Ana María, arquitecta sensible marcada por una pérdida profunda, viaja a Cuba para escapar de su rutina emocional. En una noche mágica en La Habana, conoce a Hugo, un empresario exitoso que también arrastra el peso del pasado. Lo que empieza como un encuentro casual entre mojitos, salsa y caricias robadas, se transforma en una conexión intensa que desafía el tiempo, las heridas y el miedo a volver a amar. Entre besos frente al mar, cenas familiares inesperadas y promesas bajo el sol caribeño, ambos deberán decidir si vale la pena apostar todo por un amor que llegó sin aviso.Después de años ocultando su tristeza detrás de una sonrisa educada, Ana María emprende un viaje a Cuba con la esperanza de reencontrarse consigo misma. Arquitecta brillante, hija única y víctima de una pérdida que marcó su cuerpo y su alma, Ana ha aprendido a vivir en automático, convencida de que el amor —ese que transforma, sacude y reconstruye— no es más que una ilusión para otros. En su interior, carga con la
La música electrónica envolvía el lugar; luces brillaban en medio de la oscuridad, y una multitud se agolpaba afuera, esperando entrar al exclusivo Golden Bar. Era una noche más en el club más codiciado de la ciudad. Solo la élite era bienvenida. Para ingresar, había que hacer una reservación con meses de anticipación. La administración mantenía un estricto control sobre los invitados, garantizando así la seguridad de todos los asistentes.El Golden Bar se encontraba en el corazón de Chicago, rodeado de rascacielos que parecían custodiarlo. Desde afuera, su fachada de vidrio y acero reflejaba las luces de la ciudad, mientras un letrero dorado con letras elegantes anunciaba su nombre. Dentro, el ambiente era una mezcla de lujo y modernidad. Las paredes de ladrillo expuesto contrastaban con los muebles de terciopelo negro, y las lámparas colgantes de diseño arrojaban destellos dorados que iluminaban el espacio con un aire sofisticado.El bar se dividía en dos secciones: el restaurante, g
El sol iluminaba las calles de La Habana con la calidez vibrante del Caribe. Era su tercer y último día en aquella ciudad que la había hechizado con sus colores, su música y su historia. En las jornadas anteriores, Ana María había recorrido los rincones más emblemáticos de la capital cubana, dejándose sorprender por la riqueza de su arquitectura colonial. Cada edificio parecía contar una historia distinta, y a menudo se detenía unos minutos para tomar fotografías o esbozar dibujos que pensaba mostrarle a su madre al regresar.Los “almendrones”, aquellos automóviles clásicos de los años cuarenta y cincuenta, desfilaban por las calles como si el tiempo se hubiera detenido. A veces, sentía que caminaba por un escenario cinematográfico, atrapada en una película antigua, solo le faltaba un eterno enamorado dispuesto a luchar por ella y prometerle que serían felices para siempre.—Como si eso existiera —pensó, con una sonrisa amarga.Al llegar al Parque de los Enamorados, una lágrima silenci
La música cambió sin que se dieran cuenta. De la energía vibrante de la salsa, pasaron a una bachata que ralentizó los movimientos y transformó el ambiente. Más íntimo. Más cercano. Sus cuerpos, antes animados por el frenesí del baile, ahora se encontraban en un ritmo pausado, envueltos en una cercanía que apenas dejaba espacio para el aire entre ellos.Las luces tenues del bar proyectaban sombras suaves sobre sus rostros. Hugo la sostenía con seguridad, y Ana María, sin saber cómo, terminó con la cabeza recostada contra su pecho, dejando que la melodía la envolviera como un susurro tibio. No hablaron. No lo necesitaban.En algún momento, él deslizó los dedos por su espalda, rozando apenas la tela ligera de su vestido. Ella no se apartó. Al contrario, se apoyó mejor contra él, como si buscara la certeza de que aquel instante era real y no solo un efecto del ron y la música.—No me lo esperaba —murmuró Hugo, rompiendo el silencio con voz grave—. Esta noche. Tú.Ana levantó la mirada, y
