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La loba de las estrellas
La loba de las estrellas
Por: Alan Flores
01: El cazador más fuerte

Durante casi toda su existencia, las personas han mirado al cielo nocturno tratando de desentrañar su futuro o su objetivo en la vida.

Pero al hacerlo nunca se han puesto a pensar que tal vez, desde las estrellas…

Algo les mira de vuelta

***

Arcadia es una isla en los mares del sur del planeta Aeés, llena de bosques, ríos y un volcán semi activo en su parte oeste al que los locales llamaron monte Licaón en honor a un antiguo rey.

Una gran cantidad de seres vivos habitan ahí, desde pequeños roedores hasta enormes osos, pasando por jabalíes que pese a sus gruesas carnes, son rápidos y fuertes… como ese con el que nuestra historia inicia.

Un jabalí corría desesperado y no era para menos: temía por su vida. Justo cuando había salido a buscar alimento, fue descubierto por depredadores y si no se daba prisa, sería su final.

Acababa de evadir a cuatro perseguidores, pero sabía que no tardarían en darle alcance, después de todo, aunque esos que le daban caza eran jóvenes, no por nada su raza estaba en la cima de la cadena alimenticia.

Pero pronto un golpe de esperanza hinchó su porcino corazón: vio una pared de roca frente a él y en la base, un pequeño agujero por donde él a duras penas podría caber, lo que aseguraba que dejarían de perseguirle si lograba entrar ahí.

Pero algo ocurrió: desde lo alto de esa pared natural alguien cayó frente a él para bloquearle el paso a su ruta de escape. Pudo ver su cabello negro y su piel blanca, así como esos ojos verdes que brillaban bajo la luz de la tarde, las orejas puntiagudas y peludas que salían de su cabeza, la cola negra que se asomaba desde la parte baja de su espalda y por sobre todas las cosas, las garras en las puntas de sus dedos que ya se preparaban para atraparle. Se había encontrado con un quinto hombre lobo.

Por un momento pensó que ese era su fin, pero se dio cuenta de un detalle: si se le comparaba con los otros cuatro, incluso las hembras, ese hombre lobo era un flacucho, ¡quizá tendría una oportunidad! Le imprimió toda la fuerza que le quedaba a sus porcinas patas y arremetió contra su enemigo mientras este se preparaba para interceptarlo.

—¡Atrápalo! —gritó alguien mientras las garras de ese hombre lobo se clavaron en la piel del jabalí, pero este era tan débil que se resbalaron dándole oportunidad al animal de embestir sus piernas, hacerlo girar en el aire y entrar al agujero, salvando su vida.

El hombre lobo aterrizó de espaldas en la tierra, sintiendo cómo todos sus órganos se sacudieron al impacto. Mientras se recuperaba, escuchó pasos acercándose y pronto frente a él vio a un hombre lobo algo más chaparro pero de hombros anchos, en compañía de otros dos hombres lobo, un chico y una chica, claramente gemelos, puesto que eran igual de altos y larguiruchos. Todos ellos con el pelaje color negro.

El lobo de hombros anchos se inclinó para tomar al desfallecido por la camisa, levantarlo y furioso, gritarle:

—¡Sólo tenías una cosa qué hacer, Carolos!

Ese hombre lobo estaba tan furioso, que Carolos creyó que le daría un puñetazo en la cara, pero algo lo detuvo:

—Ya déjalo en paz Aegeus —dijo alguien.

De entre la maleza salió una mujer lobo, pero diferente a ellos: tenía la piel morena y los ojos amarillos. Y aunque llevaba el cabello bastante corto, todavía se podía ver que el color de este era ocre con un mechón gris que trataba de hacerse camino entre sus cejas.

Aegeus arrojó a Carolos al suelo y dijo mientras se acercaba a ella señalándola con el índice:

—¡Tú no estás libre de culpa Salomé! Para empezar era TU trabajo evitar que el jabalí viniera hacia acá, ¡¿por qué no lo detuviste?!

