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Capítulo 2: Sombras del pasado

Al despertar, la primera sensación que me golpeó fue el frío que calaba mis huesos. Mi piel desnuda se erizaba bajo la única prenda que me cubría: una chaqueta de cuero negra, gruesa, con un olor a tabaco y lluvia que no era mío. Su textura áspera rozaba mi piel como un recordatorio tangible de la noche anterior, un contraste amargo entre la calidez del cuero y la helada indiferencia de la mañana. Cada respiración me dolía, como si el aire estuviera impregnado de un veneno invisible. El ardor en mis pulmones me decía que aún estaba viva, pero la realidad era un peso insoportable.

El dolor no era solo físico. Estaba en todas partes, incrustado en mi pecho y retumbando en mi cabeza. Mis músculos estaban tensos, mi garganta reseca, y mi cuerpo entero parecía haber sido reducido a una colección de sensaciones punzantes. Especialmente entre las piernas, una punzada aguda me recordaba la brutalidad que había enfrentado.

Me incorporé lentamente, abrazándome con la chaqueta como si pudiera protegerme del mundo. Estaba en un lugar desconocido, en un rincón vacío donde el silencio era tan denso que parecía gritarme al oído. El amanecer arrojaba sombras alargadas que se burlaban de mi vulnerabilidad. Mis pasos, tambaleantes y doloridos, me alejaron del sitio como si al dejarlo atrás pudiera borrar lo ocurrido. Pero no importaba cuánto caminara; las memorias me perseguían.

Caminé sin rumbo, arrastrando mis pies en un intento desesperado por seguir avanzando. No sabía adónde iba, solo que necesitaba moverme, alejarme, desaparecer. El frío mordía mi piel expuesta, y la chaqueta, aunque grande, no lograba calentarme. Me aferré a ella como si fuera mi única conexión con la humanidad.

Cuando finalmente atravesé lo que podría llamar "las puertas del infierno", no sentí alivio, solo una desgarradora resignación. Aquel día fue el principio del descenso, el inicio de un camino lleno de sombras.

El sonido de un plato al romperse me sacó de golpe de mis pensamientos. Estaba en el restaurante, mi lugar de trabajo, y una vez más había dejado caer una pieza de loza. El agua tibia de la pila seguía corriendo, arrastrando espuma y fragmentos de cerámica mientras mis manos temblaban. Mi jefa, una mujer entrada en años con una voz afilada como navaja, se acercó rápidamente.

—¿Qué te pasa, Clark? —dijo con un tono que mezclaba cansancio y enojo, cruzándose de brazos mientras su mirada me perforaba.

—Lo siento, no volverá a pasar —respondí, pero mi propia voz sonaba hueca, carente de convicción.

—Eso dijiste la última vez —replicó ella, sacudiendo la cabeza—. No puedo seguir así. Estás despedida.

Su sentencia cayó sobre mí como un mazazo, aunque, en el fondo, lo esperaba. La culpa no fue suya; llevaba días ausente de mí misma, atrapada en el espiral de mi propia mente. Salí del restaurante con pasos lentos, sintiendo que el suelo se desmoronaba bajo mis pies. Cada esquina de las calles grises parecía señalar mi fracaso.

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Mi apartamento no era más que una jaula diminuta, pero en ese momento me pareció un refugio del mundo exterior. Al entrar, mis ojos se posaron en dos sobres sobre la mesa. Los abrí con manos temblorosas, solo para confirmar lo que ya sabía: debía dos meses de alquiler, y las facturas acumuladas amenazaban con devorar lo poco que me quedaba.

Con un suspiro, tomé mi vieja computadora portátil, sus teclas gastadas eran un recordatorio de mis intentos fallidos por cambiar mi suerte. Comencé a enviar currículums, uno tras otro, como si eso fuera suficiente para conjurar una solución. La mayoría de las veces, ni siquiera recibía respuestas.

Hasta que un correo diferente apareció en mi bandeja de entrada: una invitación a una entrevista en «Prime Industry». El mensaje estaba en alemán, idioma que apenas conocía, pero confirmé la cita de inmediato. Era mi última esperanza.

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El edificio de Prime Industry era imponente, sus ventanales reflejaban el cielo gris. Al entrar, me recibió la mirada indiferente de un recepcionista que apenas se molestó en darme indicaciones. Mis manos sudaban mientras ascendía en el elevador hacia el piso 35. El sonido mecánico de los cables se mezclaba con mi respiración irregular.

Al llegar, me encontré con una sala llena de aspirantes, todos vestidos impecablemente, todos proyectando confianza. Yo era un eco de lo que alguna vez fui, con mi ropa ajustada y zapatos gastados. La espera fue interminable, y mi ansiedad creció con cada minuto que pasaba.

Finalmente, alrededor de la una de la tarde, una secretaria me llamó. Me indicó una puerta con una sonrisa profesional y se retiró, dejando que enfrentara mi destino.

Al entrar, vi a un hombre sentado tras un escritorio, absorto en unos documentos. Su postura era relajada, pero la energía que irradiaba llenaba la habitación.

—Señorita Clark, tome asiento —dijo sin levantar la vista.

Obedecí, mis pasos eran pesados y mi respiración contenida. Cuando finalmente alzó la mirada, sus ojos me atraparon. Había algo en él, una chispa de reconocimiento que me descolocó. Su rostro me resultaba vagamente familiar, pero no podía ubicarlo. Su mirada fría era como un espejo que me devolvía mis propios miedos.

—¿Está bien? —preguntó, arqueando una ceja con ligera preocupación.

Tragué saliva, obligándome a responder. Pero mi voz se quebró. Había algo en sus rasgos que me llevaba a una noche olvidada, a un baño oscuro en un club lleno de sombras y música ensordecedora. Algo que no podía ignorar.

Mi entrevista había comenzado, pero sentí que la verdadera prueba era recordar de dónde conocía a aquel hombre. Y lo que eso significaba.

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