Los primeros rayos del sol se filtraron tímidamente por la ventana de la habitación, iluminando la piel desnuda de Ana, que aún estaba envuelta en la calidez de los recuerdos de la noche anterior. Abrió los ojos lentamente, sintiendo los párpados pesados como si el sueño y la confusión se hubieran entrelazado, dejándola atrapada entre el despertar y la memoria de lo vivido. La habitación, desconocida para ella, parecía girar mientras intentaba recobrar los fragmentos de la noche que se deslizaban como agua entre sus dedos.Un leve peso sobre su abdomen y piernas la hizo girar la cabeza. Allí estaba él, Hugo, durmiendo profundamente, con el rostro tranquilo y las sábanas desordenadas. No había intercambiado nombres, no había promesas ni despedidas. Simplemente, el ardor de un deseo compartido que ahora parecía evaporarse en la distancia entre ellos.Se quedó inmóvil un momento, mirando su rostro mientras se preguntaba si algún otro pensamiento se cruzaba por la mente de aquel hombre. Si
Ana María caminaba con prisa por las calles de La Habana rumbo al hotel. Se sentía distinta. Nunca imaginó que pasar la noche con un desconocido pudiera dejarla así, vibrando por dentro. Aún con la ropa arrugada y el corazón latiendo en otro compás, tenía una sonrisa que no podía ocultar.Al llegar, vio a Laura saliendo del restaurante. Apenas la reconoció, su amiga soltó un grito ahogado de emoción y corrió hacia ella. Se abrazaron con esa fuerza que solo tienen los reencuentros después de una noche que lo cambia todo.Al separarse, Laura la escaneó de pies a cabeza.—¡Joder, tía! Pero qué guapa estás… —exclamó entre carcajadas—. ¡Y esos chupetones! Te han dejado marcada como vaca recién comprada.Ana se sonrojó al notar las miradas curiosas que las rodeaban.—Shhh, ¿quieres dejar de gritar mis intimidades? Vamos a la habitación, ahí te cuento.Caminaron entre risas, bromeando con codazos cómplices. En el camino se toparon con Rodrigo, quien, como siempre, se sumó encantado a la conve
Ana no estaba del todo segura de cómo lo había hecho, pero ahí estaba, de pie frente a él, con las palabras ya dichas: ¿Quieres venir con nosotros a Varadero?No solía ser impulsiva, pero algo en la manera en la que Hugo la miraba hacía que se le aflojaran las reglas.Él la observó en silencio por un par de segundos. Luego sonrió, ese tipo de sonrisa que derrite las dudas.—Me encantaría —respondió, con voz cálida—, pero estoy de viaje familiar. Conociste a mi hermano y a mi cuñada esta mañana, ¿verdad?Ana asintió. De pronto sintió que había metido la pata. Que se había adelantado. Que lo había puesto en un aprieto. La sensación fue tan intensa que casi se le encogió el estómago.—Aunque… —Hugo continuó, mirándola con una chispa cómplice— no creo que a mi familia le moleste demasiado si me desaparezco unos días.Ana soltó una risa nerviosa. La tensión empezaba a disiparse.—Te propongo algo —dijo él, acercándose apenas—. Acompáñame adentro, te presento con mi familia, recojo mis cosas
El bar del hotel estaba casi vacío a esa hora de la tarde. La luz dorada del sol se colaba entre las persianas, tiñendo de ámbar las botellas alineadas en la repisa. Hugo pidió dos rones dobles, sin hielo, y se los llevó a la mesa donde su padre lo esperaba con los codos apoyados en la madera y una expresión que oscilaba entre la preocupación y el juicio silencioso.—Gracias —dijo el hombre, tomando el suyo con una leve inclinación de cabeza.Hugo no respondió. Solo se quedó mirando el vaivén lento del líquido ámbar en su vaso.—Así que Ana… —empezó su padre, sin rodeos—. No puedo decir que me lo esperaba.—Yo tampoco —respondió Hugo, sin mirarlo.—Anoche era una desconocida. Hoy están planeando un viaje solos. ¿Te das cuenta cómo suena eso?Hugo bebió un sorbo, y dejó el vaso con cuidado sobre el posavasos.—Lo sé. Pero también sé cómo se siente. No se trata solo del impulso.El padre lo observó en silencio un momento. Su mirada no era acusatoria, era la de un hombre que ha vivido lo