El atardecer teñía de oro las cristaleras del despacho, pero Hugo apenas lo notaba. De pie junto al ventanal, los dedos crispados alrededor de una copa de vino que no había probado, contemplaba desde lo alto el murmullo vibrante del club que se preparaba para la fiesta de fin de año. Desde allí, todo parecía tan lejano, tan ajeno. Hasta que sus ojos se posaron en una escena que lo desarmó por completo.Allí, en una de las mesas junto al bar, estaba Ana. Su Ana. Aunque ya no lo era. Reía, con esa risa suya que solía despertarle el alma, y se dejaba abrazar con soltura por Valente Carvalho. Las fotos de Lisboa ya habían sido puñal suficiente, pero verla en carne y hueso, en su ciudad, en su club, junto a ese hombre... lo desbordó.Con un gesto brusco, dejó la copa sobre el escritorio y tomó el teléfono.—Tráeme de inmediato la lista de invitados —ordenó al asistente—. Quiero verificar cada nombre. No hay forma de que ella estuviera invitada oficialmente… y menos con él.Se sentó tras el
El zumbido del aire acondicionado era el único sonido constante en el despacho. Allá afuera, el club se agitaba con luces, risas y música, pero Hugo permanecía inmóvil, como si su oficina fuera un búnker diseñado para mantenerlo a salvo del mundo.Pero no del pasado.Se apoyó en el escritorio, los nudillos blancos de apretar con demasiada fuerza el borde de madera oscura. Frente a él, las fotos seguían ahí, desparramadas como migajas de una historia que ya no quería recordar. Ana sonreía en cada una, radiante, despreocupada, con Valente muy cerca. Demasiado cerca.Le hervía la sangre con solo mirarlas.—¿Qué carajos estás haciendo aquí? —murmuró al vacío, como si las paredes pudieran responderle.Desde que Javier le entregó la lista actualizada de invitados, un torbellino había comenzado a girarle dentro. Lourdes Da Silva, Valente Carvalho... y ella. No necesitaba más pruebas. Estaba aquí.La idea de bajar a enfrentarla le había cruzado por la mente como un rayo, pero no dio un solo pa
Ana salió del despacho con el corazón latiéndole fuerte en el pecho. Aquel breve recorrido por el espacio donde Hugo daba vida a sus ideas le había removido más de lo que imaginaba. Sus pasos la llevaron instintivamente hacia el área del bar. La luz cálida, los muros de ladrillo expuesto y el juego de espejos le hablaron como arquitecta: era un lugar bien pensado, pero con algunos detalles que, sin querer, su mente empezó a redibujar. Si colocaran paneles acústicos sobre la zona de las bocinas, podrían amortiguar el eco... pensó, más por distraerse que por hacer un análisis real.Pero no pudo concentrarse. Se sentía ansiosa, fuera de lugar, como si su presencia allí fuera un error. ¿Y si Hugo ya tenía planes para esta noche? ¿Y si había pasado página por completo? La duda empezó a enredársele en el estómago como una telaraña pegajosa.Se disculpó con sus amigos y se dirigió a los baños. Necesitaba alejarse un momento del bullicio, tomar aire, recomponerse.Al entrar, se sorprendió. No
El dos de enero amaneció con una calma engañosa. Afuera, Chicago parecía haberse tomado una pausa después del frenesí de la víspera de Año Nuevo: las calles estaban medio vacías, los cafés abrían más tarde, y el aire frío arrastraba restos de serpentinas y confeti, como si la ciudad aún intentara sacudirse la resaca.Hugo se había despertado temprano. No por costumbre, ni por el trabajo que lo esperaba. Se levantó porque no había manera de seguir durmiendo con el corazón tan inquieto.Se preparó con calma, cuidando detalles que nunca antes le habrían importado: eligió una camisa sin arrugas, perfumó apenas su cuello, se peinó con esmero. Tenía una cita. Con ella. Después de tanto tiempo.“Una charla, nada más”, se repetía. Pero no era solo eso. Porque aunque había jurado blindarse, aunque había dormido poco y trabajado más para no pensar, el simple hecho de saber que la volvería a ver le sacudía el estómago como si tuviera veinte años.Cassie lo encontró en la cocina, removiendo distr