En respuesta, Salomé bajó la vista. Aegeus parecía a punto de lanzarse contra ella, pero se contuvo. Miró a los dos “fracasos” y con un gruñido dijo:

—¡Les juro que si no fueran los hijos de nuestro alfa y nuestro beta…! ¡Cómo sea! Ya es hora de regresar. Orien, Ophelia, vámonos.

Los gemelos asintieron, le dedicaron una mirada burlona a Salomé y Carolos y siguieron a Aegeus.

Mientras esos tres se alejaban, Salomé se acercó a Carolos y lo ayudó a levantarse mientras preguntaba:

—¿Estás bien?

Ya de pie, Carolos se sacudió la tierra de la ropa y respondió:

—Sí, ¿y tú?

—Sí, todo bien —respondió Salomé evadiendo la mirada de Carolos. Este notó algo raro en la loba, pero ya no dijo nada.

En silencio, los cinco cazadores regresaron con la manada, o mejor dicho, a su villa. En uno de los extremos de Arcadia se extendía un territorio donde los árboles habían sido reemplazados por casas de adobe color blanco y por las calles podían verse más hombres lobos de pelaje negro caminando por ahí.

En la entrada de la villa varios hombres lobo, también cazadores, se estaban reuniendo para comparar la caza del día y Salomé notó que había sido bastante precaria… pero al menos ellos habían llegado con algo.

—¡Salomé! —gritó una voz aguda que sacó a la chica de sus pensamientos.

Se giró y vio a una pequeña de unos ocho años corriendo hacia ella: su hermana menor. Era el vivo retrato de Salomé cuando tenía su edad, con su pelaje ocre tan largo que casi le llegaba a la cintura y el mechón gris del copete rascándole la nariz. La única diferencia entre ambas a esa edad eran sus ojos, ya que mientras que los de Salomé eran amarillos, los de la niña eran verdes, como los de todos los hombres lobo en Arcadia. Un rasgo que la pequeña había heredado de su padre.

—¡Nicole! —exclamó Salomé mientras la niña se lanzaba a los brazos de su hermana mayor.

—¡¿Cómo te fue?! —preguntó la cachorra notablemente feliz de ver a su hermana luego de todo un día sin verla— ¡¿Cazaste un jabalí?! ¡¿Un oso?! ¡¿Una ballena?!

—Bueno… —dijo Salomé mirando a Carolos pidiendo ayuda, a lo que el chico respondió siendo ahora él quien evadía la mirada de su amiga.

—Creo que no hace falta que respondan —dijo una voz gruesa, pero amable. Ambos cazadores se giraron y vieron acercarse a un hombre lobo de largo cabello negro y lacio. El beta de la manada y además…

—Padre —dijo Carolos poniéndose tenso. Pero en ese momento Aegeus dio un paso al frente y mientras hacía una reverencia dijo:

—Lo sentimos señor Barak, hemos regresado con las manos vacías.

Aegeus podía ser un pesado, pero comprendía lo que significaba ser un líder y admitía que la falla de uno era la falla de todos, aunque eso no evitó que según notó Salomé, Carolos bajara la mirada, apenado.

Mientras tanto, el beta suspiró resignado y dijo:

—Bueno, no hay nada que hacerle. Vengan, vamos a repartir las presas del día.

Una vez que los cazadores llevaban de vuelta las presas a la villa, se las repartían entre todos los miembros de la manada, siempre dependiendo de su escalón social dentro de esta y Salomé, Nicole y Carolos, al ser de la familia del alfa y el beta respectivamente, tuvieron derecho a servirse primero y llevarse las mejores porciones. Aunque era la ley y todos la aceptaban, Salomé no podía sentirse mal: iba a comer bien cuando técnicamente no había hecho nada.

Ya con su parte de la comida y con Barak quedándose para continuar con la repartición, los tres chicos se pusieron en camino a sus casas, llegando primero las chicas a la suya y tras despedirse Carolos continuó hacia la propia.

