"Eres mía".

Era el día de mi cumpleaños, el día que marcaba el fin de todo lo que conocía, y mi madre traía un pequeño pastel de cumpleaños, adornado con velas que parpadeaban como mi esperanza. Me cantaron, y por un momento, todo parecía normal. Como si el tiempo se hubiera detenido para darme un respiro, una última oportunidad para disfrutar de la vida que siempre había querido. Pero esa felicidad solo duró unos breves treinta minutos, porque el reloj no se detiene, y la hora de partir había llegado.

—Pequeña, vístete, te esperan abajo —dijo mi madre entre lágrimas, su voz rota por el dolor.

—Lo sé, ya bajo —respondí, mi garganta tan apretada que ni siquiera pude articular más palabras.

Me adentré en la ducha, tratando de limpiar los rastros de una vida que ya no me pertenecería más. Me quité la cómoda pijama que me había acompañado durante tantas noches de sueños tranquilos, y me sumergí en el agua caliente, esperando que pudiera borrar también mis miedos. Cuando salí, me vestí con lo primero que encontré, sin ganas de nada. ¿Para qué vestirme bien si no vería a nadie importante? Me puse unos pantalones ajustados negros, una camiseta holgada blanca, hice una trenza apresurada en mi cabello y tomé mi bolso, el único accesorio que todavía sentía mío.

Bajé al salón, y ahí estaban, los mismos tres hombres vestidos de negro, esperando. No me sorprendió verlos; era lo esperado. Lo que no esperaba era la frialdad de sus miradas, como si estuvieran allí para cumplir una orden más que para llevarme a algún lugar.

—¿Lista? —preguntó el de cabello castaño, su tono impersonal, desprovisto de cualquier emoción.

—Nunca lo estaría, pero ya que. —respondí, cortante, como si mis palabras pudieran evitar lo inevitable.

Mi madre me miraba con una tristeza infinita, lágrimas que no dejaban de caer, pero su rostro estaba lleno de resignación. Mi padre, por su parte, mantenía una expresión seria, pero sus ojos brillaban con una furia contenida que no podía esconder.

—Pequeña mía, nunca te olvidaré. Siempre serás mi hija, sin importar nada. Obedéceles y mándame cartas. Te amo, hija. —dijo mi padre, envolviéndome en sus brazos con fuerza, como si quisiera grabarme en su memoria, como si intentara aferrarse a la niña que estaba a punto de perder.

Mi madre se acercó y, con un beso en la frente, susurró:

—Hija, cuídate y nunca nos olvides. Te amamos. — y luego, con un gesto que me rompió el alma, me despidió con la mano.

—Señorita, sus pertenencias ya están en el auto. —dijo el rubio, interrumpiendo el momento.

 Sin poder decir una palabra más, salí de la casa, cruzando el umbral que había conocido desde pequeña, pero que ya no me parecía mi hogar. Recorrí ese umbral por última vez, y los recuerdos se agolparon en mi mente: mi infancia, mis sueños, mi familia. Pero todo eso se desvaneció cuando me arrastraron hacia el auto, sin poder hacer nada.

En menos de media hora, estábamos frente a la mansión. Una mansión gigantesca, tan oscura como las sombras que la rodeaban. Los hombres cargaron mis cosas sin prisa, como si fuera una tarea más. Yo entré, sintiendo el peso de cada paso sobre el suelo frío de mármol, hasta que llegué al salón principal. Allí estaban, doce chicas de mi misma edad, todas en una fila, con los mismos ojos llenos de miedo y desesperación.

—Aquí están las chicas que cumplieron sus dieciocho este día. Las nombraremos y ustedes alzarán la mano para confirmar que están presentes. —ordenó el hombre castaño, su voz tan vacía como su mirada.

Uno a uno, comenzaron a nombrar a las chicas. Yo los escuchaba, mi corazón golpeando en mi pecho como un tambor. Solo habían pasado dos horas y ya me sentía muerta por dentro. Extrañaba mi hogar, mis padres, mi vida anterior. Y luego, escuché mi nombre.

—Adalyne Belle Whitmore. —gritaron.

Al principio, no reaccioné. El sonido de mi nombre era tan lejano, como si no fuera el mío. Tras el tercer llamado, mi mano se levantó, casi por instinto. El hombre que nos vigilaba dejó de hablar, su mirada fija en mí, como si esperara algo más. Pero no hubo palabras. Solo silencio, una espera tensa.

—Bien, están todas. El líder ya se acerca. —dijo el castaño, su tono implacable.

Todas las chicas lloraban en silencio, algunas buscaban con la mirada una forma de escapar, pero ninguna podía moverse. Fue entonces cuando apareció. Un hombre alto, de tez pálida y ojos azules. Su presencia era imponente, su mirada tan fría que casi dolía. Tenía el cabello castaño claro y su cuerpo musculoso se marcaba bajo la camiseta ajustada. Todos hicieron una reverencia al verlo.

—Líder, aquí están las chicas de hoy —avisó el hombre castaño.

—Gracias, Ben. Esperemos tenga suerte, igual puedes elegir a una para tu diversión de esta noche y las demás… bueno, sabes que hacer con ellas—respondió el líder de manera fría, sin emoción alguna.

Comenzó a mirarnos, una por una, de arriba abajo. Las demás trataban de atraer su atención, sonriendo, coqueteando, buscando cualquier cosa que las mantuviera con vida. Yo, en cambio, solo quería que todo terminara. Sentí su mirada sobre mí, una mirada tan fría y calculadora que me hizo temblar. Era Ben, el hombre castaño, y su mirada parecía... deseosa. Me señaló con un gesto imperturbable.

—Yo la quiero a ella, líder. —dijo sin inmutarse. El aparente líder lo miro con una sonrisa coqueta, hasta que su rostro reparó en mí, su nariz comenzó a olfatear borrando su sonrisa, apartó a las chicas que tenía enfrente y camino con grandes zancadas hasta mí.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el líder con desesperación, mirando mi rostro, estudiándome, olfateándome y con su rostro palidecido.

—So-soy Adalyne. —tartamudeé, incapaz de mantenerme firme.

Me alzó el rostro con su fría mano, observándome con detenimiento. Luego, me miró de arriba a abajo, como si quisiera despojarme de todo lo que tenía. Y entonces, sonrió, una sonrisa que heló mi sangre.

—Tú eres mía. —dijo, y en ese momento supe que mi vida ya no me pertenecía. —, ¡La he encontrado!

Su grito euforico, se podía confundir con un aullido, seguido del estallido emotivo de todos los presentes. Ben, su hombre de confianza al parecer según mi deducción, con un gesto de desagrado, eligió a una rubia, pero yo... yo ya había sido marcada. Mi destino estaba sellado.

—Prefiero morir—dije y rompí a llorar, sintiéndome desafortunada y desgraciada,  

—Deberías sentirte afortunada, muchas quisieran ser tú. —dijo con una sonrisa maliciosa. —, Además sufrirías más, sus muertes no son nada agradable, preciosa—. Susurró en mi oído y sentí como sonreía malicioso.

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