Ana María, arquitecta sensible marcada por una pérdida profunda, viaja a Cuba para escapar de su rutina emocional. En una noche mágica en La Habana, conoce a Hugo, un empresario exitoso que también arrastra el peso del pasado. Lo que empieza como un encuentro casual entre mojitos, salsa y caricias robadas, se transforma en una conexión intensa que desafía el tiempo, las heridas y el miedo a volver a amar. Entre besos frente al mar, cenas familiares inesperadas y promesas bajo el sol caribeño, ambos deberán decidir si vale la pena apostar todo por un amor que llegó sin aviso.Después de años ocultando su tristeza detrás de una sonrisa educada, Ana María emprende un viaje a Cuba con la esperanza de reencontrarse consigo misma. Arquitecta brillante, hija única y víctima de una pérdida que marcó su cuerpo y su alma, Ana ha aprendido a vivir en automático, convencida de que el amor —ese que transforma, sacude y reconstruye— no es más que una ilusión para otros. En su interior, carga con la
La música electrónica envolvía el lugar; luces brillaban en medio de la oscuridad, y una multitud se agolpaba afuera, esperando entrar al exclusivo Golden Bar. Era una noche más en el club más codiciado de la ciudad. Solo la élite era bienvenida. Para ingresar, había que hacer una reservación con meses de anticipación. La administración mantenía un estricto control sobre los invitados, garantizando así la seguridad de todos los asistentes.El Golden Bar se encontraba en el corazón de Chicago, rodeado de rascacielos que parecían custodiarlo. Desde afuera, su fachada de vidrio y acero reflejaba las luces de la ciudad, mientras un letrero dorado con letras elegantes anunciaba su nombre. Dentro, el ambiente era una mezcla de lujo y modernidad. Las paredes de ladrillo expuesto contrastaban con los muebles de terciopelo negro, y las lámparas colgantes de diseño arrojaban destellos dorados que iluminaban el espacio con un aire sofisticado.El bar se dividía en dos secciones: el restaurante, g
El sol iluminaba las calles de La Habana con la calidez vibrante del Caribe. Era su tercer y último día en aquella ciudad que la había hechizado con sus colores, su música y su historia. En las jornadas anteriores, Ana María había recorrido los rincones más emblemáticos de la capital cubana, dejándose sorprender por la riqueza de su arquitectura colonial. Cada edificio parecía contar una historia distinta, y a menudo se detenía unos minutos para tomar fotografías o esbozar dibujos que pensaba mostrarle a su madre al regresar.Los “almendrones”, aquellos automóviles clásicos de los años cuarenta y cincuenta, desfilaban por las calles como si el tiempo se hubiera detenido. A veces, sentía que caminaba por un escenario cinematográfico, atrapada en una película antigua, solo le faltaba un eterno enamorado dispuesto a luchar por ella y prometerle que serían felices para siempre.—Como si eso existiera —pensó, con una sonrisa amarga.Al llegar al Parque de los Enamorados, una lágrima silenci
La música cambió sin que se dieran cuenta. De la energía vibrante de la salsa, pasaron a una bachata que ralentizó los movimientos y transformó el ambiente. Más íntimo. Más cercano. Sus cuerpos, antes animados por el frenesí del baile, ahora se encontraban en un ritmo pausado, envueltos en una cercanía que apenas dejaba espacio para el aire entre ellos.Las luces tenues del bar proyectaban sombras suaves sobre sus rostros. Hugo la sostenía con seguridad, y Ana María, sin saber cómo, terminó con la cabeza recostada contra su pecho, dejando que la melodía la envolviera como un susurro tibio. No hablaron. No lo necesitaban.En algún momento, él deslizó los dedos por su espalda, rozando apenas la tela ligera de su vestido. Ella no se apartó. Al contrario, se apoyó mejor contra él, como si buscara la certeza de que aquel instante era real y no solo un efecto del ron y la música.—No me lo esperaba —murmuró Hugo, rompiendo el silencio con voz grave—. Esta noche. Tú.Ana levantó la mirada, y