Dentro, las lobas vieron una figura al fondo de la casa. Un hombre lobo de cabello negro con un mechón rubio sobre la oreja y tres cicatrices de garras bajando desde su ceja derecha hasta el mentón cruzando su ojo. Estaban frente a Daniel Achillidis, el alfa de la manada, el padre de Nicole… y padrastro de Salomé.

—¡Papi! —exclamó Nicole al ver a su papá y corriendo a abrazarlo.

—Mi chiquilla —le saludó Daniel abrazando a la niña. Luego miró a Salomé y preguntó—. ¿Cómo les fue en la cacería?

Salomé evitó la mirada del alfa y respondió:

—Precaria, como siempre.

Si Daniel notó algo raro en su hijastra, no lo mencionó, sólo se limitó a decir:

—Tendremos que ver cómo cambiar eso pronto —luego miró a su hija de sangre, sonrió y dijo—. Nicole, ¿por qué no vas y preparas la cena?

—¡Claro papá! —respondió animada la niña.

Desde que Nikte, la madre de ambas lobas, había fallecido hacía unos años, Nicole había tomado el rol de ama de casa de la familia.

—Y yo… te ayudo —dijo Salomé de pronto.

Tanto Daniel como Nicole vieron extrañados a Salomé.

—¿Quieres ayudarme? —preguntó la pequeña levantando las cejas.

Salomé se rascó la mejilla. La verdad es que no quería aceptar que no le sabía bien comer sin haber hecho algo para traer el pan a la mesa.

—Nicole, no la dejes —pidió Daniel con una cara de extrema seriedad—. Siempre que como algo que ella preparó me enfermo del estómago.

—¡¿Qué?! —aulló Salomé ofendida—. ¡¿Todavía que voy a dejar que tengas el placer de que una chica linda como yo te cocine y te pones de delicado?! ¡Nicole! ¡No le hagas nada de comer!

—¿Chica linda? ¿Dónde? —replicó Daniel… pero pronto no se contuvo y empezó a reír, risa que se contagió a sus hijas.

Estaban en una situación precaria, pero eran una familia feliz al fin y al cabo.

***

Estaba al borde de un precipicio. Escuchó un gruñido a sus espaldas, se giró y frente a ella vio al jabalí más grande, fuerte y malo que hubiera visto en su vida. Aegeus les había dicho que ese monstruo era demasiado para unos lobos jóvenes como ellos, pero ella pensó que sí podría con él. Había sobre estimado sus fuerzas. Ahora tras de sí tenía una caída de varios metros de altura y frente a ella un animal capaz de aplastarla sin problemas. Era su fin. Cerró los ojos y… volvió a abrirlos. Ya no estaba el jabalí, se giró y lo encontró, en el fondo de aquel precipicio, en un charco de su propia sangre. Sabía lo que había ocurrido, pero no era posible…

***

Salomó abrió los ojos.

Aunque era una noche fría, sudaba. Se reincorporó y se encontró en la habitación que compartía con Nicole. Su hermana dormía a su lado, en un sueño imperturbable.

Suspiró. No había sido un sueño; había sido un recuerdo.

Miró su mano derecha, la abrió y cerró en un puño. Todavía no daba crédito a lo que había pasado, a lo que le estaba pasando.

En eso escuchó un silbido. Miró a la ventana y sonrió; esa era la “señal secreta” que tenía con Carolos para salir a platicar durante las noches.

Con cuidado de no despertar a Nicole y a Daniel, salió de la casa y ahí en la calle vio a Carolos, saludándole con la mano.

—¿No puedes dormir? —preguntó ella una vez llegó con él.

Carolos se apuró a aclararse la garganta y a decir:

—La verdad… es que quería hablar contigo.

Salomé levantó las cejas por esa declaración.

Se sentaron en un muro y una vez cómodos, Salomé preguntó:

—¿De qué quieres hablar?

