buscando su erección.
—Lástima que esta noche no tengo ganas de follar con una vulgar ramera —le susurró.
Un segundo después, sintió el ardor del golpe en su mejilla.
La morena, furiosa, se giró y salió del club jurando no volver jamás.
A Hugo no le importaba perder ese tipo de clientela. Sabía que muchas solo lo buscaban por su dinero.
Luciana, desde el bar, había visto toda la escena. Detestaba tener que actuar como su “tapadera” ante ciertas mujeres.
—Necesito renegociar mi contrato —dijo, seria.
—¿Hay algún problema? ¿No estás cómoda? ¿Puede esperar a que vuelva? —Hugo comenzó a hiperventilar. No podía cancelar el viaje anual con su familia.
Luciana soltó una carcajada.
—Tranquilo. Solo digo que mi contrato no incluye funciones de acompañante, espanta-conquistas ni terapeuta emocional.
Hugo sonrió.
—Como pago a esos servicios extra, tienes horarios cómodos, te aseguro los traslados y hasta pago niñera para tu sobrino.
—Vale, solo por eso te ganas el "Best Place to Work".
—Estos días Javier estará pendiente de ti. Ya tiene tus horarios. Aunque no parece muy feliz de consentirte tanto.
Luciana asintió. Sus ojos se humedecieron. Llevaba más de cinco años conociendo a Hugo. Lo quería como a un hermano. Lo admiraba desde que su ex la abandonó, dejándola embarazada y con complicaciones. Fue Hugo quien la ayudó a salir adelante. Desde casa, colaboraba con menús y labores administrativas.
—¿Has pensado en sentar cabeza? —preguntó ella.
—Digamos que no ha llegado la indicada. Todas buscan beneficios, creen que una noche conmigo les da pase VIP. Nadie se preocupa por cómo estoy, de verdad.
—Espero que pronto llegue alguien que cambie eso. No es sano seguir así. Ya pasó un año desde Alessandra… solo quiero verte feliz —dijo, acariciándole la mejilla.
—¿Y tú? ¿Cuándo vas a dejar que Javier te ate el lazo? Está loco por ti. Es un buen tipo.
Luciana suspiró. Aún tenía miedo de comenzar de nuevo… sobre todo siendo madre soltera.
—Gracias por traerme. Pensaré en tu propuesta. Saluda a tu familia y disfruten el viaje —le dio un beso en la mejilla y bajó del auto.
—Dale un beso a mi sobrino… y cuida a Javier. Lo he visto algo estresado últimamente.
Luciana rió. Sabía que Hugo no dejaría de insistir. Caminó hacia la puerta de su casa mientras él la observaba, pensativo.
El sol iluminaba las calles de La Habana con la calidez vibrante del Caribe. Era su tercer y último día en aquella ciudad que la había hechizado con sus colores, su música y su historia. En las jornadas anteriores, Ana María había recorrido los rincones más emblemáticos de la capital cubana, dejándose sorprender por la riqueza de su arquitectura colonial. Cada edificio parecía contar una historia distinta, y a menudo se detenía unos minutos para tomar fotografías o esbozar dibujos que pensaba mostrarle a su madre al regresar.Los “almendrones”, aquellos automóviles clásicos de los años cuarenta y cincuenta, desfilaban por las calles como si el tiempo se hubiera detenido. A veces, sentía que caminaba por un escenario cinematográfico, atrapada en una película antigua, solo le faltaba un eterno enamorado dispuesto a luchar por ella y prometerle que serían felices para siempre.—Como si eso existiera —pensó, con una sonrisa amarga.Al llegar al Parque de los Enamorados, una lágrima silenci
La música cambió sin que se dieran cuenta. De la energía vibrante de la salsa, pasaron a una bachata que ralentizó los movimientos y transformó el ambiente. Más íntimo. Más cercano. Sus cuerpos, antes animados por el frenesí del baile, ahora se encontraban en un ritmo pausado, envueltos en una cercanía que apenas dejaba espacio para el aire entre ellos.Las luces tenues del bar proyectaban sombras suaves sobre sus rostros. Hugo la sostenía con seguridad, y Ana María, sin saber cómo, terminó con la cabeza recostada contra su pecho, dejando que la melodía la envolviera como un susurro tibio. No hablaron. No lo necesitaban.En algún momento, él deslizó los dedos por su espalda, rozando apenas la tela ligera de su vestido. Ella no se apartó. Al contrario, se apoyó mejor contra él, como si buscara la certeza de que aquel instante era real y no solo un efecto del ron y la música.—No me lo esperaba —murmuró Hugo, rompiendo el silencio con voz grave—. Esta noche. Tú.Ana levantó la mirada, y
Los primeros rayos del sol se filtraron tímidamente por la ventana de la habitación, iluminando la piel desnuda de Ana, que aún estaba envuelta en la calidez de los recuerdos de la noche anterior. Abrió los ojos lentamente, sintiendo los párpados pesados como si el sueño y la confusión se hubieran entrelazado, dejándola atrapada entre el despertar y la memoria de lo vivido. La habitación, desconocida para ella, parecía girar mientras intentaba recobrar los fragmentos de la noche que se deslizaban como agua entre sus dedos.Un leve peso sobre su abdomen y piernas la hizo girar la cabeza. Allí estaba él, Hugo, durmiendo profundamente, con el rostro tranquilo y las sábanas desordenadas. No había intercambiado nombres, no había promesas ni despedidas. Simplemente, el ardor de un deseo compartido que ahora parecía evaporarse en la distancia entre ellos.Se quedó inmóvil un momento, mirando su rostro mientras se preguntaba si algún otro pensamiento se cruzaba por la mente de aquel hombre. Si
