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Capítulo 4: La encontré.

★Dylan.

Después de que ella se marchara, mis ojos quedaron fijos en la alfombra empapada por el agua que esa mujer, atolondrada y nerviosa, había derramado. El rastro húmedo era una distracción molesta.

Con un suspiro de irritación, levanté el teléfono que descansaba sobre mi escritorio y, con un tono seco, pedí a la secretaria que enviara a alguien para encargarse de limpiar la m*****a alfombra.

El trabajo me consumía. Nuevos inversionistas, clientes ansiosos, y los habituales que insistían en volver a ser parte de la compañía. No había margen para el error, y mucho menos para la mediocridad, algo que, lamentablemente, había heredado de mi padre. Él, un hombre despreciable, no conocía la compasión. A veces temía que yo mismo estuviera caminando por esa misma senda, aunque, al menos, no era tan cruel como él lo había sido.

—Dylan, cariño… —La estridente voz de Montserrat me sacó de mis pensamientos. 

El ruido de sus tacones resonó en la oficina, seguido del golpe de la puerta al cerrarse tras ella.

Ni siquiera levanté la vista. Mis ojos permanecían fijos en los documentos sobre mi escritorio, especialmente en un currículum que había captado mi atención.

—¿Qué haces aquí? Lárgate —ordené, manteniendo mi mirada fija en el papel.

Montserrat, como siempre, no entendió la indirecta ni la directa.

—No puedo creer que me hables así. Soy tu prometida, Dylan. —Se acercó, ignorando mi tono, y sin pedir permiso, se acomodó sobre mi regazo—. No respondiste mis llamadas. Estaba preocupada por ti… por nosotros.

Rodé los ojos con fastidio, deseando que entendiera de una vez por todas que sus intentos de seducción no funcionaban conmigo. Montserrat nunca había sido ni sería la mujer que quisiera a mi lado.

—¿Mañana es mi cumpleaños, sabes? Podrías aprovechar para proponerme matrimonio. Mi familia estará presente y podría invitar a la prensa. Sería perfecto —insistió con entusiasmo, pero su tono dulce solo lograba provocarme una punzada de irritación.

—Montserrat, vete. Estoy trabajando —respondí con frialdad.

Ella no desistió. Sus ojos se fijaron en el currículum que tenía en la mano y, como era su costumbre, encontró la manera de criticar.

—¿Quién es esta tal… Jennifer Clark? —preguntó con sorna, su tono estaba lleno de desdén—. Qué nombre tan vulgar. Seguro es una cualquiera.

No presté atención a sus palabras. Mi mirada seguía fija en la fotografía adjunta al currículum. Había algo en esa mujer, algo en su expresión que me resultaba… intrigante.

—Se ve… triste —murmuré, más para mí mismo que para ella.

Montserrat, evidentemente molesta por mi falta de interés, intentó llamar mi atención de la manera más predecible posible. Dejó caer su vestido al suelo, quedando frente a mí en ropa interior.

—Dylan, deja eso. Podemos hacer algo más interesante. —Su voz ronroneó, y sus manos intentaron llevarme de vuelta a su juego.

Suspiré con resignación. Montserrat era hermosa, nadie podía negar eso. Sus curvas y su porte llamaban la atención dondequiera que iba. Pero para mí no significaba nada. Ella no despertaba mi interés ni física ni emocionalmente.

—Ella no volverá —dije, ignorándola completamente—. Probablemente no quiera trabajar para mí después de hoy.

—¿Por qué piensas en otra mujer cuando estoy contigo? —espetó Montserrat, claramente furiosa—. ¡Eres un idiota! —Sus manos golpearon mi pecho con fuerza, pero antes de que pudiera continuar, la sujeté por las muñecas.

—Sí, soy un idiota —admití con una sonrisa sarcástica—. Pero un idiota al que no le importas tú ni nadie más. Esto se acabó, Montserrat. Nuestra relación termina aquí.

Su rostro se transformó, con una mezcla de incredulidad y rabia. Sin esperar su reacción, me levanté del asiento y caminé hacia la puerta. Dejé que se quedara refunfuñando en mi oficina mientras salía al pasillo.

Scott, mi asistente, estaba por tocar la puerta cuando lo interrumpí.

—Investiga todo sobre Jennifer Clark. Quiero su información en media hora. Cancela la reunión de las tres y asegúrate de que nadie, especialmente Montserrat, me moleste.

—Sí, jefe —respondió sin cuestionar.

Atravesé los pasillos con paso firme. Sabía que los empleados susurraban a mis espaldas, pero no me importaba. Sus opiniones eran irrelevantes. Entré al ascensor y, al llegar al estacionamiento, abordé mi auto. Solo había un lugar al que debía ir.