Carolos se notó muy inseguro, pero se decidió a hacer eso a lo que había ido:

—Te estabas volviendo una de las cazadoras más hábiles y fuertes de la manada, pero desde lo del jabalí y el barranco… he notado que te contienes en las cacerías. ¿Estás bien?

Salomé bajó la mirada y dijo:

—Estoy bien. Es sólo que… algunas cosas han cambiado.

Ante esa respuesta, Carolos enrojeció un poco y rascándose la mejilla dijo:

—Ah… ya-ya veo.

Salomé miró a su amigo y torciendo un poco la boca, preguntó:

—¿Ya ves qué cosa?

—Bueno… —comenzó Carolos aclarándose la garganta—. La maestra Asteri nos dijo que cuando las hembras llegan a cierta edad…

La cara de Salomé enrojeció en el acto.

—¡Sí, sí, comprendo! —le detuvo Salomé, no queriendo charlar sobre los cambios que la pubertad estaba trayendo a su cuerpo. Aunque estaba segura de que lo que le pasaba no tendría nada que ver con eso. Pero no era algo de lo que quisiera hablar, no cuando ni ella misma lo comprendía, por eso, para alejar la curiosidad de Carolos de ese tema tan problemático, decidió hablar sobre otra cosa que también la molestaba un poco—. Pero no es eso.

—¿Entonces qué es? —preguntó Carolos.

—Últimamente… he estado teniendo este sentimiento de querer ir a ver el mundo —respondió Salomé sin más.

Carolos levantó las cejas por la sorpresa y preguntó exaltado:

—¡¿Quieres irte de Arcadia?!

Salomé abrazó sus piernas antes de responder.

—No me mal entiendas. Pese a las dificultades por las que pasamos, me gusta estar aquí. Los quiero a ti, a Nicole y a Daniel. Aunque yo no soy de aquí y costó trabajo, los lobos negros me aceptaron como una más de los suyos pero… —Salomé miró al cielo estrellado—. Mis padres eran viajeros, querían hacer un mapa de todo Aeés. Fue por eso que terminamos aquí cuando aquella tormenta golpeó nuestro barco. Papá murió esa noche y mamá… poco después de que se juntó con Daniel y nació Nicole. Por eso mismo siento que es mi deber seguir sus pasos, pero no quiero irme, no todavía.

—¿P-por qué? —preguntó Carolos con algo de miedo.

—Nicole —respondió Salomé sin darle rodeos—. Cuando mamá murió le prometí que la cuidaría y por eso… no quiero irme hasta que ella sea lo bastante mayor para cuidarse sola.

Carolos se deprimió por el plan de su amiga. Él la quería y lo normal era que ofreciera irse con ella… pero no podía. Él venía de un largo linaje de betas de la manada de los lobos negros, siempre había querido ser el siguiente en la línea… y no quería darle la espalda a eso. Si en efecto Salomé algún día abandonaba Arcadia… él se quedaría.

Aún así, se obligó a sonreír y dijo:

—Bueno, habrá que disfrutar el tiempo que nos queda juntos.

Salomé esbozó una débil sonrisa y dijo:

—Sí…

Pero luego, decaída por dentro, pensó:

«Aunque con lo que me está pasando, quién sabe si sea mucho»

***

Llegó un nuevo día y los cazadores debían partir a una nueva cacería.

El grupo de Salomé se internó en el bosque y tomando su papel como líder, Aegeus dijo:

—Hemos estado apestando por los últimos días, pero ya no podemos permitirnos más fallas. Hoy tenemos que sí o sí volver con algo, ¡¿entendido?!

Los lobos asintieron y acto seguido se separaron, lo cual no significaba mucho problema porque si encontraban una presa que valiera la pena, se darían una señal para reunirse y perseguirla, pero el día avanzaba y no encontraban nada.

Carolos continuaba buscando presas, esperando encontrar algo lo bastante grande para compensar sus últimos fracasos, pero hasta el momento sólo había encontrado roedores tan flacuchos, que no servirían ni como botana.