Ana María caminaba con prisa por las calles de La Habana rumbo al hotel. Se sentía distinta. Nunca imaginó que pasar la noche con un desconocido pudiera dejarla así, vibrando por dentro. Aún con la ropa arrugada y el corazón latiendo en otro compás, tenía una sonrisa que no podía ocultar.Al llegar, vio a Laura saliendo del restaurante. Apenas la reconoció, su amiga soltó un grito ahogado de emoción y corrió hacia ella. Se abrazaron con esa fuerza que solo tienen los reencuentros después de una noche que lo cambia todo.Al separarse, Laura la escaneó de pies a cabeza.—¡Joder, tía! Pero qué guapa estás… —exclamó entre carcajadas—. ¡Y esos chupetones! Te han dejado marcada como vaca recién comprada.Ana se sonrojó al notar las miradas curiosas que las rodeaban.—Shhh, ¿quieres dejar de gritar mis intimidades? Vamos a la habitación, ahí te cuento.Caminaron entre risas, bromeando con codazos cómplices. En el camino se toparon con Rodrigo, quien, como siempre, se sumó encantado a la conve
Ana no estaba del todo segura de cómo lo había hecho, pero ahí estaba, de pie frente a él, con las palabras ya dichas: ¿Quieres venir con nosotros a Varadero?No solía ser impulsiva, pero algo en la manera en la que Hugo la miraba hacía que se le aflojaran las reglas.Él la observó en silencio por un par de segundos. Luego sonrió, ese tipo de sonrisa que derrite las dudas.—Me encantaría —respondió, con voz cálida—, pero estoy de viaje familiar. Conociste a mi hermano y a mi cuñada esta mañana, ¿verdad?Ana asintió. De pronto sintió que había metido la pata. Que se había adelantado. Que lo había puesto en un aprieto. La sensación fue tan intensa que casi se le encogió el estómago.—Aunque… —Hugo continuó, mirándola con una chispa cómplice— no creo que a mi familia le moleste demasiado si me desaparezco unos días.Ana soltó una risa nerviosa. La tensión empezaba a disiparse.—Te propongo algo —dijo él, acercándose apenas—. Acompáñame adentro, te presento con mi familia, recojo mis cosas
El bar del hotel estaba casi vacío a esa hora de la tarde. La luz dorada del sol se colaba entre las persianas, tiñendo de ámbar las botellas alineadas en la repisa. Hugo pidió dos rones dobles, sin hielo, y se los llevó a la mesa donde su padre lo esperaba con los codos apoyados en la madera y una expresión que oscilaba entre la preocupación y el juicio silencioso.—Gracias —dijo el hombre, tomando el suyo con una leve inclinación de cabeza.Hugo no respondió. Solo se quedó mirando el vaivén lento del líquido ámbar en su vaso.—Así que Ana… —empezó su padre, sin rodeos—. No puedo decir que me lo esperaba.—Yo tampoco —respondió Hugo, sin mirarlo.—Anoche era una desconocida. Hoy están planeando un viaje solos. ¿Te das cuenta cómo suena eso?Hugo bebió un sorbo, y dejó el vaso con cuidado sobre el posavasos.—Lo sé. Pero también sé cómo se siente. No se trata solo del impulso.El padre lo observó en silencio un momento. Su mirada no era acusatoria, era la de un hombre que ha vivido lo
El viaje a Santiago prometía sorpresas para ambos. Cada uno debía planear una actividad para el otro sin revelar detalles. El juego estaba en adivinar gustos, pasiones o hobbies del otro, aunque apenas se conocían. La incertidumbre le añadía una chispa de emoción… y de miedo.Hugo fue el primero en elegir. Aprovechando que la noche anterior Ana había dejado entrever su fascinación por la arquitectura y el arte, la llevó al Museo Diego Velázquez, una de las casas coloniales más antiguas de Latinoamérica. La fachada de piedra, teñida por siglos de sol y sal, los recibió con un aire detenido en el tiempo. Dentro, las maderas crujían bajo sus pasos, y el olor a historia flotaba en el ambiente, denso como incienso.Ana se dejaba envolver por cada rincón, acariciando con la mirada los techos de vigas oscuras, los muebles tallados, los objetos cargados de siglos. Su entusiasmo era contagioso; Hugo la observaba más que a las piezas del museo. Caminaban abrazados, se besaban entre salas, tomaba
El sol apenas se filtraba por las cortinas cuando Ana regresó sigilosamente a la habitación del hotel. Llevaba una sonrisa cómplice en los labios y las mejillas ligeramente encendidas por la emoción: acababa de reservar un tour que prometía una noche inolvidable por Santiago.Al entrar, el aire acondicionado le acarició la piel expuesta. Hugo aún dormía, envuelto en las sábanas blancas, con el torso al descubierto y una pierna colgando al borde del colchón. Respiraba profundo, ajeno a la pequeña aventura de Ana. Con movimientos silenciosos, ella se despojó de la ropa y se deslizó entre las sábanas, buscando el calor de su cuerpo como si nada hubiera pasado.Pero no engañó a nadie.Hugo abrió los ojos en cuanto sintió el leve peso de su cuerpo. Sonrió con picardía y se giró sobre ella, inmovilizándola con su cuerpo.—¿Intentabas escaparte otra vez de mí, princesa?Le hizo cosquillas en los costados, arrancándole una carcajada entrecortada. Ana negó con la cabeza, atrapada entre risas y