El hospital.

—Joven Hans —me saludó la recepcionista al llegar.

—¿Dónde está? —pregunté, sin detenerme.

—Piso seis, medicina familiar —respondió rápidamente.

Presioné el botón del ascensor y me quedé mirando el número iluminado mientras subía. Había algo en Jennifer Clark que no podía ignorar. Algo que tenía que descubrir.

El ascensor se llenaba de personas conforme ascendía: pacientes, enfermeras, familiares con rostros cansados. Apenas llegamos al sexto piso, el característico hedor a desinfectante y medicamentos invadió mis sentidos. Ese aroma me resultaba insoportable, era una mezcla que siempre me ponía de mal humor.

—Joven Hans —llamó la secretaria, su voz estaba casi imperceptible entre el ruido.

—¿Está? —pregunté sin detenerme, directo y cortante.

Asintió con nerviosismo mientras yo continuaba caminando hacia la puerta indicada. No perdí el tiempo tocando; simplemente la empujé y entré.

Maximiliano estaba de pie junto a la ventana, con las manos en los bolsillos de su bata blanca, y se giró apenas escuchó la puerta cerrarse.

—¿Qué demonios haces aquí? —preguntó, arqueando una ceja.

—Terminé con tu hermana. —Fui directo al grano, sin rodeos.

Él soltó una risa seca, una que sabía tanto a alivio como a burla.

—Ya era hora. La pobre idiota no se daba cuenta de que no significaba nada para ti. —Sacudió la cabeza con incredulidad y añadió—: Mira, eres mi amigo y todo, pero Montserrat es mi hermana. Aún así, me alegro por ambos. No te convenía. Es una bruja... aunque, siendo honesto, ninguna mujer es suficiente para ti.

Se acercó con su estetoscopio, como si esta conversación no tuviera mayor importancia para él.

—Inhala. Ahora exhala —ordenó, colocando el aparato frío contra mi espalda. Hice lo que me pidió, aunque mi paciencia comenzaba a agotarse.

—Estoy bien, Max. No necesito un chequeo —le espeté.

—Es mi trabajo, Dylan. —Dejó el estetoscopio sobre la mesa y me miró con curiosidad—. ¿A qué se debe tu visita?

Levanté la mirada, midiendo mis palabras antes de hablar.

—¿Recuerdas a la chica de la discoteca de hace tres años? —pregunté.

Él frunció el ceño, tratando de recordar.

—¿Qué chica?

—La pelirroja —dije con impaciencia—. La que chocó conmigo cuando salía del baño, el día que celebramos el inicio de mi compañía.

Una chispa de reconocimiento iluminó su rostro.

—Ah, claro. La que llevaba un vestido negro sencillo. Era linda, aunque no usaba maquillaje.

Saqué mi teléfono del bolsillo y busqué la imagen que tenía grabada en mi mente desde entonces. Se la mostré en silencio.

—¿Es ella, verdad? —insistí.

Maximiliano tomó el teléfono y observó la foto con atención, con su expresión pasando de la nostalgia al desconcierto.

—Sí... es ella. Aunque algo ha cambiado. Sus ojos... ahora parecen cargados de tristeza. —Levantó la mirada hacia mí, su tono estaba lleno de preguntas—. Dylan, ¿qué está pasando?

No le respondí. Simplemente le arrebaté el teléfono y me dirigí hacia la puerta.

—Tengo que irme —dije, ignorando sus intentos de detenerme.

Odiaba estar en hospitales. La atmósfera de enfermedad y el hedor me eran intolerables. Caminé rápido hasta el estacionamiento y, una vez dentro de mi auto, abrí el correo que acababa de llegar. Era de Scott. La información que le había pedido.

"Jénifer Clark, 25 años, soltera... deuda acumulada de cifras exorbitantes..." Había más datos, incluso su tipo de sangre. Una hoja entera dedicada a desmenuzar su vida.

Una sonrisa helada cruzó mi rostro.

"Esta mujer está hasta el cuello", pensé. No me explicaba cómo había osado rechazar mi propuesta, pero eso estaba a punto de cambiar.

Tomé el teléfono y marqué el número de Scott.

—Dígame, señor —respondió al primer timbre. Siempre eficiente.

—Quiero que los cobradores se presenten en su casa mañana. Que reclamen todo. Quiero a esa mujer en mi oficina antes de las ocho. 

—Entendido, señor.

Colgué la llamada y permanecí en silencio por un momento. Saqué una vieja fotografía de la guantera. Ahí estaba ella, con la misma mirada que ahora me obsesionaba.

—Al fin te encontré —murmuré, mientras la imagen de Jennifer se volvía aún más nítida en mi mente.

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