En eso, un olor ácido llegó a su nariz, el inconfundible aroma a sangre. Se apuró a buscar la fuente y se topó con un rastro de aquella sustancia viscosa color carmesí. Encontró además unas huellas en la tierra que identificó sin problemas y se dio cuenta de lo que ocurría.

«¡Un oso herido!», pensó con el corazón latiéndole con fuerza dentro de su pecho.

Era una oportunidad de oro: podría perseguir a ese animal por su cuenta y tratar de acabarlo aprovechando que estaba débil por estarse desangrando, quedarse con el crédito por la muerte de este, compensar lo mal que lo había hecho en días anteriores y ganarse la admiración de sus pares… y de Salomé.

Sin embargo había un problema: Por lo que veía del rastro de sangre, este se dirigía hacia el territorio de los enemigos jurados de su manada: la manada de los lobos grises. Pasó algo de saliva pero aún así apretó los puños: ¿Qué era? ¿Un lobo o un ratón? Tenía que correr el riesgo, así que sin pensarlo más, echó a correr siguiendo el rastro de sangre.

Avanzó por varios metros sin toparse con ninguna señal de que anduviera cerca un lobo gris hasta que luego de un rato, a lo lejos vio una mole negra tumbada junto un árbol en medio de un charco de sangre.

«¡Ahí está!», pensó triunfante y acelerando el paso.

En efecto. Estaba frente al cadáver de un enorme oso que no soportó la pérdida de sangre y hasta ahí había llegado.

Comprobó que el animal era muy grande, tal vez tendría problemas en llevárselo él solo de vuelta, pero si lograba regresar con tal cantidad de carne, ¡sería un héroe!

Siguió revisándolo, curioso de averiguar qué era lo que lo había herido y en uno de sus costados vio una enorme herida, un zarpazo, del tipo que sólo podría dar…

«¡Oh no!», pensó con el corazón en un puño, tanto porque comprendió en lo qué se había metido, como que un sonido detrás de él lo puso en alerta.

Se giró, pero apenas lo hizo sintió un fuerte puñetazo en la cara que lo mandó a volar sobre el cadáver del oso y lo hizo aterrizar con fuerza sobre el suelo. Sintió que un líquido caliente le empapaba la cara y no necesitó pensar mucho para darse cuenta de que su nariz había empezado a sangrar por aquel golpe.

Abrió los ojos y no sólo sus temores se confirmaron; también sus pesadillas. Frente a él no sólo se encontraba un hombre lobo adulto, con su pelaje gris cubriendo su cara con una frondosa barba y de músculos muy bien desarrollados por años de cacería, sino que ese hombre lobo era Claus Obelidis, no sólo el cazador más fuerte de los grises, sino también muy probablemente también el más sanguinario de todos ellos.

—Estás muy lejos de casa, niño —dijo Claus con un aire amenazador en sus palabras.

Aterrado, a Carolos sólo le quedó arrastrarse con sus manos hasta que su espalda chocó contra el tronco de un árbol. Mientras tanto, Claus se acercó a él con pasos lentos pero amenazantes al  tiempo que decía:

—Este es el territorio de los lobos grises y sabes muy bien lo que pasa si se entra a nuestro territorio. La muerte.

Eso era todo: Claus iba a matarlo y no había forma en que alguien como él pudiera luchar contra esa masa de músculos que había matado a lobos negros más fuertes y experimentados que él… mucho menos huir de él.

Pero justo cuando Carolos ya estaba viendo su fin, escuchó algo:

—¡Déjalo en paz!

Claus y Carolos se giraron y vieron que de entre los árboles aparecían Aegeus y los gemelos. Más que sentirse aliviado, Carolos temió por ellos.

—Este tipo es un inútil, ¡pero es uno de nosotros! —declaró Aegeus con determinación—. Si quieres hacerle algo, ¡tendrás que pasar por nosotros primero!

