El viaje a Santiago prometía sorpresas para ambos. Cada uno debía planear una actividad para el otro sin revelar detalles. El juego estaba en adivinar gustos, pasiones o hobbies del otro, aunque apenas se conocían. La incertidumbre le añadía una chispa de emoción… y de miedo.Hugo fue el primero en elegir. Aprovechando que la noche anterior Ana había dejado entrever su fascinación por la arquitectura y el arte, la llevó al Museo Diego Velázquez, una de las casas coloniales más antiguas de Latinoamérica. La fachada de piedra, teñida por siglos de sol y sal, los recibió con un aire detenido en el tiempo. Dentro, las maderas crujían bajo sus pasos, y el olor a historia flotaba en el ambiente, denso como incienso.Ana se dejaba envolver por cada rincón, acariciando con la mirada los techos de vigas oscuras, los muebles tallados, los objetos cargados de siglos. Su entusiasmo era contagioso; Hugo la observaba más que a las piezas del museo. Caminaban abrazados, se besaban entre salas, tomaba
El sol apenas se filtraba por las cortinas cuando Ana regresó sigilosamente a la habitación del hotel. Llevaba una sonrisa cómplice en los labios y las mejillas ligeramente encendidas por la emoción: acababa de reservar un tour que prometía una noche inolvidable por Santiago.Al entrar, el aire acondicionado le acarició la piel expuesta. Hugo aún dormía, envuelto en las sábanas blancas, con el torso al descubierto y una pierna colgando al borde del colchón. Respiraba profundo, ajeno a la pequeña aventura de Ana. Con movimientos silenciosos, ella se despojó de la ropa y se deslizó entre las sábanas, buscando el calor de su cuerpo como si nada hubiera pasado.Pero no engañó a nadie.Hugo abrió los ojos en cuanto sintió el leve peso de su cuerpo. Sonrió con picardía y se giró sobre ella, inmovilizándola con su cuerpo.—¿Intentabas escaparte otra vez de mí, princesa?Le hizo cosquillas en los costados, arrancándole una carcajada entrecortada. Ana negó con la cabeza, atrapada entre risas y
Al llegar al aeropuerto de Santiago, Hugo y Ana fueron guiados hacia una sala privada con aire acondicionado y mobiliario de diseño contemporáneo. Las cristaleras panorámicas dejaban entrar la luz dorada de la mañana, y el leve murmullo de las hélices en la pista se colaba a través del vidrio.Ana apenas hablaba. Llevaba unos lentes de sol oscuros que ocultaban su mirada distante, y Hugo, aunque acostumbrado a leerla con facilidad, no lograba descifrar si estaba emocionada o simplemente cansada. La observó mientras hojeaba distraídamente una revista de viajes sobre la mesa de centro, sin detenerse en ninguna página por más de cinco segundos.Él esperaba alguna sonrisa sorprendida, un comentario irónico o coqueto al ver el jet privado que los llevaría a Varadero. Pero Ana no dijo nada. Se limitó a caminar hacia el avión con paso firme, como quien lo ha hecho muchas veces antes. Y en efecto, lo había hecho.—Buenos días, señores —los saludó el piloto con una ligera reverencia al pie de l
Hugo entró al restaurante del hotel, el sonido suave de la música apenas lograba atravesar la neblina en su mente. Al verlo llegar solo, Cassie levantó la mirada de inmediato.—¿Dónde está Ana? —preguntó, sin poder ocultar la preocupación en su voz.Hugo soltó un suspiro, intentando que su respuesta no sonara demasiado fría.—Se quedó con sus amigos, en su hotel. Mañana se va a Florencia.Cassie frunció el ceño, incrédula.—¿Qué? No puede ser... ¿Por qué?Antes de que Hugo pudiera responder, Mateo apareció detrás de ella y le rodeó los hombros con un abrazo.—¿Todo bien, hermano? —preguntó, mirando a Hugo con cierta preocupación—. ¿Y Ana?Hugo intentó sonreír, pero la mueca apenas se sostuvo.—Sí... más o menos. Quedamos en vernos a las cinco para despedirnos.Cassie miró a Mateo y luego a Hugo, una mezcla de desconcierto y preocupación en su expresión.—¿Le pediste que se quedara con nosotros un poco más?Hugo negó con la cabeza.—Ya lo hice, pero no la vi muy convencida.Mateo lo mir