Claus miró a los recién llegados sin modificar ni un poco la expresión de su rostro y casi en un parpadeo, de un salto llegó hasta el trío: le dio un puñetazo en la cara a Aegeus, un codazo a Ophelia y una patada en el estómago a Orien, con lo que redujo sin problemas a los tres lobos.

—Primero mataré al más débil, por piedad, seguirán los gemelos porque los hermanos merecen morir juntos y al final… tú grandote, por respeto a tu espíritu de líder —declaró Claus y se dirigió hacia Carolos… pero no pudo avanzar más, puesto que Aegeus lo había tomado del pie y los gemelos se habían levantado para tomarlo de la cintura.

—¡Carolos, corre! —ordenó Aegeus.

Claus gruñó furioso y empezó a tirar golpes para quitarse de encima a los jóvenes lobos.

Mientras tanto, Carolos no se movió, tanto el miedo como la impotencia que sentía no se lo permitían. Todos iban a morir, iba a ser su culpa y lo peor de todo… ni siquiera podía hacer algo para retrasar lo inevitable.

«Por favor… Que alguien… ¡Que alguien nos ayude!», pidió desesperado con lágrimas escapando de sus ojos.

Su plegaria fue escuchada.

—¡Ya basta! —gritó alguien.

Todos alzaron la vista y vieron que Salomé acababa de llegar.

—Salomé… —dijo Aegeus desde el suelo con un hilo de sangre bajando desde su frente hasta su mentón—. ¡Toma a Carolos y váyanse de aquí!

Salomé miró a Aegeus enternecida. Podía ser molesto, pero tenía el orgullo de un verdadero líder, de dar la cara por los miembros de su grupo.

—Pese a nuestros fallos, das la vida por nosotros —dijo Salomé con su puño derecho temblándole—. Tengo que responder a esa entrega tuya y pelear para salvarnos.

Los lobos negros miraron sorprendidos a Salomé.

—¡No digas estupideces y corre! —ordenó Aegeus.

Pero Claus, ya cansado de que estaban llegando más insectos, para sorpresa de todos, sin mediar palabras se lanzó contra la loba con su puño levantado.

—¡Salomé! —gritaron los cuatro lobos negros al ver que su compañera ni se movía al ver ese ataque.

Con gran velocidad Claus se plantó frente a Salomé, dejó caer su manaza contra la muchacha y…

Se escuchó un golpe tan fuerte que hasta provocó que algunas aves salieran volando de las copas de los árboles. Los lobos negros se quedaron boquiabiertos por lo que estaban viendo. El puño de Claus había dado contra algo, pero no contra lo que su dueño quería: la palma de la mano de Salomé. Pero la joven loba no sólo había interceptado ese poderoso y veloz puño, también lo estaba deteniendo sin ninguna dificultad.

—¡¿Pero qué…?! —dijeron básicamente todos los presentes al unísono.

—El jabalí del otro día —dijo Salomé llamando la atención de todos—. No se cayó al barranco… ¡Yo lo arrojé de un golpe!

La declaración sorprendió a los lobos negros, ya que era imposible que alguien de la complexión de Salomé pudiera mover a una mole como aquel jabalí, pero lo que hizo después corroboró su afirmación: estirando su brazo, empujó a Claus un par de metros hasta hacerlo caer de espaldas.

—¡¿Có-cómo hizo eso?! —gritó Carolos preguntando lo mismo que pasaba por la cabeza de sus pares.

Desde el suelo, Claus también quería saber cómo había hecho eso… pero restaurar su orgullo tenía prioridad para él. Nadie nunca jamás lo había derribado y claramente, ni iba a aceptar que la primera persona que había hecho esa proeza fuera una mocosa de los lobos negros y mucho menos, iba a dejar que esa persona continuara con la cabeza sobre sus hombros.

El cazador gris no tardó en ponerse de pie y con una velocidad superior a la que había demostrado antes, volvió a arremeter contra Salomé. Tiró un nuevo puñetazo directo a la cabeza de la loba, con la intención de arrancársela de un solo tajo, pero esta no se limitó a detenerlo como la última vez: dobló sus rodillas esquivándolo justo a tiempo y así como estaba, tomó impulso y le dio un puñetazo en el abdomen al cazador gris.

Todo el aire se le fue de los pulmones a Claus. Este se llevó la mano ahí donde le habían golpeado y retrocedió unos pasos, pero no pudo más y cayó sobre sus rodillas. Apretó los dientes, furioso; nunca en toda su vida, ni su alfa, ni su padre, lo habían humillado de esa manera.

—¡Se terminó Claus! —declaró Salomé mostrando los colmillos—. ¡No vas a ganarme! Déjanos ir y olvidemos esto… ¡o voy a matarte!

Esa declaración tan llena de determinación sorprendió a los cuatro lobos negros.

Claus logró recuperar el aliento.

—Darle la espalda a mi enemigo… sería más deshonroso que ser derrotado por una hembra… —declaró el gris poniéndose de pie— ¡Que siga la pelea! Pero te aseguro algo niña: En el siguiente ataque… ¡la que va a morir eres tú! —gritó también mostrando los colmillos.

Salomé apretó los dientes. Sólo lo había dicho para blofear, pero al parecer no había funcionado. Nunca pensó que debería matar a otro hombre lobo, los animales del bosque eran una cosa… ¿pero otro ser pensante? Apretó sus garras, no le quedaba de otra; eran ellos o él y si tenía que matarlo para que pudieran salir de esa…

—Será como quieras —declaró Salomé adoptando una posición de pelea.

Ambos contendientes se miraron evaluando el momento para lanzarse al ataque y cuando toda una gran batalla estaba por dar inicio…

—¡Claus, ya basta! —gritó una voz femenina.

Todos se giraron hacia el origen de esa voz y se sorprendieron: había llegado al lugar una mujer muy atractiva vestida toda de negro… pero no era una mujer lobo como Salomé u Ophelia. Su largo cabello blanco, su piel rojiza y ese cuerno que salía de su frente la delataba como…

—Una demonio… —dijo Carolos por lo bajo, sorprendido por la aparición.

Esa raza no se encontraba en Arcadia, ¿qué hacía una demonio ahí?

—Kimaris, yo… —intentó decir Claus, pero con una mirada la demonio lo calló.

—Claus, si sigues con este juego tonto podrías complicar mucho las cosas. ¿Sabes?

Claus gruñó, pero ya no dijo nada más y bajó sus puños, dando por terminada la pelea. La demonio miró a los lobos negros, sonrió y dijo:

—Disculpen el comportamiento de mi compañero, chicos. ¿Por qué no olvidamos lo que pasó aquí? Y como muestra de nuestra buena voluntad, ¿por qué no se quedan con el oso que cazó el buen Claus?

—¡Kimaris! —replicó Claus, pero una vez más la demonio lo calló con la mirada.

Kimaris miró a Salomé, le sonrió y dijo:

—Eres una loba interesante. Espero que tengamos la oportunidad de conocernos más en el futuro.

Y dicho eso, se llevó la mano derecha al pecho e hizo una reverencia, momento en que Salomé notó que la demonio llevaba en su dedo un anillo de oro con una gema roja en forma de estrella en él.

—Vámonos Claus —dijo la demonio y se fue de ahí, con Claus yendo detrás de ella no sin antes dirigirle a Salomé una mirada del más franco odio.

Una vez que la demonio y el lobo gris se fueron, se sintieron a salvo. Salomé miró a sus compañeros. Aegeus y los gemelos ya se ponían de pie y miraban a Salomé. Ella empezó a sentirse como un bicho raro, no sabiendo qué esperar, pero entonces Aegeus habló:

—Eso fue… ¡increíble!

Y junto con los gemelos se puso a elogiar sus habilidades, sin que ella supiera qué decir. Mientras tanto, todavía sentado en el suelo, Carolos miró a Salomé y dijo:

—Sabía que ella era especial.

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