El sol ya se colaba por entre las palmeras cuando Ana y Hugo descendieron del elevador rumbo al restaurante del hotel. Pasaban de las diez de la mañana y el calor húmedo de Varadero los recibió como una sábana tibia al cruzar el lobby abierto. El aroma del café recién hecho y el pan tostado flotaba en el aire, mezclado con el murmullo de conversaciones y el tintinear de cubiertos.—Actúa como que no los ves… —murmuró Hugo al detenerse en seco y pegarse discretamente a una columna—. Vamos a desayunar a otra parte.Ana lo miró divertida, arqueando una ceja mientras se agazapaba a su lado, juguetona.—¿Y crees que así los vamos a engañar? Parecemos turistas fugitivos.—Si nos sentamos con ellos, no nos sueltan en todo el día —susurró Hugo, echando un vistazo rápido hacia el restaurante.Desde su escondite, alcanzaron a ver la mesa larga cerca del ventanal. Ahí estaban todos: su papá Humberto, su mamá Eugenia, Cassie, Gina, Mateo y los niños. Una escena de desayuno familiar perfecta… y pel
Amanecieron abrazados, desnudos, felices y satisfechos, como cada una de las mañanas desde que estaban juntos. Los rayos dorados del sol se filtraban a través de las cortinas, calentando la habitación de forma suave, como si el mundo exterior también quisiera unirse a su descanso. El aroma a mar y arena seguía flotando en el aire, un recordatorio de lo efímero y único de aquellos días.Ana estaba acostada boca abajo, su espalda bronceada brillando bajo la luz del sol. Hugo, con un gesto lento y amoroso, le aplicaba un gel hidratante sobre la piel caliente. Su mano recorría su espalda, sintiendo cada curva, cada línea. La caricia era suave, delicada, pero impregnada de la necesidad de aprovechar cada momento juntos.— No quiero salir hoy de la cama, hasta que se ponga el sol —dijo Hugo, riendo suavemente mientras sus dedos deslizaban el gel sobre su piel. La risa de Ana, un sonido ligero y melodioso, se unió a la suya.— Nuestros sobrinos nos van a extrañar hoy en la playa y en el tobog
El eco de un pasado que aún la aprisionaba se coló en su conciencia. La primera vez que su ex esposo le propuso matrimonio, la ilusión radiante en sus ojos, la promesa de un futuro que, con el tiempo, se desmoronó en pedazos. Todo había parecido perfecto al principio, pero la felicidad fue efímera, una luz que se apagó antes de que pudiera sostenerla.Ana cerró los ojos con fuerza. Intentó contener la oleada de pensamientos que la asfixiaban, pero el pasado era un eco imposible de silenciar, pero al abrirlos, la mirada de Hugo la ancló a la realidad. Estaba ahí, esperando, buscando en sus ojos la respuesta que temía escuchar.—No sé si estoy lista para lo que eso implica, Hugo… —La fragilidad en su voz la delató, el miedo se filtró en cada sílaba—. Todo ha sido tan… intenso, pero también tan rápido.Hugo inclinó la cabeza, como si intentara ver más allá de sus palabras. No entendía por qué Ana retrocedía justo cuando más cerca habían estado el uno del otro.—Esto no es un juego para mí
Ana llegó a Lisboa con el alma hecha un torbellino. El peso de lo vivido en Cuba la seguía como una sombra, persiguiéndola en cada pensamiento. Decidió quedarse unas semanas, buscando respuestas en la ciudad que siempre le había ofrecido refugio. Pero la verdad era que no tenía un plan. Solo quería caminar, respirar, existir en silencio.Aquella mañana, sus pasos la llevaron a Rua Augusta sin rumbo fijo. La llovizna reciente había hecho brillar los adoquines, como si Lisboa quisiera reflejarle un camino. El aire olía a café recién tostado y a pasteles cálidos, y una brisa juguetona revolvía los mechones sueltos de su cabello.Entonces, una voz conocida la sacó de su ensimismamiento.—¿Qué gusto verte por aquí, hermosa?Ana giró sobre sus talones, desconcertada.Valente.Su sonrisa amplia, sus ojos cálidos, la misma energía despreocupada de siempre.El abrazo fue inmediato, espontáneo, envuelto en la calidez de quien ha esperado demasiado para volver a encontrarse. El roce familiar de s